Juan Gaudenzi (Río de Janeiro)
El World Trade Center y Argentina
Réquiem por dos símbolos en ruinas
24/2/02
Primero fueron las Torres Gemelas del World Trade Center. "Eran un símbolo", fue una de las múltiples coincidencias entre atacantes y atacados.¿Un símbolo de qué? "De la hegemonía económica-financiera de Estados Unidos". Unos y otros decidieron que era así y no les costó mucho convencer a la mayoría de la opinión pública mundial. Pero parece que algunos símbolos reivindican su derecho a la libre expresión.
Las Torres terminaron de ser construidas en 1973, año en que la crisis del petróleo de la OPEP marcó el fin de los "años dorados" -como los llamó Eric Hobsbawn- y el comienzo de una nueva etapa de la economía mundial caracterizada por la sorpresa, la inestabilidad, el inmediatismo y la incertidumbre.
El mismo año en que con un sangriento golpe de Estado contra un gobierno socialista electo por la mayoría y con el establecimiento de una feroz dictadura, Henry Kissinger y el general Augusto Pinochet demostraron, en Chile, la falacia del credo neoliberal, según el cual existe una interdependencia entre mercado libre y democracia política.
Cuando sustituyeron el cemento por los tubos de acero las Torres anticiparon la tercera revolución tecnológica; cuando superaron en altura al Empire State anunciaron el relevo del viejo capitalismo "productivo" por el auge de la ruleta financiera.
Y hasta podría pensarse que bajo su influjo el pope del neoliberalismo Friedrich von Hayek obtuvo el premio Nóbel de Economía, en 1974, seguido por Milton Friedman dos años después. Es decir que duraron exactamente lo que tardó el ultraliberalismo en desestructurar y saquear economías y naciones por doquier. Prueba de ello es que sus escombros aún humeaban cuando el gobierno de George W. Bush adoptaba medidas que hubiesen dejado a Keynes a la altura de un aprendiz.
Por eso, independientemente de erróneas lecturas exógenas, las Torres simbolizaban un gigante con pies de barro y su fulminante destrucción, no sólo la vulnerabilidad del imperio sino también el cierre de esa etapa.
El horror del atentado y el horror de la respuesta dejaron poco margen para interpretar su implosión como un presagio. Pero tres meses después se desmoronó Argentina.
Otro símbolo, en ruinas, de la misma ficción: un nuevo orden mundial donde el libre comercio y las fuerzas del mercado se encargarían, por sí solos, de proporcionar y garantizar una prosperidad ininterrumpida. Un nuevo Renacimiento en el que el hombre, libre de ataduras ideológicas y del terror nuclear, aprovecharía esa prosperidad para construir una sociedad global más pacifica, justa y solidaria.
El fatídico encanto de la globalización
El 4 de septiembre de 1989 el flamante presidente Carlos Menem asistió en Belgrado a la Reunión Cumbre de Países no Alineados. Allí, aún antes de la caída del Muro de Berlín, dijo: "Asistimos a un mundo distinto, inimaginable tiempo atrás. La entonces llamada 'política de bloques' es algo definitivamente del pasado.. Nosotros entendemos al mundo como una unidad. Por eso, sus problemas nos exigen una actitud de colaboración que trascienda barreras y prejuicios."
Una unidad en torno al poder imperial, es claro: "Porque en la década de los 90, la política exterior de todos los países del mundo se define según la relación que establezcan con los Estados Unidos", agregó unos días después.
Menem, el precursor de George W. Bush: "Están con nosotros o contra nosotros". No fue esa la primera vez que Argentina vendió su alma al Diablo. Mientras duró, entre 1870 y la Primera Guerra Mundial, la Globalización victoriana propició en ese país la "época de las vacas gordas y el trigo". En una Europa de apetito voraz los alimentos se transformaron en créditos e inversiones para financiar la construcción de ferrocarriles, puertos y frigoríficos.
Después los europeos decidieron fomentar y proteger su propia producción agropecuaria y en el "Quinto Dominio de Su Majestad" (Argentina, según un deleznable brindis, en Londres, de un hijo del entonces presidente Roca) se acabó la fiesta.
Las "relaciones carnales"
Casi un siglo después, los "nuevos hijos de Roca", Carlos Menem y sus ministros Domingo Cavallo y Guido Di Tella propiciaron las "relaciones carnales" entre la frágil Argentina y las potentes Torres porque para ellos, como para tantos, eran el tótem de la abundancia y la felicidad de las naciones. Y no por casualidad ese tótem se levantaba en el corazón de Manhattan.
"Los argentinos queremos crecer y ser tenidos como socios plenos en este pujante mundo de la economía occidental. Para esto las reglas deben ser claras. Para la tarea reordenadora necesitamos el poder y la decisión de esta gran nación amiga y hermana, los Estados Unidos..Tenemos que crear una relación profunda y estable, hemos nacido juntos a la Independencia y juntos debemos hacer el camino de la historia", sostuvo el primero en la New York Society, en 1989.
Juntos, vamos a demostrar cómo tomamos el camino equivocado, le faltó profetizar. Si la brujería ya había gobernado ese país sudamericano (con "Isabelita" y López Rega), ¿qué impedía construir una mitología ad-hoc desde el poder? De la unión de una joven y sufrida pero bella doncella con la formidable energía del tótem surgiría el primer país del Primer Mundo en el hemisferio Sur.
En Nueva York, horas antes de dirigirse por primera vez a la Asamblea de las Naciones Unidas, Menem dijo ante la América's Society: "Imagino dos países. Estados Unidos y Argentina, tal vez más países de Latinoamérica, unidos en una década de crecimiento, de paz, de intercambio fructífero en todos los niveles. Sepan que Argentina ha abandonado el camino de la retórica, para avanzar por el horizonte de los hechos".
El resultado fue un engendro
El mandatario y sus ministros nunca se enteraron que por entonces, alrededor del tótem, el 3 por ciento de la población de la ciudad de Nueva York dormía en la calle o en albergues públicos.
O que, un poco más lejos, en países como Guatemala, México, Sri Lanka y Botswana -para no hablar de Brasil, el principal candidato al campeonato de la desigualdad económica- el minúsculo sector de más altos ingresos se apropiaba del 40 por ciento de la renta nacional.
Nunca entendieron que las Torres no simbolizaban el Dios de la vida, la fertilidad y la prosperidad, sino todo lo contrario: el hambre, el sufrimiento, el despojo y la muerte de millones de personas en todo el mundo. A ellas encadenaron el destino de Argentina y los resultados están a la vista.
Al principio el absurdo concubinato pareció funcionar. La gran mayoría de los argentinos celebró la unión (toda la prensa nacional la recreó de mil maneras) e hicieron votos -más del 50% de los votos en 1995 a favor de la reelección de Menem- para su continuidad.
Después, como en un drama shakesperiano, los amantes se precipitaron al vacío. Pero uno de ellos es un país y, sin embargo, su caída no conmovió al mundo.
¿Por qué? ¿Porque era un desastre previsible? ¿Porque no existe un Osama a quien culpar?
¿O porque la "civilización universal" ha llegado a un nivel de alienación tal que le resulta más estremecedora la destrucción del edificio emblemático de Nueva York que la de una nación periférica?
Tal vez la mayoría no comprenda la relación entre una cosa y otra. Tal vez nadie esté interesado en explicar que la segunda no hace más que confirmar a escala ampliada la crisis global que puso en evidencia la primera.
En la Argentina de la sangrienta dictadura militar, entre 1976 y 1982 (el año de la Guerra de las Malvinas) la producción industrial cayó un 27 por ciento. Más de un millón y medio de trabajadores especializados abandonó el país.
Después vendrían los años de la restauración de la democracia y las libertades individuales y del mantenimiento de las líneas fundamentales de política económica establecidas durante el régimen militar por la alianza de los latifundistas con el capital financiero internacional.
Para entonces el binomio Reagan-Thatcher imponía las reglas del juego de su "revolución" conservadora y una nación como Argentina, que acababa de perder una guerra contra ambos, era la menos adecuada para transgredirlas.
En 1984 Raúl Alfonsín, el primer presidente electo después de la dictadura, tuvo que pagar 9,6 miles de millones de dólares de deuda -el equivalente al total de las exportaciones de 1982. La inflación anual llegó a más del 350 por ciento. El "Plan Austral" y otras recetas monetaristas "sugeridas" por el FMI resultaron incapaces de resolver la crisis. En un marco de recesión económica internacional, la hiperinflación llegó al 3 mil por ciento al año; derrumbó al mandatario y abrió el camino para la "era Menem".
Con el control de la moneda como ingrediente bélico más letal que la pólvora, una feroz cruzada anti-inflacionaria convocada por el FMI se extendió entonces por todo el mundo. El mandatario argentino y Cavallo, su entonces fiel escudero, Domingo Cavallo, la encabezaron en Argentina con dudoso éxito hasta que el segundo "inventó" la Convertibilidad (la misma cantidad de moneda nacional en circulación que la de dólares en reserva para mantener la paridad 1 a 1).
Como para frustración del gobierno Argentina no podía imprimir dólares (ni siquiera su condición de socio extrarregional de la OTAN se lo permitía), entre 1991 y 1994 el esquema funcionó gracias a los fondos provenientes de las privatizaciones y el ingreso de capitales especulativos y narcodólares. El resultado: control de la inflación y considerable crecimiento del PIB a costa del saqueo del patrimonio y los ingresos públicos y privados y, por lo tanto, de un déficit fiscal en constante aumento.
A mediados de los 90 como en Argentina ya no quedaba prácticamente nada para privatizar y los fondos de las ventas y concesiones habían sido dilapidados o, simplemente, robados, la principal fuente de alimentación del sistema pasó a ser el endeudamiento externo. Hasta que, a finales de la década, el sistema financiero "global" comenzó a hacer agua por todos lados.
Las sucesivas crisis en México, Ecuador, Rusia, Corea del Sur, Malasia, Singapur, Indonesia, Tailandia, Birmania y Brasil redujeron drásticamente el flujo de capitales legales e ilegales hacia los mercados "emergentes", Argentina incluida pese a sus veleidades primermundistas.
La explosiva combinación de déficit fiscal, deuda externa y falta de recursos para afrontarlos no podía sino preanunciar el inevitable fin de la convertibilidad y el tan temido "default".
Argentina estaba al borde de la bancarrota y Fernando De la Rúa no supo hacer otra cosa que recurrir a ajuste tras ajuste para profundizar la recesión y prolongar la agonía.
La dote
"¿Sabes cual ha sido la causa de la crisis argentina durante las últimas décadas?", me preguntó el presidente Carlos Menem durante una entrevista que le hice para la agencia Reuter en la Cumbre Iberoamericana de Guadalajara, en 1992. "Bueno, pienso que no hay una sola; es una multiplicidad....", atiné a contestar. "¡No!", me corrigió terminante el mandatario. "Hay una sola: la mala relación con Estados Unidos. Yo la he mejorado sustancialmente y por eso estamos tan bien".
Ahora pienso en el concubinato con las Torres y en la altísima dote que el padre de la amante (el pueblo argentino) tuvo que pagar para fomentarlo y preservarlo:
* Reestablecimiento de relaciones con Gran Bretaña con renuncia -en la práctica- a los derechos soberanos sobre las Islas Malvinas y aguas jurisdiccionales.
* Desmantelamiento de proyectos estratégicos y de alta tecnología.
* Desmantelamiento de la industria nacional.
* Incremento de la desocupación lo que a su vez provocó el deterioro laboral y el deterioro de los salarios.
* Privatización (a precio de remate) de todas las empresas y servicios del Estado.
* Establecimiento de tarifas para los servicios privatizados que garantizaran la rápida recuperación del capital invertido y una alta rentabilidad.
* Desnacionalización de los principales sectores productivos.
* Renuncia a la capacidad de autodefensa.
* Apertura del mercado para la libre importación de bienes y servicios.
* Establecimiento en el país de subsidiarias de trasnacionales.
* Puertas abiertas de par en par para la repatriación de ganancias, vaciamiento de capitales, lavado de dinero proveniente del narcotráfico y otras actividades ilícitas.
* Desnacionalización del sistema bancario.
* Pago de exorbitantes intereses a los capitales especulativos para el mantenimiento de la paridad (artificial) de 1 a 1 del peso con el dólar (Ley de Convertibilidad).
* Sobrevaluación de la moneda nacional para fomentar las importaciones y desalentar las exportaciones.
* Sometimiento absoluto a las políticas, programas y planes del FMI. * Renuncia a cualquier proyecto soberano de nación, en beneficio del pueblo y, muy especialmente, de los sectores más desprotegidos.
* Reformulación del papel del Estado en dos tiempos: primero para limitarlo a la promoción y tutela de los intereses del capital trasnacional, a cambio de sobornos, "comisiones" y otras formas de feroz corrupción. Las migajas que pudieron rapiñar los altos funcionarios y la lumpemburguesía local. Después, para imponer sucesivos "ajustes" que garantizasen a los acreedores el cobro de la deuda.
* Alineación incondicional con la política belicista de los Estados Unidos (ataque contra Irak, en 1991, por ejemplo) y sus "intervenciones humanitarias", pese a que éstas fueron condenadas en la Cumbre del Sur (G-77 y China) por violar la Carta estatutaria de las Naciones Unidas.
Estos fueron algunos de los componentes del "nuevo orden económico mundial" surgido después del colapso del socialismo real que Argentina -guiada por un oscuro político de una de las provincias más pobres deseoso de mostrarse ante propios y extraños como el más cosmopolita, el más "avant gard", el más globalizado- tuvo el "privilegio" de ser una de las primeras en adoptar y presentar en sociedad en medio del aplauso de Washington y de toda la comunidad financiera internacional.
Como si un mundo y un país de ricos y pobres -un grupo cada vez más rico y una creciente masa de pobres cada vez más pobres- sin lugar para matices y opciones intermedias, ni a escala internacional (quien se acuerda del Movimiento de los No Alineados) ni nacional (¿qué quedó de la extendida clase media argentina?) ofreciese alguna garantía de estabilidad y sustentabilidad a mediano y largo plazo.
Como si ese "nuevo orden", unipolar, no fuese la negación de todas las genuinas ilusiones y de todas las estupideces que se dijeron y escribieron durante y después de la caída del Muro de Berlín.
James Petras, entre otros, se ha encargado de poner las cosas en su lugar: "El concepto de un mundo bipolar o tripolar, con una economía mundial más diversificada y basada en el emergente milagro económico asiático, no es más que una ilusión".
Como si las operaciones encubiertas y las intervenciones militares en América Latina y el Caribe, África, Oriente Medio, Asia Central, para acabar con los "infieles" de la nueva teología y crear las condiciones para la expansión a escala global del comercio "libre" y la "economía de mercado" (el poder de las trasnacionales estadounidenses) tuviesen asegurada una absoluta impunidad.
Hasta el 11 de septiembre del 2001 casi todos los estadounidenses pensaban que sí. Después, también. A veces las derrotas son tan desastrosas que impiden extraer alguna lección provechosa de ellas.
Sus responsables, los mismos que promovieron a Menem como un estadista modelo para los países periféricos, ahora, por boca del "Wall Street Journal", recomiendan tratar a Argentina "como un país bananero".
En realidad, Washington y su Departamento del Tesoro para países dependientes, el FMI, no necesitan de ninguna recomendación para desentenderse del desastre en el sur y sus más de 30 millones de víctimas. Están demasiado ocupados en seleccionar, bombardear, torturar y asesinar a supuestos culpables de su propio desastre.
Un buen ejemplo de "autoprofecía cumplida". Hicieron todo lo posible para que en los últimos 12 meses el número de pobres en Argentina aumentase en 3 millones, el desempleo llegase al 20 por ciento y la miseria a más de un tercio de la población.
Para terminar de colocar a un país que alguna vez fue el más desarrollado de América Latina en la categoría de "república bananera", establecieron una asociación ilícita -terrorista- entre su política global y la "invisible" mano del mercado.
Y ahora, en el colmo del cinismo y la mala fe, lo acusan de no haber realizado los cortes presupuestarios suficientes; de no haber actuado con más "disciplina" fiscal; de no haber reducido aun más salarios y pensiones.
Como si Osama Bin Laden (suponiendo que haya tenido algo que ver con el atentado) responsabilizase al gobierno norteamericano por no haber debilitado más sus servicios de inteligencia; no haber actuado con menos rigor en materia migratoria; no haber estimulado la libertad de acción de cuanto terrorista anduviese suelto por el mundo.
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