Rafael CippoliniAlejandro M. MéndezHerodías o del sacrificio |
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PARTE UNO:
EL COMIENZO: SOBRE LAS DOS PRIMERAS PRUEBAS DE AMOR
CAPÍTULO UNO: LAS PRUEBAS DE AGUA
Cáncer: o los designios de VittelioCyrnus: o las sombras bajo Piscis Escorpio: Herodías o del sacrificio
Nadie me trajo hasta aquí. Simplemente caminé lo necesario para llegar, frente al Mar Muerto.
Extrema saturación de sal, agua densa y pesada. Este lago enorme, como un mar. Me dijeron que es un lugar ideal para pensar. Las ideas se reflejan en el espejo su- cio del lago. Y no vuelven nunca, nunca. Es un movimiento irradiante y brusco, en que cada pensamiento abandona velozmente al sujeto.
Observo detenidamente el lugar y el sol ocupa toda mi mente. Olvido que estoy respirando, olvido que estoy a orillas del Mar Muerto. La calidad del agua es tan diferente a lo que uno espera. Por momentos tengo la im- presión que se solidifica, oblitera la visión. No hay viento. El agua está tan calma. Es una superficie lisa y oscura. densa.
Hoy llegan los romanos: Vittelio, Aulus y, su comitiva. Imagino el despliegue suntuo- so de sus carruajes y vestimentas. La gallardía de sus soldados. Sus perfiles: viriles e insulares. Va a ser divertido. Hero- des adora los festejos y, esta será una buena ocasión para hacerlo.
Vengo a descansar de la diversidad, del brillo de la ampulosidad.
En el Mar Muerto no hay cromía posible, es una escenografía infinita y vacía. Pasado un tiempo todo es igual. Es una sola línea recta. No hay cielo, ni agua, ni tierra.
Es la ilusión de Dios.
Phanuel me habló de mi destino. Mencionó la presencia de alguien inolvidable a quien amaría desesperadamente. No se si estoy muy contento por saber esto. Es una car- ga enorme. Tengo que estar a la altura de lo vaticinado. (¿de qué me sirve saber que pasará con mi vida, si no puedo despegarme de este si- tio desértico?)
Estoy fascinado por la inacción, por la ceguera que me proporciona el sol. Por el agua que no puedo tomar, y por el aire que apenas puedo respirar.
No pasa absolutamente nada.
No hay destino posible para mi. (Phanuel pertenece a la historia).
Y la historia es algo que me será negado. Ningún dato ilusorio o real, tendrá lugar en mi vida. Mi existencia es un hueco donde no cabe Dios (apenas mi respiración). Ajeno a los días, al tiempo, vivo calcinado por este sol.
Ahora las cosas empiezan a diferenciarse. Puedo reconocer las piedras, los pobres hierbajos que crecen en sus intersticios. (el cielo plomizo y gaseoso, el agua del mis- mo color, pero más densa).
En la diferencia me reconozco.
Con mi mano levanto arena y formo un pequeño montículo. Mi ambición sería levantar una montaña de arena que bloquee mi visión. Una montaña de arena inaccesible al tacto, tan falsamente dorada como el oro. (este pequeño montículo es mi gran montaña a escala humana). Es perfecto porque tiene la forma que le dio mi mano.
Mientras pienso todo esto, no me detengo en la tarea de acarrear arena para mi mon- tículo. (Su tamaño me obliga a cambiar de posición. Ahora estoy boca abajo mirándo- lo, antes lo tenía al costado mío). Toda mi atención está dirigida a esta obra de ingeniería inútil.
Traigo agua y pretendo darle consistencia de piedra a la arena. Este montículo será una pirámide tan alta como pueda. (Estoy delante de mi obra). A- cuso recibo de su independencia cuando descubro que la pirámide no está sola, ya que además tiene su sombra.
Ni pensar en destruirla. Sólo se que no quiero estar más aquí. Me incorporo y emprendo la marcha hacia la ciudad. (La caminata me despejará, y otra vez podré ser yo).
Me gustan las caminatas largas y despreocupadas. Ir dejando atrás lugares y personas en un trayecto recto, sólo en apariencias. (caminar me oxigena, me pone de buen hu- mor).
Sí, me contestó Phanuel, el esenio: los peces también están en el cielo. Como cualquier pez, su regente es neptuno. Y no es sólo un pez, son dos, unidos por un lazo, que en árabe se denomina AL RISHA, que significa "la cuerda", y por el cual Antipas, bajo consejo de Cyrnus, mandó llamar a su criadero U-OR, que en egipcio significa: el que llega.
Así como en lo cielos, así en la tierra.
De alguna forma, las pasiones deben quedar inscriptas:
Sólo seré cuando mi pasión quede inscripta, cuando pueda actuar esa pasión, decirla, descifrarla como el secreto lenguaje de los peces tendidos en la playa.
(Como nadie conocía el secreto de los peces, pues yo debía darme una explicación. Casi siempre, los mejores oráculos somos nosotros mismos; es como si nunca es- cucháramos lo suficiente).
Entré entonces a la sinagoga (mi amigo les había hecho creer a todos que yo también era judío) y escuché sorprendido las palabras del predicador:
"Con cuerdas humanas los traje a mí, con vínculos de amor"
Pues bien, ya estaba en marcha. Los peces dispersos serían unidos por una cuerda que ya no los separaría. Haría un nudo tan fuerte que nadie podría deshacerlo.
¿Qué es eso? le pregunté a Abdul, el cocinero de Yasmin. No lo sé, sinceramente. (Esos pescados sólo los toca Cyrnus, el cocinero griego. Guarda muy celosamente sus secretos). Antipas teme que lo envenenen, por lo que no permite a nadie ver su criadero de peces. Si alguien envenenara a sus peces, sería el Tetrarca la primera víctima.
Yo sólo los preparo. Cyrnus los cría. (Creí desfallecer). ¿puedes decirme dónde encontrar ese criadero secreto? Sabes muy bien que llegué a estas cocinas atraído por los peces que en ella se en- contraban ; por favor, debo llegar a ese criadero. (Abdul, como siempre, se mostró generoso). Me dijo que hablara con Tricles, uno de los guardias que controlaba el acceso al re- cinto, que tratara de convencerlo, que si bien era duro, no era imposible. Ustedes saben: conozco las artes para que nadie se me resista.
Al fin tenía la certeza de haber encontrado las claves de mi idioma.
La extrema juventud unida a la más absoluta vacuidad. Así es Salomé, la hija de Herodías. Sus días son brillantes, no sabe de la muerte ni del dolor. Ninguna preocupación la desvela: como cualquier niña adinerada y criada lejos de sus padres. Tiberíades es su hogar y allí transcurre su vida. Su madre la visita en pocas ocasio- nes y cuando lo hace se encierra en la gran biblioteca del palacio con su séquito de astrólogos y sabios. Salomé no siente curiosidad por las actividades de su madre, sólo se siente atraída por el vestuario extravagante de los acompañantes de Herodías. Adora las telas y sus texturas. Los brillos y los colores. Gasta fortunas en vestimenta que jamás usará. Habiendo crecido en el lujo y el desamparo, Salomé es como una planta solitaria y altiva. Su belleza insultante termina por alejarla del resto de los mortales.
Tenía once años (seré paciente al narrar este episodio). Cuando tenía once años no era paciente (in angelo reticentia) y por lo tanto todo me parecía mucho más vertiginoso. Pero ahora lo contaré más lentamente (antes hacer y entender eran una sola cosa; hoy, y cada vez más, entiendo las cosas mucho después de hacerlas).
Trato de ser paciente así como los astros son pacientes al tramar nuestros destinos. Seguía los pasos en la arena sin saber de quién eran. Pasos que terminaban en el borde de un abismo (y no retrocedían). No había más por delante que un inmenso precipicio. Ese "ninguna parte" ya entonces, no me parecía natural. ¿de quién eran las pisadas?
¿adónde iba aquel hombre -los pies eran grandes y la pisada firme y profunda, los pasos aéreos y largos- como continuar la geografía iridiscente de sus rastros, el arcano de su anatomía que se deshacía en el vacío?
(¿dónde terminaba?)
¿volaba? ¿pero acaso no sólo los ángeles vuelan? Los ángeles no pisan, traté inútilmente de convencerme.
Ese hombre se me apareció en sueños, en la fisonomía monstruosa de un vampiro.
(Sí, tenía los colmillos afilados). Como en ese relato del rapsoda griego.
No tardé mucho en verlo, menos aún en fijarme en él. Al principio fue como una man- cha lejana, algo que avanza. Y yo no sabía nada, todavía.
Después sólo se veían siluetas.
A media mañana pude verlo de cerca. (Pero, entiéndase: yo lo había visto - había reparado en su voluminosa figura- cuando nadie de los que estaban a mi lado lo habían visto).
Y fue como un sueño.
Gozaba de felicidad (sabía que era él). Un pez un poco desproporcionado, pero un pez al fin. Me escondí (para llorar de felicidad) en las cocinas de Antipas.
Cyrnus nunca me hacía caso (podía entrar y salir de allí cuantas veces se me diera la gana).
Y aunque no lo crean (y yo tampoco entonces podía creerlo) su glotonería lo hizo en- trar en las cocinas. (Seguramente sabía algo de los manjares que el Tetrarca se hacía preparar). Estaba yo escondido debajo de una de las mesas (desde allí veía su pequeño sexo).
Todo está dispuesto para el cumpleaños de Herodes. La comitiva de Vittelio ha tomado posesión de las habitaciones que les destinó el Tetrarca; mostrándose sumamente complacidos con la elección.
(Desde hace un mes la ciudad de Machero se ha visto invadida por mercaderes de las más remotas regiones, que hacen su aporte para celebrar el cumpleaños de An- tipas).
En las cocinas circula una legión de cocineros y ayudantes, todos ellos supervisados por Cyrnus, quine pone un especial cuidado en la preparación de la copiosa comida que se servirá a la noche.
La única persona que parece ajena a todo este entusiasmo es Herodías. Recluida en su recámara, naufraga en el tedio.
Sus ojos se pierden en el espejo que sostiene firmemente con su mano derecha. Sabe que algo deslumbrante la sacará de esa desidia. ¿cómo transportar su secreto?
Un secreto la consume.
Ella mejor que nadie preparará el tejido, instalará la intriga. Cuando comience todo, Hero- días será un hálito azul. Desde su habitación se distingue el Mar Muerto y el monte Nebo. (Pero Herodías ve más: ve su muerte, como tantas otras veces).
Noches enteras intentando leer las estrellas no bastan a Herodías para poder compren- der la sintaxis celeste. Se confunden en su laberíntica mente el ojo derecho del toro marcado por una estrella brillante, llamada Aldebarán, con Bootes el gran pastor que sostiene una vara y una hoz y que camina delante de su rebaño.
Herodías nunca llega a desentrañar los misterios del zodíaco, porque no puede apartarse de las historias que le sugieren las constelaciones. Cada una de ellas desarrolla el drama humano en fabulosas historias épicas o trágicas.
La esposa de Herodes llora con Coma, el infante, o también como se lo solía denominar: el deseado, pero se transforma en el centauro cuando éste traspasa hasta la muerte a Lupus. Su ambición desmedida queda saciada al contemplar la Corona Borealis, a la que una serpiente se empeña en tomar: y esa serpiente es su propia sombra.
Anhela el poder de Ophichus, el encantador de serpientes, mordido en un tobillo por el escorpión, y tratando de aplastarlo con su otro pie, mientras retuerce a Serpens. Todas las estrellas, que la imaginación une en fantásticos dibujos, despiertan en Hero- días su pasión por las historias. Y esto no es más que otra forma de la desgracia. (En la vida real, esta mujer sueña con arrastrar algo de la grandiosidad de la bóveda ce- leste a sus actos. Se sabe poderosa, y recubierta por ese mismo poder impune para obrar. Herodías es una infatigable lectora, pero la velocidad que le imprime a la tarea le impide detenerse a comprender). Ella sólo sabe de su vértigo. Ningún aprendizaje posible.
Otros habrán de comprender por ella: un selecto grupo de sabios, astrólogos y sacer- dotes la acompañan en su aventura. Noche a noche les exige mayores precisiones; conclusiones certeras. Trata de memo- rizar todo lo que le dicen, pero es inútil.
(Una larga mesa de madera, iluminada pobremente por cuatro velas, reúne cada noche a este séquito heterogéneo y multicolor).
Herodías preside las reuniones con un gesto hierático. Hablar poco y sólo lo necesario. Pero la palabra final siempre es suya. Cuando las reuniones adquieren importancia, se trasladan a Tiberíades, ciudad a la que siente como propio: HERODIADES. (Herodes jamás prestó atención a estas ausencias de su esposa y, aunque se le pregun- te acerca de sus actividades, sabe que no puede impedirle que obre según su voluntad).
El Bautista, que yace en las celdas subterráneas del palacio, es ajeno a todo este conci- liábulo zodiacal. La magra comida y la estrecha y asfixiante celda, lo predisponen a usar la más fabulosa vía de escape: la imaginación.
Sueña con el Jordán y millones de cabezas listas para el bautismo (sueña con el desier- to inextinguible).
Juan vive concentrado en sí mismo, como la perla en su ostra, trabaja para él, como su propio deseo. Constituirse en una joya, cerrarse.
En cambio, el trabajo de Herodías está afuera, no está en ella. Todo es acción destinada a modificar lo que no está en su territorio. Su trabajo está en el destino, en la historia. Herodías juega con el imposible de luchar contra el oráculo.
¿Herodías lucha contra la muerte?
Los historiadores no conocen el consenso. Sin embargo creemos que Josefo tuvo razones que hoy se nos vuelven oscuras para señalar a Tiberíades como sitio del sacrificio.
Quizá se deba al impacto de una escenografía: lujuriosa danza entre las estatuas. No es raro suponer que tanto Saduceos como Fariseos se hubieran negado a asistir al banquete de Antipas en un sitio semejante: de ser posible, optarían por la muerte.
Y por cierto Herodías tenía asuntos más importantes en los cuales desesperarse: problemas políticos de índole secreta: signar el sacrificio. De todas formas, Herodías escondió durante meses interminables a sus consultores zodiacales en salas secretas de su palacio.
La fiesta podría haberse celebrado en Tiberíades sin que ninguno de los comensales sospechara nada.
Lo que se conoció luego como el grupo Herodiano correspondía a sus conjuntos étni- cos:
1. los babilónicos 2. los romanos 3. los egipcios 4. los caldeos 5. los persas 6. los griegos
La heterogeneidad de los grupos era segura. Cada uno de ellos defendía su propio se- creto zodiacal. (Herodías arbitraba, comparaba, exigía, impartía castigos).
Durante un tiempo las reuniones fueron diarias. Las paredes de la cámara principal -situada justo debajo del patio de ceremonias- ilustra- ban en miles de imágenes la posición de los astros, las posibilidades y las estrategias.
Los primeros cálculos que Herodías exigió condenaron al profeta vociferante. Sabía ya, con meses de anticipación, que Vittelio y su hijo arribarían a Macheronte.
Y que el joven Aulus tenía en sus manos el resultado de todo su desvelo.
Rafael Cippolini (Buenos Aires, 1966). Es docente, ensayista y polígrafo. Formó parte del colectivo interdisciplinario: Academia Medrano. Publica frecuentemente en medios especializados y es editor de la revista de arte Ramona. Publicó: Manifiestos argentinos. Políticas de lo visual 1900-2000. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2003. Tiene inédita una novela escrita junto a Alejandro M. Méndez: Herodías o del sacrificio, la estructura de la misma se divide en una introducción, compuesta por 40 carnets y dos partes (Un comienzo: Sobre las dos primeras pruebas de amor / Un final: Sobre las fiestas y sus consecuencias). Cada una de estas partes tiene dos capítulos. |