Claudio DanielLa escritura como tatuaje |
|
|||
Arte de descomponer un orden y componer un desorden Severo Sarduy
La escritura como tatuaje: inscribir sentencias en la página, adornos rituales de ceremonia mágica. Sentir la carnadura de las palabras, en gozo bacante; ceder a sus juegos, permutaciones de colores y líneas como la piel del tigre o la locura de un dios. Espacio entre sonido y luz, sentido y misterio, el barroco hace de la arquitectura verbal una forma de delirio visionario. No por acaso se ha hablado de poética del éxtasis y utopía de lo estético. Conforme J. Rousset, ese arte inquieto se alimenta de “un germen de hostilidad contra la obra acabada, enemigo de cualquier forma estable; ella está impelida por su propio demonio a ser superado siempre y a deshacer su forma en el exacto momento en que la inventa, para alzarse en dirección a otra forma”. La saturación de signos, en la prosodia barroca, opera la ruptura con los propios límites de lo comprensible; ese tumulto intencional, dentro de la función poética, produce verdaderos laberintos verbales, jardines de espejos deformados. Tiempo, espacio y movimiento son anulados, disueltos, y la noción del yo piérdese en el mar de las palabras, en una especie de desprendimiento, aniquilación o inmersión en el infinito. El deseo de lo excesivo, de lo ilimitado, pecado luciferino, motivó la inquisición de la crítica contra este “artesanato furioso” (Marino), condenado a la exclusión y al exilio. Solamente en el siglo XX, gracias a los esfuerzos de poetas como García Lorca, el barroco recuperó su sitial de honor, después de siglos de silenciamiento o maledicencia. La cólera de la crítica contra este arte de ruidos y rutilancias tuvo un fuerte motivo: fue el primer ensayo de un lenguaje poético absoluto retomado luego en el simbolismo. Todos los trazos del barroco presentados hasta aquí lo apartan nítidamente de la tradición clásica y de su avatar, el realismo, todavía presente en la novela y en el cine. Tarea más ardua es comprender su relación con la modernidad. La poesía, en el siglo XX, aproximóse a los procesos fabriles, eligiendo lo “moderno” como paradigma, en oposición a lo “bello”. Buscó la síntesis, la palabra exacta, incorporando la visión mecanicista del mundo proyectada por Smith y Marx contra el lirismo y la metafísica. La afirmación de la poesía como arte industrial está presente en Maiakovski, Apollinaire, Oswald de Andrade, Augusto de Campos. En el Admirable Mundo Nuevo de la máquina y de la técnica, por lo tanto, problemas como la Guerra, el Hambre, la Enfermedad y la Muerte continúan infligiendo dolor; la reacción inevitable sería cuestionar la idea de progreso, en su esencia ideológica y en sus representaciones. El neobarroco, con certeza, es una respuesta a la modernidad.
El término surgió por primera vez en un artículo de Severo Sarduy, publicado en 1972, casi medio siglo después de la célebre conferencia de Lorca, punto de partida para la revalorización de Góngora1. El neobarroco no es una escuela, no posee principios normativos como el verso libre o las palabras en libertad. Para Eduardo Glissant, es “una manera de vivir la unidad-diversidad del mundo”; Néstor Perlongher lo define como “un estado de espíritu colectivo que marca el clima, caracteriza una época”. El neobarroco no es una vanguardia; no se preocupa en ser novedad. Se apropia de fórmulas anteriores, remodelándolas, como arcilla, para componer su discurso; da un nuevo sentido a estructuras consolidadas, como el soneto, el relato, la novela, perturbándolos. El punto de contacto entre el neobarroco y la vanguardia está en la busca de vastos océanos de lenguaje puro, polifonía de vocablos. En lugar de la mímesis aristotélica, del registro preciso, fotográfico del paisaje exterior, éste es recreado y tallado como objeto de lenguaje, en una reinvención de la naturaleza mediante el mirar. Así, en el poema “Estación de la Fábula”, Eduardo Milán nos dice: “ahí se ahogan las palabras / blancas / rojas / en blanco: como morada / agua / tintas moviendo / (peces) / focos: / frente y lámpara / luz de- / moviéndo-se peces / (tintas)”. Esta fraccionada fanopeia, que evidencia el carácter construido del paisaje-escritura, está presente también en piezas de lírica imprevista y ácida delicadeza, como “Agua de bordes lúbricos”, de Coral Bracho: “Agua de medusas, / agua láctea, sinuosa, / agua de bordes lúbricos; espesura vidriante — Delicuescencia / entre contornos deleitosos. Agua — agua suntuosa / de involución, de languidez”. En esta rebelión de vocablos, o conjuración susurrada, la sintaxis no es abolida, sino más bien refundada en los parámetros de una lógica particular y secreta, que ordena sonido y sentido; ella cumple una función estructural en la organización del poema, siguiendo las veleidades de una gramática onírica. José Kozer, por ejemplo, desarticula el discurso linear con el uso de la elipsis, de los paréntesis, oblicuidades, anáforas, dando como resultado singulares objetos textuales. Su pesquisa verbal, minuciosa, sorprende por la sumatoria de términos de la antigua literatura castellana, del repertorio místico, de afluentes coloquiales y regionales, ampliando el idioma español en una lengua mezclada, mestiza. El juego de rayuela con las palabras, racional y lúdico, sensual y conceptual, que caracteriza esta extraña cofradía, va en sentido contrario a la escritura automática del surrealismo, y también a la estética clean de los comerciales de TV. Entramos aquí en el territorio de la exageración, desmedida, desmesura: un arte refinado, como la esgrima, la heráldica o la halconería, en una época regida por la dictadura banalizante del mercado y de la media.
FORMA TRANSHISTÓRICA
Una cuestión que ocupa aún a ciertos críticos es la pertinencia (o no) de si hablar de barroco, o neobarroco, más allá de los cánones del Siglo de Oro, con su métrica y su mitología. Para tales voces, el barroco es la estética de una época específica —el siglo XVII, era de la Contra-Reforma, del absolutismo y de la navegación, irrepetible y confinada a su momento histórico. Este tema ya fue discutido por autores como Ernst Curtius, para quien el barroco es cíclico, resurgiendo en períodos de saturación de clasicismo. Néstor Perlongher, por esta misma línea de investigación, entiende al barroco como forma transhistórica, que reaparecería en momentos caóticos, convulsivos. En una época en que “todo es grito, todo desorden, todo confusión” (Vieira), el terreno estaría fértil para este arte del caos, de la crisis, de la conturbación. No es extraño, así, que haya renacido en América Latina, continente perturbado por el juego de claroscuro entre lo arcaico y lo moderno, la desnutrición y la informática. Incorpora este conflicto en sus procesos textuales, asume el carácter inquieto del contexto social, vía lenguaje, haciendo del tejido estético un icono de la locura que vivimos. En esta operación, recupera el habla del Otro, del excluido, del marginal. José Kozer incorpora elementos chinos y japoneses, referencias a la Cábala y a los místicos medievales; Néstor Perlongher se volcó al chamanismo y a la sapiencia visionaria; Severo Sarduy enfocó a los travestis y el submundo. El héroe es el Otro, aquel que es bello porque es diferente de mí. Al vaciar el yo lírico, narciso en flor, amplía el sujeto en una figuración trascendente de vacío, totalidad y éxtasis, haciendo de la poesía una experiencia casi mística (recordando el adagio de Lezama Lima, para quien la poesía era una forma de “conocimiento absoluto”, capaz de substituir a la religión).
Renunciando a la idea de línea evolutiva de la vanguardia y también a la concepción de progreso histórico de la izquierda marxista, los poetas neobarrocos asumen la incesante metamorfosis, río de Heráclito, mariposa de Chuang Tzu, jardín de camaleones. Roberto Echavarren, en el poema “El Napoleón de Ingres”, por ejemplo, hace un collage de signos de diferentes culturas, épocas y lugares para describir un retrato del emperador francés: “El color de la seda, su textura / son casi metálicos: un zepelín por el cielo / azul de Prusia, un dragón chino / volando en su trueno de metales”. Así también José Kozer, en el poema “Autorretrato”: “soy el verdadero yo: un yo / Cibola, yo Hespérides, soy argivo soy argivo (gritó). / (...) un ibis amarillo / sobre fondo negro tres ideogramas”. Este montaje de recortes, que contraría las distinciones entre los territorios de espaciotiempo, recuerda, sin duda, los contrapuntos antitéticos del movimiento tropicalista, de Caetano Veloso y Gilberto Gil (en canciones como “Tropicália“ y “Geléia Geral”), y apunta hacia nuevas posibilidades de concepción del mundo, más allá de los parámetros cartesianos tradicionales y del concepto de historia como un proceso lógico y linear, sujeto a las leyes de cualquier determinismo, social-darwiniano o dialéctico.
La historia, si ampliada en una dimensión universal, totalizante y epifánica, también es concentrada, en movimiento paralelo, en su unidad mínima, el cuerpo humano. Severo Sarduy, cultor de la lírica de lo bizarro, investigó las relaciones entre el cuerpo biológico y lo textual, definiendo al poeta como un tatuador, y a la literatura, como arte del tatuaje, signos unificados en la piel del papel. Siguiendo esta misma línea, pero profundizando el biés sádico de la metáfora erótica, Lamborghini irá a reivindicar el tajo, el corte de cuchilla: la escritura como incisión, mutilación (lo que nos recuerda, sin duda, a Buñuel, en la conocida secuencia del ojo en El perro andaluz, y también a Lautréamont): así, en El niño proletario, el poeta hace un racconto cruel de amor homoerótico, donde el momento del goce coincide con la perforación de la pierna del amante por un cuchillo, hasta exponer sus huesos. La junción del tema amoroso con lo grotesco, lo escatológico, lejos de remitir al épater le bourgeois, revela otro estrato de lectura o percepción de la escritura y del mundo, que cuestiona todas las polarizaciones, todos los conceptos preconcebidos. La androginia, o superación de la dicotomía masculino-femenino, es otra obsesión constante en varios de estos autores, que tienen como única certeza la indeterminación, el transformarse, el travestirse: nada es lo que aparenta, en el infinito suceder de mutaciones del universo.
CONCLUSIÓN
La presente antología2 no desea mapear o definir un canon, ni hacer historia literaria o arqueología del presente: su meta es presentar una pequeña muestra de este fascinante campo de experimentación poética (tal vez el más rico, hoy, en el continente americano), en una línea que va desde los fundadores, como Lezama Lima, hasta los nombres más expresivos de la nueva generación. Como bien observó Roberto Echavarren, una muestra es exclusiva, pero no sueña con exclusividad o permanencia. En nuestro trabajo de organización y traducción (hecha, la mayoría de las veces, en colaboración con los propios autores, vía Internet), quisimos revelar un recorte personal de este universo insólito de poetas y poemas, cuyo intercambio con la literatura brasileña viene desenvolviéndose hace poco más de diez años.
São Paulo, Otoño, Año del Dragón de Metal
NOTAS
1. El término apareció por primera vez, en el ámbito de la lengua española, en la conferencia de Sarduy, aunque previamente, en 1955, Haroldo de Campos utilizó la misma palabra (y concepto) en el artículo “La obra de arte abierta”.
2. Este artículo fue escrito originalmente como prefacio a una antología del neobarroco latinoamericano, Jardim de Camaleões, editorial Iluminuras, São Paulo, 2004.
(Traducción de Reynaldo Jiménez)
Claudio Daniel (São Paulo, 1962). Es poeta, traductor y periodista. Publicó en poesía Sutra (1992), Yumê (1999) y A sombra do leopardo (2001). Es traductor de José Kozer, Eduardo Milán, León Félix Batista, Víctor Sosa, entre otros. A fines del 2004, publicó Jardim de Camaleões, A Poesia Neobarroca na América Latina. En breve se publicará su antología poética, Figuras Metálicas (incluyendo poemas del inédito Pequenas Aniquilações) .Actualmente dirige la revista electrónica de poesía y debate Zunái. |