Roberto Echavarren

Barroco y neobarroco:

los nuevos poetas



 

POÉTICAS

 

      A partir del modernismo hispanoamericano del novecientos y del modernismo brasilero de los años 20, cierta vanguardia (desde Vicente Huidobro a Oliverio Girondo a Octavio Paz) rompió en ocasiones con la ilación de la frase y también, como Joyce, con la integridad del significante, explosión y reflexión de fonemas. El ejemplo límite de esta tendencia es el grupo Noigandres, los “concretistas” de São Paulo: Haroldo, Augusto de Campos, y Décio Pignatari, que en los años 50 se reclamaron de Mallarmé y su Golpe de dados.

      Pero el Golpe… despliega una sentencia única en múltiples incisos. Mallarmé se autodefinía como un artífice de frases, más que de meras sucesiones o conglomerados: “Je suis un syntaxier”. La práctica concretista, al contrario, suprimió en ciertos casos la sintaxis. Se dedicó a declinar permutaciones significantes en orden geométrico sobre la página. Comparte, sí, con Mallarmé la semiotización de los blancos y el interés en la “casi desaparición vibratoria” de la palabra, reverberación del sonido, desglose de sentidos. Noigandres jugó a producir efectos semánticos a partir de los deslizamientos (o las modificaciones) del significante, al mismo tiempo que Roman Jakobson, desde la lingüística, definía la función poética como el recaer (el resonar) del eje vertical de la selección de palabras de acuerdo a lo que significan, sobre el eje horizontal de la combinación o sucesión de las frases. Dicho de otro modo: lo que se dice, lo que se escribe, depende de un criterio de relación “motivada” (o armónica o disonante) entre el espacio semántico y el fónico del habla.

      Lo que Jakobson llama “función poética” actúa en cualquier mensaje, incluido el slogan político (I like Ike). Los concretistas lo supieron muy bien. No desdeñan los referentes de la economía de mercado o de la vida política. Pero los yuxtaponen, con efecto irónico, a series románticas diversas y contiguas en la coyuntura de un cuerpo histórico singular.

      Frente a la devoración “caníbal” del legado translingüístico por parte de la línea Huidobro-Girondo-Paz-Noigandres, se desarrolló otra corriente ejemplificada por el Canto general de Pablo Neruda, una poesía, más que del significante, del discurso de ideas que define un compromiso combatiente. Esta poesía conoce nuevos hitos y diversos modos en los 50 y 60. Es instrumento de agitación antiyanqui y procubana, aliada a ratos con la música (canciones de protesta). La poesía militante, por prosaísta y coloquial, es comparable a la antipoesía de Nicanor Parra. Pero, a diferencia del fingido delirio de grandeza, en Parra, y de su eficacia cómica, aquélla suele limitarse a una denuncia controlada y didáctica. Está concernida por ciertos tipos de conflicto político: nacionalismo versus imperialismo, la clase campesina o los trabajadores contra los oligarcas. Esta tendencia culmina en los 60 con algunos poetas centroamericanos como Roque Dalton, eficaz a ratos en el manejo de una ironía y distanciamiento brechtianos, y con Ernesto Cardenal. La poesía de Cardenal está hecha de retazos de conversación, recortes de periódicos, y el olor a combustible en los aeropuertos de la patria. Nicaragua es introducida a un marco sublime de distancias desde un avión en vuelo. Esta manera de ver, no original pero sí “primitiva”, de ventanilla de avión, eco imprevisto del Viaje en paracaídas, de Huidobro, es de un realismo nocturno que incluye focos alternados de galaxias, la cabeza encendida de un cigarrillo, las luces de los pueblos en manos de la dictadura o la guerrilla, constelaciones de colores milagrosos, calibre equivalente y escalas diversas. Es sublime por su apertura a una teología cada vez más negativa, pre y post-humanista, aunque no sabe de otra cosa que, ni se separa de, las anécdotas biográficas, las localidades, la sangre y las malas palabras.

      Pero cierta poesía de hoy recupera el humor fetichista, la batalla entre el estilo y la moda, que abordaron los poetas del modernismo, traductores de la poesía decimonónica escrita en francés (del uruguayo Jules Laforgue entre otros). La nueva poesía, además, a través de José Lezama Lima, se asoma a la poesía barroca escrita en español. No apuesta, como era el caso de las vanguardias, a un método único o coherente de experimentación. Ni se reduce a los referentes macropolíticos de la toma del poder o del combate contra la agresión imperialista. Es impura: ora coloquial, ora opaca, ora metapoética. Trabaja tanto la sintaxis como el sustrato fónico, las nociones como los localismos. Y pasa del humor al gozo.

      La poesía neobarroca es una reacción tanto contra la vanguardia como contra el coloquialismo más o menos comprometido. a) Comparte con la vanguardia una tendencia a la experimentación con el lenguaje, pero evita el didactismo ocasional de ésta, así como su preocupación estrecha con la imagen como icono, que la lleva a reemplazar la conexión gramatical con la anáfora y la enumeración caótica. Si la vanguardista es una poesía de la imagen y de la metáfora, la poesía neobarroca promueve la conexión gramatical a través de una sintaxis a veces complicada. El mismo Haroldo de Campos, después de la etapa del concretismo, ha escrito las Galaxias, ejercicio sintáctico de largo aliento. Los neobarrocos conciben su poesía como aventura del pensamiento más allá de los procedimientos circunscritos de la vanguardia. b) Aunque pueda resultar en ocasiones directa y anecdótica, la poesía neobarroca rechaza la noción, defendida expresa o implícitamente por los coloquialistas, de que hay una “vía media” de la comunicación poética. Los coloquialistas operan según un modelo preconcebido de lo que puede ser dicho, y cómo, para hacerse entender y para adoctrinar a cierto público. Los poetas neobarrocos, al contrario, pasan de un nivel de referencia a otro, sin limitarse a una estrategia específica, o a cierto vocabulario, o a una distancia irónica fija. Puede decirse que no tienen estilo, ya que más bien se deslizan de un estilo a otro sin volverse los prisioneros de una posición o procedimiento.

 

EL BARROCO

      El interés por reexaminar las obras calificadas como barrocas del siglo XVII a partir de fines del siglo XIX es un interés sintomático que merece ser investigado. Para los modernos, el barroco aporta un contrapunto al sentimiento informe y enervado de los post-románticos. El sentimiento difuso, la exasperación nerviosa, resultan demasiado privados para confrontar los horrores de la técnica: polución o genocidio. Nuestro siglo es el punto de superación y desmantelamiento de los ideales contrapuestos del diecinueve: subjetivismo ilusorio y utopismo autoritario.

      La información es una lucha, entre otras, de grupos y minorías, de sujetos divididos no sólo por la barrera de clase sino por estilos de conducta y aspecto. El régimen de verdad se hace fluido, tiende a una calificación no moralista de los hechos. Cualquier ideología es considerada como ficción. Si el origen del contrato social es mítico, renegociarlo es una lucha entre grupos de interés. La espontaneidad —la libertad— no es según Kant, objeto de conocimiento, ni empírico-científico ni metafísico-dogmático. El interés por, y la modalidad contemporánea del barroco, neo o post-moderno, es consistente con esta fase de la cultura que da un nuevo sesgo a la lucha de los particulares y su pretensión libidinal errática.

      La contrafigura del devenir, para el barroco, no es el ser, más ilusorio que el aparecer, ya que carece aún de apariencia.

      Por más que se hable de un barroco de la Contrarreforma, el barroco no es arte de propaganda. Aparecer, en el barroco, es la propaganda del aparecer, y es allí donde Gracián coloca la virtud. El arte barroco repudia las formas que sugieren lo inerte o lo permanente, colmo del engaño. Enfatiza el movimiento y el perpetuo juego de las diferencias, dinámica de fuerzas figurada en fenómenos. Es un arte de la abundancia del ánimo y de las emociones, que no son jamás, sin embargo, trasparentes. 

      La contrafigura del devenir para el barroco no es el ser, sino un límite, y el intento sublime por sobrepasarlo. Es un límite de intensidad o resistencia, más allá del cual el impacto agravia al sensorio, la atención se desconcentra, las impresiones se confunden. Si la fortuna de la metafísica se ve quebrantada por el descubrimiento de los escépticos griegos en el siglo XVI, la estética moderna está condicionada por el descubrimiento, a fines del mismo siglo, de un fragmento griego anónimo acerca de lo sublime. Kant lidia con ambos aspectos: la crítica del conocimiento y el juicio estético, o bello o sublime. El juicio estético marca diferencias según un imperativo absoluto de espontaneidad.

      El furor constructivo del barroco rompe el engaño de una hipóstasis “natural” de las palabras y las cosas. Constriñe hasta el dolor. La acumulación de materiales hace que se pierda el hilo, causa risa o vértigo al exhibir los procedimientos retóricos y las ambiguas resonancias de la lengua.

      Góngora no se limita a elidir la expresión ordinaria y sustituirla por una metáfora embellecedora. Su estilo no consiste sólo en recubrir lo feo o lo familiar. Cultiva lo grotesco y monstruoso cuando describe a Polifemo. Juan de Jáuregui, crítico y rival, con oído agudo para el idioma de la época, observa que Góngora en sus poemas de arte mayor es poco poético porque utiliza a veces palabras crudas y ordinarias, que no corresponden con las expectativas del género.

      Los paralelismos, el nombrar alternativas, para negar una y aceptar otra, o rechazar o aprobar ambas; el aludir a mitos grecolatinos y un orden de atributos de los dioses al considerar una piel, los rasgos de un personaje, o un proceso cósmico, las genealogías, de los personajes humanos o divinos, y también de los objetos, son recursos combinados, un equipo de lentes diversos o una colección de gemas. Llaman la atención sobre lo singular: ora calcan el tino de la luz “dudosa”, del juicio vacilante que la califica, y duda entre la importancia relativa de dos palabras: una pasa por adjetivo y la otra por nombre y viceversa, en alternativas yuxtapuestas. Ora invocan un proceso temporal que funde dos impresiones distantes, ora esmeran un concepto que rebasa las distinciones de la lógica, singular fisura del sentido o confusión del sonido, paradoja, oxímoron.

      Si Góngora llama a la nave “alado pino” (no siempre la llama así; a veces, directamente, nave), establece una genealogía, agrega al barco el pino sobre la montaña. El devenir alado del pino paraleliza la caída de las aguas, el río en que se transformó Acis aplastado por la peña, las lágrimas de Galatea y las del ojo único de Polifemo/montaña/coloso, que persigue a la diosa mar adentro. El pino, canuto capilar en la barba espesa (o torrente) del coloso resbala con el canto (prosopopeya) y las lágrimas: el transcurso desubstancializa cada término, pero el despliegue de los momentos del deseo y la catástrofe se endurece en el poema como un escudo.

      Algirdas Greimas y François Rastier llaman isotopía a “toda iteración” o repetición múltiple de un elemento de un discurso1. Según ellos, las isotopías son de tres niveles: fonológicas (asonancia, aliteración, rima), sintácticas (concordancia por redundancia de rasgos) o semánticas (equivalencia de definición, secuencia de funciones narrativas).

      Las isotopías fonológicas y las sintácticas han servido para distinguir, por su concentración o regularidad, a un poema de otros discursos. Pero las isotopías semánticas en la poesía han recibido menos atención. En general se asume que un poema sigue una línea de pensamiento, habla de algo (un referente). Pero es una hipótesis demostrable que un poema desarrolla, o puede desarrollar, varias isotopías semánticas paralelas, varias historias a un tiempo.

      Y a la vez que habla de otras cosas, puede hablar de sí mismo, del proceso de su gestación, de la práctica que lo engendra. Rastier establece tres isotopías semánticas en un soneto de Mallarmé: el soneto alude a la vez a un banquete y un brindis, a una navegación, y a la poesía, práctica que mancomuna a los concurrentes al banquete. Una atención reductiva captaría sólo uno o dos de estos temas. Góngora habló a la vez, en las Soledades, de remar y escribir, correr del agua y escribir, volar de los pájaros y escribir. El escribir es figurado por prácticas con las cuales resulta hasta cierto punto equivalente. Se imbrica en una versión incompleta de dinámica conjunta. No es espejo de la realidad, sino que la atraviesa, órbita eclíptica con respecto a otros fenómenos.

      Por último, la escritura barroca altera el sentido de un fin. No se trata de encontrar un remate cabal y necesario a una historia única. La escritura barroca obedece a la noción de proceso indefinido, si no infinito. Las Soledades terminan por agotamiento momentáneo de las líneas de fuerza que las recorren. El discurrir natural y el artificial, el conflicto de las pulsiones significantes, las curvas parabólicas del vuelo de las aves de presa que rematan la Soledad segunda no llevan a un fin sino al término de un periplo. Las Soledades se cierran cuando Proserpina desciende al Hades con Plutón. No es un final, sino el término provisorio de un despliegue.

      La poesía barroca y la neobarroca no comparten necesariamente los mismos procedimientos, aunque ciertos rasgos pueden ser considerados, por sus efectos, equivalentes. Lo que comparten es una tendencia al concepto singular, no general, la admisión de la duda y de una necesidad de ir más allá de las adecuaciones preconcebidas entre el lenguaje del poema y las expectativas supuestas del lector, el despliegue de las experiencias más allá de cualquier límite.

 

MAROSA DI GIORGIO  

 

Cuando yo era lechuza observaba todo con mi pupila caliente y fría;   

no se me perdió ningún ser, ninguna cosa. Floté delante del que

pasara por el campo, la doble capa abierta, las piernas blancas,        

entreabiertas: como una mujer.

 

      Desde afuera, desde la mirada del animal, que sorprende, sobrecoge, da ánimo al cuerpo, se capta el cuerpo que alguien deviene. Si uno fuera una, si fuera ese supuesto objeto, si fuera una mujer. No es una mujer que escribe: es una lechuza. No escribe desde la mujer, sino para devenir mujer del cuerpo “entreabierto” y flotante en el cielo, captado allí fuera, que sorprende en los ojos hipnóticos del pájaro de noche. Desde la gruta de Polifemo donde preside una “infame turba de nocturnas aves”, hasta la lechuza en la noche del Sueño, de sor Juana, vergonzosa por haber sido violada por una padre (mito de Nictimene en Las metamorfosis de Ovidio, de donde la extrae sor Juana) hasta la que deviene mujer, mujer violada por un lobo (en La falena, de Di Giorgio) no hay más que un paso, que se franquea a cada momento.     

      El cuerpo violado y expuesto en el cielo de un poema, esa vergüenza difamada, es una vergüenza hecha visible por sorpresa, desde el oscuro. Al volverse animal, el relator se libera de la culpa paralizadora que inflingen las instituciones. Al ver a través de los ojos inhumanos del animal contempla sin miedo una vergüenza inocente.

      El punto de emanación del sujeto, otro en la mirada de la lechuza, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres. En Di Giorgio, alguna experiencia equivale a otra, pero es contada desde un punto de vista inverso: soy la Virgen, veo la Virgen; soy la mariposa, veo la mariposa. Avatares de un cuerpo en escritura: brillo de las flores, cuyos pistilos queman como cien manos de un alma que viene de visita, membrana, película, cielorraso, cielo, se puede rasgar, se rasga, es sustituido por otro y otro, sin fondo. Cuerpo onírico, ya que en el sueño todas las imágenes emergen para solicitar atención. En la vigilia sólo algunas sorprenden y las llamamos extrañezas o alucinaciones.

      La chacra, el jardín, el huerto, están poblados por frutos reales e irreales, animales reales e irreales, personajes reales y ficticios (el padre, la madre, primas, hermanas, novios, muchachos y un ocasional notario) y seres mitológicos (la Virgen, el Diablo, la hija del Diablo, Dios, las hadas), otras tantas singularizaciones de una experiencia nunca del todo interior, en contrapunto.

      El sujeto son las cosas que asaltan como mirada. Esta “reificación” vivificante (devenir cosa o animal) es un antídoto contra la cosificación o identidad forjada por las expectativas de la familia y del trabajo. En Di Giorgio, los roles sociales resultan una comedia de costumbres agujereada por otros prodigios cotidianos que la relativizan. Un imperativo absoluto pero vacío se concreta, espontáneo, en cada caso, a través de los dictados que articulan miradas nómadas de insoportable intensidad.

      Universo de pronombres y jerarquías intercambiables, juego de amenaza onírico y chamánico en contraste con un contexto positivista y estéril de consignas y compromisos, cuando no de mero realismo inane, la poesía de Di Giorgio no solicita el consenso de ningún mandatario cultural. Corre un peligro en cada caso: el devenir pájaro, por ejemplo, implica el ser baleado por algún vecino que defienda su huerto. Basta pensarlo, basta pensar o escribir para experimentar devenires reales.

      El yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe. El yo es apenas un punto de vista sorprendido por las miradas, una paja que flota y ni siquiera tiene un deseo que pueda llamar propio. El deseo implica el conjunto del universo, aunque en cada caso, en cada línea, es significante, singular. Los girasoles son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el cosmos, que también desea. El yo no tiene cara: es mirado por miríadas enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes. No es cierto que en un poema cabe todo. Caben algunas cosas, depende de los recorridos y los climas.

      El yo está deslumbrado por las miradas. Las millonésimas vegetales y animales no emanan de un acto de voluntad del yo. Pero atenderlas es un imperativo de abandono, un acto de calma frente a las diferencias que intiman una unión imposible con otro e inducen, paradójicas, la experiencia de una boda hermafrodita:

Verdes, color rosa, anilladas, dibujadas. Se dice de ellas que tienen relaciones consigo, y se las ve en el espasmo… Las consideran sólo ensueños, representación de los pecados de los hombres. Pero yo…     sé que son, de verdad. Las vi abrir los labios… enfrentar la propia  línea, jugando y pelando; y en el amor a solas, retorcerse hasta       morir.  

 

OSVALDO LAMBORGHINI 

      La mezcla de géneros es un rasgo que comparten estos poetas. En Di Giorgio el híbrido es el poema en prosa, en Lamborghini2 la “prosa cortada” o el poema ensayo. ¿Cómo rescatar para la poesía un adjetivo como dostoievskiana (eternidad)? El rescate ocurre gracias a una densa textura de localismos, neologismos, ambigüedad de referente (pluralidad de isotopías), humor que rompe el tono —del ensayo. La poesía es el campo de todo lo que se pierde cuando se escribe un artículo o una crítica. Es el campo donde se conserva la variedad y el desorden de las ocurrencias, las huellas de un trayecto. Por eso no conviene, recomienda Lamborghini, romper “el molde de la primera versión”. De ahí que retenga arranques interrumpidos y deslavazados, que cambian, por yuxtaposición, a otros tonos y momentos, variantes del contexto, un laberinto de bordes rotos.

      El rioplatense, como cualquiera, tiene unas hablillas más o menos entrecortadas, y unas lecturas. No se trata ahora, como lo hizo Borges, de homogeneizar el habla y las letras, de sentar cátedra con decoro (el reproche a la generación anterior aparece en los poemas de Lamborghini). Esta generación retoma, al contrario, el hilo secreto de los subversivos: Macedonio Fernández, el “mentor” que Borges reconoce como prodigioso contertulio pero inexistente artista, y Oliverio Girondo (sobre todo su libro En la masmédula, 1956), que Borges ignora. A la vanguardia consternada de los primeros libros de poemas sucede en Borges como señala Eduardo Milán, una poesía neoclásica de madurez3. Borges escamotea las distorsiones y disonancias de Herrera y Reissig y de Lugones. De Macedonio parte, en el Río de la Plata, una escritura convecina de la ocurrencia y el diálogo. La predicará el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira; lo seguirán, en la prosa, Felisberto Hernández, y en la poesía, Girondo: escribir como se piensa, pensar como se habla, corregir sin romper el molde de la primera versión. Por más que ese habla se condense, se intensifique, exhiba, por contrapunto, la parcialidad de cada una de sus voces

      A tal horizonte, Lamborghini suma la lectura de Freíd y de Jacques Lacan alrededor de la revista Literal, que apareció en los primeros 70. Desafío a la censura, crudeza erótica y agresiva de los significantes, humor y ridículo, margen y minoría: son los ingredientes estratégicos del poema-disertación. El arte se vuelve atentado al pudor, risa, titubeo, apariciones ridículas. Traspone pero no oculta. El arte, según Lamborghini, desconfía de cualquier patrón, de cualquier régimen de verdad, pero nunca desconfía lo bastante.

      Uno de sus poemas inventoria la constelación teórica, que, como una mesa de tres patas, descansa sobre: el inconsciente, el objeto a, y el ser para la muerte. Esta tríada que Lacan anuda a partir de Freíd y de Heidegger sirve de soporte a la confusa escena de desmembramiento y aniquilación donde irrumpe, en Lamborghini, la “diosa”, el “otro lado” sublime de la imagen.

      El inconsciente equivale a la instauración de un orden simbólico “articulado como un lenguaje”. El inconsciente es, para algunos psicoanalistas y para Deleuze y Guattari, autores del Antiedipo, que Lamborghini lee, y al que suscribe de algún modo, la dimensión de la letra: no reconoce ningún contenido antropológico constante, como el mito de Edipo. El inconsciente está siempre por inventarse. Es cierto que está condicionado por contextos históricos, pero es abusivo considerarlo como el continente de un solo drama, a saber el Edipo, el cual, en tanto mito, es uno más de los núcleos de significación que se inventan, como los sueños o la literatura, para registrar, condicionar y motivar conflictos de fuerzas. “El Amor, / ‘sus vacíos reinos pronominales’.” La sustitución de pronombres abre la posibilidad de un tercero. Pero ese tercero, más que un personaje, padre, por ejemplo, es nadie, la no-persona. Antes de la letra, núcleo de significación, no hay inconsciente. La instancia es padre, estatuto simbólico, función inconsciente y consciente.

      El segundo elemento de la tríada, el objeto a, que Lacan introduce como el “objeto” que la pulsión libidinal contornea, es, no un objeto, sino un señuelo, un fetiche, una mirada, una apelación en rigor alucinada y alucinante. La “diosa” jamás se hace objeto: es un estado de gozo. Un señuelo, un fetiche viene a sustituirla o hipostasiarla, objeto impropio. La “diosa”, mediada por la letra y por la imagen hasta el momento de la aniquilación, es “su propia armadura / fundida en un propio armazón”. La “diosa” es el estado de gozo (im)posible del cuerpo real enredado en los anillos de lo simbólico y lo imaginario.

      El tercer elemento es el ser para la muerte: develar a la “diosa”, rasgar una membrana, practicar una incisión, atravesar “dibujando otra vez y afuera / un espacio nunca interior”. El reflejo sádico en Lamborghini es un reverso del masoquismo reiterado (“letanía, canción masoquista”). La seducción sin descarga posible salvo el corte y la muerte alimenta un teatro de la crueldad, el sacrificio de los “tadeos”, millonésimas de cuerpo desgarrado, cegato y caduco. Es el precio, pagado con la carne real, de acceso al ámbito de la “diosa” permeada siempre, salvo en el aniquilamiento, por la letra y la imagen. La poesía de Lamborghini cumple la función semiótica de un esfínter o un pliegue entre éste y otro lado.

 

NÉSTOR PERLONGHER

      Transplatino: no en el sentido de que queda del lado de allá, sino transiberiano, transatlántico, que atraviesa: el primer título de Perlongher, Austria-Hungría, certifica un recorrido transnacional. El primer poema de ese volumen se llama “Los Orientales”. El primer poema del libro siguiente, Alambres, se ocupa del héroe oriental Riviera cuando Montevideo fue sitiada por el dictador argentino Juan Manuel de Rosas. Por un acto de justicia poética, Perlongher reconsidera la geopolítica. Alude a episodios históricos que desbordan la frontera de la Argentina, rinde una plusvalía que rebasa el mapa: India Muerta, el entierro de Eva Perón. “Hay cadáveres” se llama un poema cuyo punto de partida son los desaparecidos a través de la “guerra sucia” de los años 70.

      Entre los muertos, hay, por lo menos, una mujer: pero cuál? No la madre, sino Eva Perón, la diosa-prostituta. Un verso de José Lezama Lima, “deseoso es el que huye de su madre”, sirve de epígrafe a un poema de Perlongher. “¿Huyo de la madre de Lezama Lima?, se pregunta el yo lírico, con la ironía que no entendió Hegel en los románticos4. Ironía equivale aquí a política de estilo, que ficcionaliza cualquier asunción en apariencia inconmovible. La ironía enmarca como ficción lo que se consideraba verdad, o necesidad, o naturaleza. Si el arte, más que retratar la realidad, la pone en movimiento, al cambiar el criterio con que se la juzga, la política, a través del arte, se manifiesta como estilo. Ya no consiste sólo en el combate por tomar el poder de un gobierno central según la estrategia marxista que definía y guiaba la lucha de clases. La noción califica cualquier conflicto, reconocido como singular. El poema no se ocupa de política. La política, reinventada, emigra al poema.       

      El yo lírico huye de la madre viva y evoca a la prostituta muerta. O la resucita, o agrega al féretro el rodete, para que ni siquiera cadáver desmerezca la seductora. El último poema de Hule, “El cadáver de la nación”, insiste en Evita, en el manoseo, en maquillar y enjoyar a la muerta. Eva Perón, en Perlongher, es una bandera efectiva y grotesca que enarbolan las minorías que devienen mujer. Devenir, según lo entienden Deleuze y Guattari, no una hembra real, o biológica, ni una imagen coherente o completa, travestida, de la mujer, sino intensidades-mujer, contaminaciones, pastiches-mujer, no menos reales.

      El estilo contraría las definiciones de la moda. La moda es el régimen más o menos precario que establece identidades, señala costumbres, relaciones entre grupos, clases. Pero el estilo (espontáneo, libre) reúne (según la Oda a la alegría de Schiller) lo que la moda había —con violencia— separado. Confunde las ideas claras y distintas. Ante las travesuras, no por irónicas menos arrojadas, del estilo, ante la cuestión: es hombre o mujer? es prosa o poesía?, se puede responder de varias maneras: con irritación (si se pretende eliminar la pregunta), con consternación (si se claudica ante ella), con risa incontrolable (si se aprecia la ironía rebelde, no culposa, si se la emula).

      Los personajes de la historia que aparecen en la obra de Perlongher no son ni héroes ni villanos. Son apenas la oportunidad de jugar una broma, un reconocimiento extrañado, de traducirlos en el idiolecto de un mutante. Ahí radica la eficacia política, la cómica originalidad de sus poemas.

      Las palabras, en Perlongher, pierden empaque y definición. Pocos fuera del Río de la Plata sabrán que jopo es el ostentoso “pompadour” inaugurado por Presley. Los versos evocan, parodian, una textura de gomalaca, fijador a la brillantina, “hule”, mermelada o dulce de leche. El “té” de Lamborghini (“una, dos y hasta tres tazas / bebidas en el revés de la pestaña…; culto antiguo de la sed”) se vuelve “neobarroso”, término que Perlongher prefiere a neobarroco para calificar cierta poesía rioplatense.  

      Desde Alambres (el segundo libro), incorpora elementos del portugués como consecuencia de su estadía en São Paulo. El portuñol es una respuesta estilística al aislamiento que caracterizó y caracteriza a las tradiciones hispana y portuguesa de nuestro continente. Quien alude al “Cadáver de la nación” es un abrasilerado, un subversivo transnacional. En paralelo al proyecto (suspendido) del ex-presidente Alfonsín, de trasladar la capital argentina a Viedma, en el sur, Perlongher “muda” los edificios de la ciudad a una helada y desconcertante “Riga”. Es un comentario en tono de farsa a las distorsiones que el centralismo de Buenos Aires impuso sobre la región, territorios que hoy son Uruguay, Paraguay, Argentina, sur del Brasil.

      “Hay algo muerto en este imperio”, diría un motto tragicómico atribuible a Perlongher. No un rey muerto, como en Hamlet, sino una reina. No una madre, sino una prostituta. Lo que en Hamlet acontece al fin (muerte de la Reina-prostituta) en Perlongher es punto de arranque. Hamlet acusa a la madre (la Reina) por desvergonzada. El yo lírico, en Perlongher, lamenta que la suya haya sido honesta. La flauta mágica de Mozart/Schikaneder finaliza con la victoria del personaje masculino y solar: Sarastro. Pero el coro de los sacerdotes que celebra el triunfo del rey-sol resulta interrumpido por los gritos destemplados de la Reina de la Noche, que jura resucitar al fin de cada día.

 

NOTAS

1. Cf. Greimas, A.J. et al. Ensayos de semiótica poética. Barcelona: Planeta, 1976. (Trad. de Essais de sémiotique poétique. Paris: Larousse, 1976.) En particular, “Sistemática de las isotopías”, por François Rastier, p. 107-140.

2. Osvaldo Lamborghini murió en Barcelona en 1986.

3. Milán, Eduardo. Una cierta mirada. México: Juan Pablos Editor/Universidad Autónoma Metropolitana, 1989. p. 128.

4. Cf. Hegel, G. W. F. Ironía y romanticismo. En: Introducción a la estética. Barcelona: Península, 1971. p. 109-116.

 


 

Roberto Echavarren (Montevideo, 1944).Vivió en Nueva York donde enseñó Literatura Latinoamericana y Comparada en la Universidad de Nueva York. Publicó en poesía: La Planicie Mojada (1981), Animalaccio (1986), Aura Amara (1989), Poemas Largos (1990), Universal Ilógico (1994), Oír no Es Ver (1994) y Performance (2000), una antología crítica de sus poemas y demás escritos, compilada por Adrián Cangi. También publicó una novela Avec Roc (1994). En crítica: El espacio de la verdad: práctica del texto en Felisberto Hernández (1981); Manuel Puig: montaje y alteridad del sujeto (1986) y Margen de la ficción (1992). En el 2005 la editorial Tsé-Tsé publicó su libro: Centralasia.  


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