Rocío Cerón

Apuntes para sobrevivir al aire




Para hablar hay que superar la tiranía de la velocidad. Distanciarse del vértigo; superar el miedo; dar inicio a la resistencia. Esa, “una interminable derrota” (Camus dixit).

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 Miro transcurrir los días, me pregunto hacia dónde va lo que llaman “normalidad”. Mi vida es un desastre mental: lo único que escucho son los días. Así la modernidad pretendida del siglo que corre. ¿Hacia dónde dirigirse? ¿Dónde albergar la poca fe que nos ampara? La poesía es una nebulosa satinada que guarece mi cabeza.

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 Querer asistir al último festín de las mentiras, y ser el ganador. El último que ríe en la fiesta. El primero que cae estrepitosamente. He de mentirme todos los días para no matarme. Y hoy, tantos días, pesan más que la herida de la bendición de Cristo.

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 Atrás quedan los restos de la esperanza —hoy muerta— que amparaban en la letra una salida antes del descenso y la decepción. En este momento sólo resta extender las manos y esperar el cuchillo. Filo tras filo alcanzaré la vista.

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 No me distraigo sobre el tiempo. Hay un suceso desenvuelto minuto a minuto. Hay una muerte acechando, valerosamente. No me distraigo. Acontezco como lo sucedido, como algo que no termina de suceder, algo consumido verticalmente. Como la lluvia que, en su suceder, en su perpetuarse, se diluye. Soy muerte que levita en su acontecer.

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 Me despojo. Quiero decir, me despojo. Así sin más. Para ahorrarse la decepción es brevemente mejor despojarse. Andar sin vestiduras. Sin calificativos o adjetivos decorativos. Ahorrarse el desprecio por uno mismo. No logro estar sobre este piso si tengo que entender la vileza y la miseria de los otros. ¡Qué pocos sueños, qué falta de misericordia por sí mismos! Estos días están vestidos de un velo gris, sin sentido, sin dirección. La estupidez es norma y ley. Me despojo. De actos y sucesiones, de grados y meritocracias, de falsas ideas y una nula democracia. El fogón está lleno de inmundicias. Toda claridad, en estos momentos, es apenas un claro donde refugiarse de una lluvia ácida, bermeja. Llena de olores y nombres que se desmantelan. No creo en los sonidos del perdón. No hay nada que perdonar. Queda la desnudez de los afectos, la máscara deshollada donde se ve el rostro antes cubierto por la podredumbre.

Recién aparece en el diario un titular donde se habla de violencia y odio, la xenofobia y las divisiones. Toda la certeza de que el hombre es altamente estúpido. Yo destruyo a mi semejante porque odio la debilidad que lo nombra. Me cautiva la podredumbre porque es la raíz de mi pasado, de mi presente y de un futuro que aún deletreo con sangre y odio. No niego mi desastre: es lo único que me crea y edifica. Los días son notas presenciales de un temor que invade el cuerpo. Sólo lo que transita por los dedos y la imaginación cabrá en el resquicio de una salvación que se antoja olvidadiza. Apenas escurridiza y, por lo más, ciega. Descubro en el automático acto de matar una refinada intención de inmortalidad. Las ideas nombran el suceso del parricidio para llevar a la tierra prometida su nombre esperado. No me ofende la razón de los sentidos, no me ofende saber de las heridas y pústulas del mal viviente (Villon habría de morir entre mis brazos); yo soy una gráfica agonizante en un hervidero de cifras y catástrofes. Sísifo dichoso, con angustia por la vida, caída perpetua, pero sin el valor de atragantarme y ahorcarme en los albores de esta tarde. La violencia es el trago que ha de pasar todos los días por la garganta (tráquea enmudecida por el compás agónico de la inmundicia). Sólo me avergüenza el canon. Sólo me ofende la posibilidad.

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 Ninguna anunciación salvará al mundo. Ninguna madre habrá de traer a su hijo para guarecerlo. En este mundo, en este día, la reconciliación se hace en el perímetro de la fatiga, en el escaño último del silencio, al lado de una honda zanja. En ese punto donde lo que se oculta es el bien para mantenerse alerta y vivo. No hay restitución sin saliva férrica. Todos los centavos del mundo en la boca. Manifestación orgánica del desastre. No me ofende la oscuridad ni la exaltación de luz, me ofende la falta de sentido en este juego de reflejos, de contraluz y desmedida reunión de avatares lumínicos donde se esconde lo predecible pero que nadie quiere ver: debajo de todo el griterío de las hordas el monstruo ha comenzado a devorarse. Cuando su boca, repleta de miseria, haya acabado consigo mismo y los hijos de nuestros hijos, sus fauces darán en el blanco: mis brazos serán el trofeo de caza de su jauría. Mi boca su entrada triunfal sobre las aguas. Y estas manos que lo enuncian serán los mendrugos que arroje hacia los pobres. Más debajo de la piel y las vísceras, más al otro lado de mí, hay una puerta abierta: mi doble ya camina hacia la muerte.

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 Desatar los nudos. Me destazo para saber de las franjas fronterizas, de los abetos que han desprendido de sí el último canto y graznido de los cielos. Ya las partes serán testigos del idilio vesperal de los sueños y la tierra. Desatar las flores, las lilas, las astromelias y ocultar en el vertiente de los deseos una semilla de padecimiento. No juzgo los elementos caídos, son los restos de un atardecer que no trae noticias ya de tierra. Pretendo desatar las vocales de su alegría, devolverles su sentido de bolo alimenticio, de granujada estomacal. Desato los nudos de la locura e invoco, en nombre de todos los nudos ciegos, un recuerdo que ancle a tierra a los suicidas. Depredación: permanencia en la fugacidad.

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 Rememoro. Los días y las noches, los asaltos de fiebre. La sed. El tiempo derruido y la agonía de sangre. El pasmo es lo único. Resta la paz y el tiento. Rememoro. No hay escrúpulos por el fastidio. El mundo vive bajo un velo de falsa ceguera: no se mira lo que está justo enfrente porque sería el declive. El comienzo del declive. Suturamos cada herida para no compadecernos más de la falsedad. Rigen los platillos, los bombos, una celebración singular, un feroz apetito por las tinieblas. No se ve sino la propia y estremecedora ceguera. La lámpara ha sido abandonada en el traspatio de la fe. Rememoro. Queda la luz de los sueños, y cada noche hay miles que no sueñan para no estar cerca de la Verdad. La Verdad, el Camino, la Vida. Un destrozo oculta lo que había en ciernes. La locura es el templo de los elegidos. Más el cerco es grande. Yo defiendo la causa del perímetro. En las fronteras encontraré el hallazgo, el enigma del porvenir.

 El aire es la pureza del tiempo: en el vuelo no hay caída sino suspensión. Retengo en las manos una brizna de pensamiento. Una idea que acoge la resistencia a lo efímero. El aire contradice al minutero, disloca su sentencia y horca: en su invisibilidad móvil, permanente, mueren y resucitan los temblores del hombre. El tiempo, un afincado de la muerte.

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 Después de la fórmula anunciada se agota el nudo. No hay ecuación precisa para salvar las manos. Éstas se labran su propio pasado y en él caen todas las fuentes de enunciación. La contundencia es un pensamiento filtrado. Punta de lanza y fuerza de voluntad. Las manos arriban a su punto —la hoja— cuando toman gravedad. Peso de hechos y nombres, gramaje supeditado a la fortaleza y debilidad del espíritu. Cuando llegan a ofrendar algo de su peso en la tinta, los temblores del viento y los relámpagos del miedo desparecen. El peso de la historia es lo que desencadena el deslizamiento de la pluma en la página. Gravedad de tierra y vida pero también gravedad aérea de pensamiento. La conexión de los sentidos con la razón son carga atomizante. Demasiada cabeza destruye la orgánica vitalidad del lenguaje y su perspectiva mayor, demasiada emoción destruye al arte.

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 Insistencia. Aquella palabra caía en la copa de los fresnos. Esa, la que mordía los contornos de un día de asueto; donde los restos de un almuerzo sacudían las viejas letanías de familia. Esa, la impronunciable por vergüenza y decoro. En la insistencia de la palabra traducida a gesto no escucho ya los viejos reclamos, las traiciones, la verdad de aquel invierno que terminó en silencio. Insistencia del deseo: aquello no pronunciado es velo sin cierre de parpadeos sobre nuestras espaldas. Recae la verdad sobre las piedras. La mancha no agota su esplendor en el tiempo. El nudo de los meses y años hace de sus límites el marco perfecto de los recuerdos. Insistencia de muerte. Nada calla bajo los efectos del sueño. Cada noche el recuerdo de aquel invierno induce bajo la nuca su primera tentativa de estancia. Y el fresno cabizbajo serpea sus altas hojas: indica en su verde oleaje la tragedia de tu nombre. Insistencia. Nada quedará cuando el invierno haya vuelto. El agua nunca pierde su cauce. Ni su rigor.

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 Escribir sin la sustancia de los afectos, casi automáticamente como si la cabeza pesara infinitas tardes. No hay peldaño para resarcir la vitalidad abúlica del sentido de la vida contemporánea. Toda vitalidad actual es simulación. NO HAY AFECTOS PORQUE NO HAY RAZÓN PARA TENERLOS. ¿Para qué un abrazo fraternal si, en el fondo, esconde la tragedia de lo pasajero? El instante es el nuevo emperador. Los fragmentos de la memoria se hilvanan para recrear un universo paralelo en el que se busca la felicidad perdida. Y, paradójicamente, es cada instante de los sucesos y los recuerdos lo que da sentido a los días. El porvenir es un sujeto sin manchas. La cabeza pesa como la noche agotadora de un mal parto. Es en la penumbra de la cueva donde guarece la palabra su explicación final. Ahí, solo ahí. Simulamos los hechos y los afectos. Nos consumimos en un mundo que ha perdido alma en los contornos de la inmediatez. Queda rezagado el consuelo en el olvido. La angustia es una sensación inmediata, impúdica por cierta y cotidiana. Sólo la resistencia de la poesía le quita el peso al miedo. Entre el jardín de lilas sanguíneas se encuentra el pasaje de los sucesos afectivos. Para palpar a fondo hay que desprenderse de la inmediatez. Evitar en lo posible la rapidez y lo ocasional para asistir a lo profundo humano. Como cuando los abetos guardaban en sus hojas el latido de los sueños. Arriba, en las copas de los árboles imaginarios, la constelación de los afectos vuelve a tener nombre. La angustia, el miedo, la pesadez de las ideas obtusas, toman aquí su sentido de claridad y transparencia.

 


Rocío Cerón (Ciudad de México, 1972). Es autora de Estas manos (1997), Litoral (2001), Basalto (2002), Soma (2003) y Apuntes para sobrevivir al aire (2005). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en el programa de Jóvenes Creadores en el período 1998-1999. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2000, en el género de poesía. Es editora de El billar de Lucrecia. Junto a Julián Herbert y León Plascencia Ñol realizó la antología El decir y el vértigo. Panorama de la poesía hispanoamericana reciente (1965-1979) [2005].  


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