Tamara KamenszainCansados del cansancio |
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1. LA LÓGICA NEOBARROSA
Y de los intimísimos remimos y recaricias de la lengua/ y de sus regastados páramos y reconjunciones y recópulas/ y sus remuertas reglas y necrópolis y reputrefactas palabras/ cansado, simple- mente cansado del cansancio.
Así se despedía Oliverio Girondo de la literatura. Estos son los últimos versos del poema “Cansancio” que cierra En la masmédula, su libro final. Es la última señal que nos deja el maestro. ¿Cómo escribir poesía, entonces, después de En la masmédula, si el cansancio es realmente una enfermedad contagiosa? ¿Cómo salirse fuera de ese enjambre medular al que se aferran las palabras para decir más en menos tiempo y en un espacio que ahora reivindican como propio? Girondo venía escapando de la rima lugoniana pero, sobre todo, de esa actitud autoral sumisa que da por descontada la naturalidad del recurso. Gracias a él hoy ya nada rima con nada. Ningún “autor” puede sentarse, impune, en el centro de su poema, para ordenarlo armónicamente. Porque ese centro medular fue tomado por una rebelión de palabras. Pero después de las rebeliones lo mismo de lo mismo se cansa del cansancio y un tum-tum de tambores tartamudos choca con su propio ripio para decir nada. Es el fin de la guerra. Entonces es cuando hay que escuchar otros cantares. Poner el oído en la circulación de las hablas para inyectar a las palabras debilitadas un plus, una especie de autovacuna. Porque las hablas o “hablillas”1 —diminutivo que las devuelve a su carácter fragmentario, de filigrana— dicen algo sustancioso. Conversan la comodidad de un sujeto que ahora ni pretende imponer su voz pero tampoco se resigna a contemplar aburrido la dispersión de sus propias esquirlas. Ese sujeto de posguerra, que ya puede festejar la verdad de su carácter ficticio, merece decirlo todo. Hasta puede perderse por los atajos de una narración instantánea cuyo reaseguro dentro del poema será siempre quedar suspendida. Hasta puede, como el Vallejo de Trilce, trazar con nombre y apellido los lineamientos de su propia novela familiar. Es que lejos, en un estadio muy primitivo, en el reino del balbuceo, la poesía busca curarse del cansancio, diciendo. Y el poeta, como quería Osvaldo Lamborghini, deviene payador: es el que se adueña en público de su propia letra poniendo la voz, cantándola. En ese juego de identidades trucadas, en ese intercambio autoral puede recomponerse, una vez más, la figura pulverizada del yo lírico. Operación neobarroca donde la voz y la letra se amigan en el cruce menos previsto. O neobarrosa, como la bautizó Néstor Perlongher2 ensuciándola de barrio, ese hábitat mítico de la infancia que el tango define como “hondo bajofondo donde el barro se subleva”. Barrio, barro, piso movedizo para un baile cuya estricta arquitectura de pliegues y repliegues lo vuelve inasible, inexplicable, casi hermético. Siguiendo su enloquecido compás de dos por cuatro (múltiplo siempre impar de una metáfora al cuadrado), haciendo ochos como equilibrista por las huellas de una analogía perdida, se puede ahora volver a caminar los vericuetos de la métrica, o recuperar los despojos de aquella rima lugoniana o de esa otra armazón modernista que los letristas del tango tanto leyeron en Darío. En El chorreo de las iluminaciones, su libro póstumo, Perlongher se acuerda del cisne:
un cisne de las manchadas interroga a la estela maculadas e inútiles: un dejo de belleza marmórea en el ungüento melancólico del estanque final, finge piruetas caracolea el triste a la deriva. Quintaesencia de la imagen modernista, congelada en un gran signo de interrogación, el cisne ahora se arrastra, caracolea y finge piruetas, embarrado y melancólico. No parece saber nadar y apenas se mantiene a flote, no ya en el lago de las transparencias rubendarianas, sino en un estanque. Ese mojón topológico que nos remite al estancamiento, a la motricidad anegada del barrio. (El narciso criollo de Lamborghini susurraba: “Soy Narciso el del estanque/ estancamiento y desastre”.) Entonces, aquella esbeltez apolínea del signo de interrogación agacha ahora su cabeza de cisne, se cierra, y dibuja una nueva figura: el número ocho. La cábala caracoleante del verso tanguero. Así es como Darío queda a su vez encerrado en el círculo de la traducción. De la universalidad del lago al barrio estancado en su frontera. “Ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot”, dice el letrista lamentándose de su propio destino urbano: sabe que ahora, para seducir a la mujer, para escribir letras de tango, no alcanza con el lunfardo, también hay que haber leído a Darío. Perlongher, por su parte, hace el camino opuesto, relee el modernismo cruzado oblicuamente por una música familiar que los oídos reciben como letra. Pentagramas que arrastran consigo no sólo la masmédula metonímica sino ahora también los sonidos primerizos de una historia: esa matriz de las “regastadas” palabras que algunos llaman lengua materna, otros memoria, pero que en todos los casos se recupera a través de un viaje corto, menor, nostálgico. Porque si Girondo escribió poemas para leer en un tranvía, los que vienen después, cansados del cansancio, parecen querer sacar boleto de ida hasta la mismísima edad de la inocencia.
2. LA GRAMÁTICA TANGUERA Es verosímil que hacia 1990 surja la sospecha o la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está en La urna de Banchs o en Luz de provincia de Mastronardi, sino en las piezas imperfectas y humanas de El alma que canta.
Jorge Luis Borges Historia del tango, 1955
EL YO DE LA LETRA
En las antípodas de Luz de provincia, el largo poema de Mastronardi, encienden sus luces de neón los títulos de El alma que canta. Y en el corazón mismo del cancionero, brillando intermitente, el título más opuesto de todos: “Mi Buenos Aires querido”. Es que aquella luz que traspasa como definición una provincia es perfecta e impersonal. Imperfecto y humano en cambio, titila en el otro extremo ese yo posesivo que, borracho de cercanía intimista, nombra a su ciudad (“mi Buenos Aires querido”) y, además, le añade adjetivando un sentimiento. Ya pasó el año 1990 y la profecía orwelliana de Borges sigue apuntado al centro de una intriga. Sin embargo, dan ganas de saber hoy, en medio de este baile de mascaritas autorales, no tanto cuál es “la verdadera poesía de nuestro tiempo” sino tal vez cómo se comporta ese yo que dice yo en el poema. Sobre todo, intuyendo que lejos de los márgenes que impone la literatura, en ese reino donde escribir yo es una expansión permitida, florece un poeta con su identidad trucada: el letrista del tango. Ser letrista es escribir en una primera persona que usan otros. El cantor la “dice” en masculino o en femenino, el músico le sobreimprime otra identidad. En ese submundo, en medio de tantos padrinazgos, vive la letra, esa proliferación que le pisa los talones al poema pero que siempre toma su atajo, se desvía de él. Como una pieza suelta y perdida de abecedario, la letra busca el rumbo de su combinatoria. Necesita que le golpeen la rima, que le respiren el aire de su escansión, que armen y desarmen el rompecabezas de su nexos y estribillos. “Lastima bandoneón, mi corazón, la vida es una herida absurda”, dice el tango. Aquí la música lastima con un acento grave, el del bandoneón, y las rimas internas que se van encadenando pegaditas darían lástima sin el golpe de gracia que les propina la música. Dos famosos letristas de tango, los hermanos Homero y Virgilio Expósito, trabajaron bien en el cruce de esa fraternidad. Para estar “trenzado a tu vivir con trenzas de ansiedad” hay que retomar una y otra vez lo que el oído se inventa como nexo. Eso es lo que nos emociona de un tango. Cuando lo escrito está dispuesto para el pentagrama y en su secuencia dice la necesidad de ser interpretado. Así se vuelve canción y su firma converge por duplicado. Dos hermanos expósitos juntan sus nombres al calor de un mismo apellido. Son dos poetas, Homero y Virgilio, revelando ese par de secretos que anudan la verdad de la poesía: letra y música. “Después, qué importa del después”, desafía el letrista al músico en eneasílabo —el metro preferido de Darío— porque ya escucha, escribiéndola, esa secuencia musical que camina por la rima de los verbos. De sufrir se pasa a partir, en un trecho breve de escansiones, y de amar se pasa a “andar sin pensamientos”, en una borrachera rápida de ritmos. (El tango “Naranjo en flor” dice: primero hay que saber sufrir/ después amar, después partir/ sin pensamientos.) Estos mojones (sufrir, amar, partir, andar sin pensamientos) arman una secuencia musical pero también tejen, por la rima, un circuito narrativo que conforma la novela tanguera. Ese lugar de donde siempre se sale pero al que siempre se retorna. Huir del arrabal, dejar la lengua materna, recalar en París, traducirse por boca de Darío son gestos que ya se incluyen una vuelta, un cierre para la narración.
Vuelvo vencido a la casita de mis viejos cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria Mis veinte abriles me llevaron lejos… ¡Locuras juveniles! ¡La falta de consejos!
confiesa ese yo adulto que vuelve después de haber agotado, dentro de otros tangos, los pormenores de una vida adolescente. El estilo del tango, esa posesión lírica que excede la identidad de los letristas, no se permite suturas: la caída en el arrabal se repara con la nostalgia por la casa paterna, la nostalgia del exilio, a su vez, se repara con la memoria del arrabal.
EL VOS DE TU MUSA
Sin sonrojarse, el letrista alardea en primera persona: “qué voy a hacer si soy así, nací buen mozo y embalao para el querer”. Tal vez pensando en la facha del cantor, se permite decir en libertad una autoría irresponsable que no termina en él. También la dice en segunda. Tú o vos ponen en la amansadora los alardes del letrista y fundan otra entidad tanguera: la musa. “Decíme quién sos vos”, le susurraba una mascarita a otra en el carnaval gardeliano. Detrás del antifaz: las madres, las novias, las minas en general, la ciudad. Cuando Homero Manzi escribe a su maestro Discépolo, “tu musa está sangrando y ella se desayuna/ el alba no perdona, no tiene corazón”, define el estilo tanguero, esa actitud reparadora —una verdadera ética— que cose todas las heridas. Aquí Manzi se permite desdoblar del derecho y del revés de su musa. Si en la noche del poeta modernista ella es “musa sangrante”, en la mañana del letrista será “una mujer absurda que come en un rincón”. Del tú al vos, de la madre a la mina, de la lengua materna al lunfardo. En esa dirección camina el tango, siempre de cara a lo que nos emociona. Así, en ese viaje de ida y vuelta, logra decir, como decimos los argentinos, cómo sentimos. El lunfardo es el soporte idiomático que permite salirse de la lengua materna y volver a ella (“deseoso es el que huye de su madre”, el endecasílabo de Lezama Lima, serviría para definirlo). Es que este particular idioma opera como una especie de ancla para que el deseoso que huyó de la madre pueda comunicarse con la mina y amarrar así en el reino sentimental. El reino de la segunda persona, el de ese vos que para hablarte tengo que inventarme un idioma sensiblero que te conmueva y me deje bien parado. El idioma de la pareja. Quintaesencia de lo que trabajosamente busca el poeta. Un decir liviano y gracioso a veces, otras pesado y trágico, que sorteando peligrosamente el ridículo conmueva al lector. Es por eso que el tango se baila. El encuentro de dos manda letra y música a los pies, para que en la complicidad de allá abajo saque lustre la borra del sentido. Firuletes, sentaditas, ochos, quebradas, son figuras retóricas que se ofrecen a quien pone el cuerpo en el baile de leerlas.
EL TANGO ES ÉL
Borracho de intimismo, alucinado por sus musas, extraviado en el fárrago del decir melancólico, imperfecto y humano, el tango, sin embargo, parece no perder la cabeza. Monarca absoluto en su reino sentimental, cree saber que él es él. “Tango que me hiciste mal y sin embargo te quiero”, le confiesa el letrista al objeto de sus desvelos de escritor. “Con este tango que es burlón y es compadrito”, se presenta el cantor pisando fuerte sobre una verdad que no puede desafinar. “Porque el tango es macho”, asegura Julio Sosa en una contundente tercera persona del género masculino. Nunca un verso hexasílabo estuvo tan lleno en el arte del decir vacío. Nunca una enunciación ingenua doblegó tantas sutilezas. “Porque el tango es macho” camina sobre la seguridad de que su efecto en cuatro sílabas (“porque el tango es”) ya tenía ganada la partida. Jugándose un dos por cuatro, la palabra macho agrega en dos sílabas el golpe que el oído tanguero estaba esperando. Pero lejos de la paridad, el macho es de tercera: es el lugar gramatical de lo que se planta con objetividad, sabiéndose “persona”. El él: la hombría del decir autorreferente. Y en ese grotesco de creerse algo (o alguien) nos convence, nos emociona. A pesar de que después, paradójicamente, en la puesta en obra del tango, en su interpretación, los roles se travesticen. Jorge Panesi afirma que en el tango la voz de la mujer, que siempre es la ausente o la fugada, se queda en el interior de la canción e inflexiona desde adentro el acento de las letras: la queja feminiza la voz del tango, la boleriza, la quiebra, el varón, a través de la ausencia, queda atrapado en un lagrimear femenino (ambigüedad que los cantores reproducen: el aflautamiento de los vocalistas asopranados, pura nostalgia femenina: y al revés, la insoslayable virilización de las mujeres cantantes, que se adueñan de la coloratura masculina).3 El machismo tanguero, entonces, espejea peligrosamente. Es como cuando el bailarín coloca entre las piernas de su partenaire esa patadita que marca el compás del aquí estoy yo. El gordo Virulazo, uno de los grandes bailarines argentinos, enfermo y moribundo, bailando casi inmóvil, conservó ese gesto hasta el final. Su humanidad pesaba entera en esa marca, en ese golpe propinado de taquito, como sin darse cuenta. El tango también es ese hombre cansado (cansado del cansancio) que se entrega a patadas queriendo imponer una tradición. Por suerte, no hay que ser muy macho para encontrarlo porque se aloja en brazos de una mujer que aunque siempre está ausente siempre marca con la nostalgia su modo de estar. Y esa flor de mina tiene nombre: se llama literatura.
NOTAS 1. Roberto Echavarren, “Barroco y neobarroco” en AAVV. A palavra poética na América Latina, San Pablo, Memorial, 1992, pág. 152. 2. Néstor Perlongher, “Caribe trasplatino”, prólogo a Caribe Trasplatino. Poesía neobarroca cubana e rioplatense, San Pablo, Iluminuras, 1991, pág. 20. 3. Jorge Panesi, “La garúa de la ausencia”, Babel, Buenos Aires, año 3, nº 21, diciembre de 1990, pág. 22. Tamara Kamenszain, Historias de amor (Y otros ensayos sobre poesía), Paidós, Colección Género y Cultura, Buenos Aires-México-Barcelona, 2000.
Tamara Kamenszain (Buenos Aires, 1947). Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y logró una beca de la Fundación Guggenheim en el período 1988-1989. Ha publicado en poesía: Del otro lado del Mediterráneo (1973), Los No (1977), La casa grande (1986), Vida de living (1991), Tango Bar (1998) y El ghetto (2003). En ensayo: El texto silencioso. Tradición y vanguardia en la poesía sudamericana (1983), La edad de la poesía (1996) e Historias de amor y otros ensayos sobre poesía (2000). En el 2004 recibió el Premio Konex. |