Víctor Sosa |
|
|||
MÁS ALLÁ DEL PRINCIPIO DE MONTREAL
(exit)
Montreal se anega en la ranura del verano. Nada su isla, su- da muselina el coma etílico. Si llora escampa. Pero ninguna llora. La hidromiel de la madre en el bastón de mando del demiurgo no es cera suficiente. Postrimerías, sí. Quimeras de Québec que se deshielan hilo a hilo en el lodo, o en esa palaciega lontananza: las gaviotas. Y un viento saludable no salobre sacude el cableado oculto. Acupuntura en la punta de la lengua. Piscis a sotavento. ¿Yo? asomo en lo oscuro el lomo y me sacudo el embadurnado cemento en lo más áptero de la pan- creatitis. Camille Claudel. Un oso pardo pandeado por el mal uso y hormiguero. ¿Dónde das vuelta, Sísifo, si llueve? Y la montaña ¿va a la Meca? La diminuta vietnamita abierta en canal encostalada ayer sobre los arrozales (a. C. y d. C.); extirpados los pulgares a punta de calada bayoneta (ni el forense lo supo). Erupción, sí, en la cutícula del dedo. Un mudra cubista (el napalm dio origen al arte moderno en Indochina) sobre las orientales herbolarias. Pero la fe no se pierde, se abandona cuando, frente al pelotón de fusilamiento, decidimos dejar de fumar de-una-vez-y-para-siempre. Ámame y lo verás. Refriega sobre el bronce del obeso tus tristes trenzas, negra, y pídele en susurro dos deseos, o tres, si es que no tiembla. Ah, castor, qué quieres que te cuente. Que dicen que Nefertiti más bella que Cleopatra. Y Alejandro, ¿habla? Ése duerme ahora en los laureles; doma a Arjuna en el sueño; se abastece en esa balalaica de la fama. Luego el depravado del acetileno entrando en la morgue a oscuras, auscultando. Si lo ven lo pellizcan hasta el yeyuno, o hasta bien entrados en la datilera del rey. Le regalaron una locomotora a vapor pero no sabe usarla. Se precia de listo pero en cuanto se queda solo suda, se le cae la jabonera, asusta al ruiseñor. ¿Acaso crees que te escucha cuando te echas? Pobre kan sin montura y con esa miopía que se ve de lejos. Evaristo, le decía la madre, pero se llamaba, ¿cómo era que se llamaba? A nadie le importa; los pueblos no tienen memoria (y así les va). La patota a la salida del liceo y el zapatero remendón con la cesura a punto en la clavícula del tiburón y el talismán que cae justo cuando se descalza. Emma toma. El bebe- dizo berebere sabe más a franela que al concentrado de azafrán y zarzamora solicitado al camarero. Prescribía un día antes de la concepción. O un día después. Bombay en la mira. Un blues azul inundando el binocular de Von Humboldt; acantonado en la mecedora de los Andes (5.300 sobre el nivel del) y con el ponchito ecuatoriano amarrado de punta a punta a los dos élitros (contento en su melaza) para ver si así se seca. Pero no se seca. A causa del vapor del Titi- caca o de los detritus de las marisquerías clandestinas (Lahassa es una) que van cayendo a renglón seguido en el despeñadero y una música (Triunfo de la voluntad), una música de arpa y ese tamborileo sobre el mármol que se abre, acaso, paso en la gamuza. Un útero es una zona de paso. Un plato de alcauciles sobre el almidón, tarareado como al descuido desde el glotis, es una zona de paso. Un ánfora es. Ahora, si me preguntan cómo o por qué, no sé decirlo. Me monto en el sidecar acuclillándome sobre la gotera de la palangana con el testículo atrofiado estornudando, alérgico, al baño de María. Total, nadie te ve. Nadie te besa en el anillo Anacaona. Y luego Andes: Nevado de Santa Marta, 5400; Nevado de Tolima, 5650; Nevado de Hulla, 5750; Chimborazo, 6310; (Cordillera del Cóndor); (Desierto de Sechura); Nevado Huascarán, 6780; Huagaruncho, 5748; Nudo Coropuna, 6615; Nevado de Illimani, 6710; Nudo de Ampato, 6200; Nevado de Sajama, 6520; (Pampa del tamarugal); (Desierto de Atacama); (Puna de Atacama); Nevado Ojos del Salado, 6100; (Cordillera de la Costa); (Cordillera Ollita); Aconcagua, 6959; Tupungato, 6800; Maipo, 5328; Sosneado, 5189; (Cordillera del Viento); Tronador, 3554; Fitz Roy, 3375; Darwin, 2300. Andina anémona de Indias acicalada para regalo a los Católicos. Engatusada con la paella pontificia y bien amarrada de cabo a rabo (creían que era sirena) en el funicular del cabotaje; cacao los dientes, yesca en ese manadero de su menstruo que manchaba hasta Alaska. Pólvora encostrada sobre las transparentes cristalerías del pezón. Más allá la caballada y el ganado lanar abrevan- do en la barahúnda de Alagoas. Pero recapitulemos. Reconozcamos el error en el momento menos pensado. Porque el error no se piensa: sucede, no cede al susto sedentario de la políglota razón. Anida en el vacío del anillo cuando el dedo se va y/o se mece como holocausto en el fenotipo de las identidades tan equívocas. No se equivocan los que mienten, los que en las romerías del festín de Esopo confabulan entre el cuchicheo y las chirimías de los fláccidos facones. Romper todos los vidrios, eso es lo que hay que hacer. Retirar el mantel antes del postre con un gesto severo (ver en el entrecejo) de torero. Y díganme quien chista ahora ahí, cuando la cristalería (¿cómo?), ah, cuando la caballería se parapete con el arcabuz sobre la balaustrada y detonen: tilden la i de tilo hasta que la glándula se vacíe, sebácea egea que gira hasta polinizar. Pero es pura imaginación. No le crean un ápice, no le zurren la sábana celeste (varón dijo la partera antes de rebanarle de un tajo la placenta), no le nombren nada que no tema porque si no trifulca, el tamboril de guerra, un Canaletto que crece en cada valenciana. ¿Y aquello que no crece, que se hunde? ¿Y aquél que cual raíz se arraiga en el solipsismo espeso de lo hondo? ¿Lo ven o no lo ven? No lo ven, lo oyen en el clavijero del ventrílocuo, rascando herbívoro los cofres enterrados con el calloso muñón del peroné. Atletas (quién diría) debajo de la tierra. Atanores todos indostanos inseminados por la cibernética. El tiempo no pasa en vano. Se aprende, o no se aprende, pero (caminemos un poco) se deduce por el aliento la verdad. La Vera Cruz que zumba en esa llama ensimismada en la anestesia de las hadas; algebraica, alógena en la axila y celular, pilosa el arpa que destiñe talcos cuando con la punta diagonal incandescente se aprieta hasta primera sangre su lunar. Qué potencia el aplauso, qué parque ve- hicular constataríamos si en lugar del azahar, azufre y sinfonola, sastrería y vedanta, ajo en el ojo de los eucaliptos. Raquitismo, dijo el doctor. Y el tenista se inclina pausadamente para recoger la pelota que rebota en el hervidero de la ubre. Alérgico al gel se rasura con- tra la amura del agorero torno matinal hasta que caduca o hasta que el ganglio estría en la flebitis (asa branca) del trompo. Si triun- fas un tiovivo, pero si no triunfas (sacabocado al glande Mussolini), ungüento y ululante urticaria en el oxidado anzuelo de la vasectomía. Mimo más cruel no hay. El caramelo de Mengele para que no llore y, al lado del osario, la fotografía del ferrocarril y el adeene ario de la orina inundando a la desde entonces desdentada. Le vaciaron entero el paladar y le soldaron (autógena) la cremallera en el ya de por sí deteriorado ventrículo nasal. ¿Y la melaza cefalorraquídea? ¿Y la paraguaya degustación de los palmitos? ¿Y dónde estaba en- tonces Ptolomeo? Se lavan las manos. Yo no vi nada yo no escuché nada, repite la etrusca tía de los hortelanos. Y el vetusto del Vaticano allá en Gomorra, Y Trilce. Y si se seca no es mi culpa. ¿Y si le ven- dáramos los ojos a Isis para que tanteando nos busque en la vendimia? Ícaro huérfano en la cruel edad de su teatro, y títere. Ilusa sed del púrpura hacia el nuncio malversando esa fe en las frías aguas. Hititas por doquier, desembarcando. Y uno mira hacia atrás la misma daga sobre el domo del dogo el mismo día en que Noé naufraga para siempre. Carbono 14 desde el minué de la peluca hasta la ósea pelvis de la lanza. Microorganismos en el indiviso bisel del capuchón, floridos. Una fortuna les costó sacarlo (2001 años de odisea submarina y esto recién comienza). El resto es aerolito, alzar la encía de Dios de los océanos y entonces prótesis; restauradores, cocineros, salmos, testosterona en odres de Odiseo bajando desde Persia hasta la Habana. Qué caravana de flamencos, Funes, enceguecidos adentro del encéfalo orbitando. Y picos y pespuntes y oropéndolas entre los intersticios gustativos de la res desecada en la salmuera (intercostal) y rumia. Azulejo es el mundo. ¿O no? La próstata: azulejo. El ralo rastro del mandril sobre la triste estrella pituitaria, ¿qué? Quieren que diga azucena, ¿para qué? Para o por nada o por puro azul la cena siempre sola y la última olvidada en la uva (pan) y en el centeno (vino) que el íntimo discípulo revierte. Desperézate, salta de tu tatami samurai y haz alma con lo que sobra de ese algo. ¿Te seduce? ¿Te cloroforma el húmero la vid o cómo cantas? ¿De dónde a la laringe si no reza? Absceso (exit) suerte que te tiende el ala cuando vuela; te acantona en la larva del cetáceo y nube y níveo humo el camafeo que tan desproporcionado se desprende del hábil busto ése de Minerva. Mira las manecillas de la arena; mira el esdrújulo grumo de los lotos; mírame a mí; mira -siempre a buen resguardo del pentotal lamoso del vecino- la canora caricia de la infanta sobre el oblongo mohair del circunciso; mira, por último, el calisténico calafateo de los átomos que saben lo que hacen. Haz como ellos, ácrata en la catrera de ese verde eneldo que no arde, y zarandea la cirrosis sobre los leucocitos de Van Gogh, y a ver, en todo caso, lo que pasa.
(sortie)
El cuerpo es la suma de las células, eso es lo que pasa. Qué tanto alboroto y alharaca y qué tanta tisana. Liposucción mejor hasta el cangrejo, hasta la tarahumara de los lípidos; ámbar, hasta que el ámbar vuelva hasta su fuego. Fabuloso, sí, pero a ver cómo. Desnudados como estamos ¿entramos en la tundra? (dame ese palo.) Solos, como estamos, sin el pez como ancestro, sin la manta (andaluza) que me raya, me aloca el cráter quisquilloso con su cola. Salve, huracán o salve, agua presurosa. Hay que entrar, pase lo que pase, paso a paso. Si se espesa, mejor. Abrir en la franela un dulce abrigo y andar alzando el hombro (saltimbanqui) hacia Eldorado aquel del tokonoma. Si acaso un día se llega, no te apures. Duerme en el serpentario del presente con los equidistantes codos clavados en la tierra (húmeda aún de Eva). Hay un vapor que exudan los conejos cuando tiemblan, un halo ralo alógeno que inunda casi la cuarta parte de los cielos. Después te llamarán con la campana y con la líquida sal sobre el espejo trazarán tres veces tu destino. Habrás de entrar ahí, aunque no quieras (¿qué quiere decir querer, o supernova?). No te notas ni tú; mismo mirando bien hacia el abismo no te nativas, entre tanta extrañeza, la mirada. Así es mejor: es el primer zodíaco, el del mono, en el que trastabillas, regurgitas y fieras (ramalazo) entre los ojos. Curry, un poco, en la herida. Sobre el empeine, salvia. Una diosa esa hembra. Se lava suavemente el sobrio talle hasta el talón del dátil sin que resuenen nunca las ajorcas. Después lava la base de su vientre más mineral que arácnido, masajeando las doce veces parsimonia sobre el imperceptible denuedo de la malaquita. Qué tentación de lobo ante el ovíparo, ante el predestinado caldo de la avara defensa personal. Porque la cosa intuye (o, pongamos por caso, Kilimanjaro), la cosa ve a la piedra que alebrestada viene y clavícula y saxo tenor y cataplúm hasta el Asia menor de la molleja. Que era lo que ayer decía el redondito de la banderita. Parado so- bre el parabrisas de los puentes, solo hasta en Nueva York visto en el cine y en esa pastosa menstruación del bizco pintando con los dedos. Lo detuvieron justo cuando llegaba a la i de eneldo, en pleno aire. Se dice que ahora silba en una celda; sentando cabeza detrás de los barrotes se moja de amarillo (hay otros que les fue peor, si no pregunten). Ah, Misisipi almidonado sudando sobre los techos de Tejas. Con las regalías que te han dado compras en Mitla un pectoral mixteca y eliges, sin brújula, la más perpen- dicular de las escalinatas para subir, dorado, hasta la Constelación de Compostela. Una blanca yegua se avizora: es el Espíritu Santo; es un místico en estado salvaje (como quería Paul Claudel que Rimbaud fuera); es la suma de todos los infartos; es Gabriela Mistral; es un homónimo huido del convoy del Gran Kan; es un loco o motora atravesando el agro; es la mascota letal de la tormenta; es el progresivo desgaste de los bienes, y de los manes; es la canoa amarrada a la amura del bohío; es el sistema nervioso que toma forma de mujer; es el avatar de Milarepa; es la escayola del degüello en la heráldica signatura de la vía férrea; es un turrón comido en Alicante; es Ana, es María, o es la Madre Juana; es el turbante manchado del rabí; es un sillón dental desde los Cárpatos; es el pico más alto de los pandas; es el odio potente; “es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano”; es un sacapuntas amenazando al pulpo; es una muchacha de mil años intestada en la nieve; es Caperucita en el cadalso; es la polución nocturna de los dominicos; es el ala lozana del cerillo prohibido para menores; es el barítono teclado del tambor humedecido por la cerbatana; es el iglú mapuche de los físicos; es la sacerdotisa camuflada en la rada de la siderurgia; es el hijo rococó del comodoro; es la asexuada ranura de la japonesa; es un sable de incienso que corta la respiración; es el hematoma del martillo contra la obscena lavativa del trigal; es Astrud Gilberto; es el metatarso entero entrando al colon; es así que las cosas se alejan como por parte de magia; o ¿“serán talvez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte”?; será la duda rebanada en dádiva y servida; será el cianuro de la sangre letal del homicida; será el olor particular de ese tumor en el ojal; será endodoncia hacia el talón mullido; será el dudoso capitel de los cosacos; será llegando a Singapur que ella me ame o ya no me ame; será la suma oficial de todos los candados y todos los cobertizos más la mitad más uno; será la más enorme fosa auricular para los mudos; será el salterio abrasivo del rebenque pautando en su linaza al pedestal; será el salvoconducto del becerro acuclillado entre las ventanillas; será la sobrina pelirroja de los sastres que vivió hasta la pubertad en Bielorrusia; será el ozono del sorbete sobre el pulposo encéfalo raquídeo; será el clueco pelele del Cratilo; será la sediciosa de las suaves ojeras dirigiéndose al sur; será el suspiro de Dios que em- puja sin sombrero hacia el abismo la sombra del suicida; será la espera vana en el andén del siglo inusitado; serán las deshilachadas arandelas maceradas de dos en dos en la ionosfera; serán las infe- lices consecuencias (Toribio no estaba en casa) del tracto vaginal pactado en la difunta; serán las cataplasmas radioactivas; serán se- senta silbidos consuetudinarios sobre la calvicie de los hermanos epilépticos; serán los caracoles asoleados en las turísticas tazas sanitarias; serán asirios a sueldo entrando en Sarajevo; será la garra suave, como dijo Miguel Hernández; o no, o nada de eso, o sólo el cielo azul sin una uña, sin salmo en labio alguno, sin siquiera fijarse en el criminal reflejo de la fuente. No Narciso, no hay dos sin tres; hay Eco, niño insulso, que no oyes; hay anorexia y boscosa ninfa en tu destino (fado) de flor en el estanque. Albaricoque madu- rando al alba boreal de Honolulu, o en la serigrafía de los lamas pegada al parabrisas (resistió las tormentas del Corán y las hordas bubónicas) con el tenor de la intemperie en contra. Hay Creta aún en las pupilas húmedas (empapadas hasta el lunar de la calceta) y a hurtadillas manoseándose (clitóricas hasta en el susurrado catecismo) el inmundo pergeño del bajísimo. Olfatea la Madre Superiora (sargenta en el batallón de san Patricio), olfatea y ondula el rebuzno del cáliz sobre el escocés can-can de las gemelas pelirrojas. ¿Quién anda ahí? dice, pero nadie se inmuta. Susana la siciliana pechugona se aprieta (tiene 14 y pesa tres veces 25) entre los dos dorados angelotes del púlpito y el enyesado metatarso de la Inmaculada. Descerraja (no se contuvo al tropezón histriónico del octogenario capellán) una tal carcajada biliar que salpica hasta el ábside. Ave María purísima, se oye que se dice quién sabe desde dónde. Pero las posesas se abalanzan sobre los católicos estucos y las pulidas platerías de los candelabros; apagan con el aroma de su orina la eterna y santa llama y aquellas que menstrúan chasquean al unísono los muslos hasta en- charcar la púrpura viscosa contra el sahumerio del Viejo Testamento. No había ni Torquemada ni comendador alguno en la comarca. De ahí, entonces, al heno del incendio. Ardió abadía y todo, y ganado lanar y el hortelano y media docena de monaguillos pederastas (pre- viamente a su cruz bien sazonados). ¡Que se alcen bien altas las copas de los vinos!, dijo una (la más parecida, de perfil, a la pagana pitonisa), y un radiante y unicelular ¡hurra! resuena por los advene- dizos consistorios. Más allá de esa escena, de por sí fascinante, vemos, sobre el arquitrabe nupcial aún no consumido por el fuego, a seis u ocho descalzas sudorosas apuntalando al arcipreste (éste se resistía, claro, jalando el hematoma hasta sus más ocultos hábitos presbíteros) en el tetánico báculo (oxido mil años encostrado) del busto del Bautista. De vertical decúbito lo fueron interesando en el acero hasta que olvidase el latín el tan piadoso. Enmudeció con esa fisonomía de los rectos: mester de clerecía o Mío Cid santificado (salve, César, al mártir) por esas aviesas hijastras de Saturno. El resto, ya lo saben aquellos que me siguen, es Médicis y christmas y media luna fértil y un buen bocado (que tampoco tanto es para tanto) de salmón al limón y macerado en añejado oporto de Castilla.
EL SORDO CERCA DE BAGDAD
¿Nada te atañe o todo, testaferro? Forúnculo en el fémur del cretáceo desvencijando, afganas, las alfombras. Un tirabuzón tan aterido entrando en topo, en cava y tú, tranquilo, apelmazado ahí donde el zodí- aco vira a sotavento y gesticula ese bochornoso halo del adiós por la puerta lateral de la enfermería (sala de partos). Con todo, te esperan. Un enano de rebenque a la salida de la charcutería y una eslava (ojos verdes) nodriza de no sé quién. Te esperaban, porque hace un cuarto de hora que entraron al convento, indecisos aún los pretenciosos de si merecían o no merecían, y claro que no merecían. El sacerdote los vio de lejos pero disimuló; levantó el cáliz hasta la empuñadura para tapar así el rictus, el calcáreo cactus de la encía que, hiperestesiado por tal presencia, chorreó hasta el glotis un invisible merengue de alfajor. Qué felonía, venir a molestar, así, en plena pascua. Atragantados entre la pizza matutina y ese helado de pistache pasteurizado en el kibbutz del húngaro. Anabaptistas todos, alzados como canes sobre el can-can de la heredera que se hace la distraída pero, de reojo, bombea la testosterona del alcalde hasta que éste salpica (se mancha el macramé). ¿Y los doce oriundos, qué hacen? Maceran la primicia, la reparten como en aquella célebre Cena, y ni sobra ni falta. La rebaba última va al roedor, para que se vaya aquerenciando en la peritonitis del navideño engorde. ¿Quién inventó la lupa?, se pregunta. Nadie le dice la verdad; nadie nada en esa blanca crema de babel, vol- cánica. Ladran, ladrones de lo ajeno. Nipones existen- cialistas tan atolondrados que aprietan el origami sin querer hasta la liposolubilidad de la sustancia. ¿Pero de qué sustancia estás hablando? ¿Qué te pasa, a vos? Y mira para otro lado, demanda la hora al nonno, trisca (como hacen las cabras) sobre la placenta del cetáceo. La mamografía dio infrarrojo en el blanco, y cenit, y si te descuidas hasta la vena cava te atraviesa y no te alcanzas a recubrir (velludo, el torso) ni con la bandera de Bahamas. Tanto cráter atento en lontananza, tanta carnívora tarántula subiendo por los encofrados de la ingle hasta enroscarse en el hipertiroidismo seductor de la gallega. Y allí abusa. Relame con la mandíbula en bisel la refinería del útero en campal desbandada por el orificio de Berlín (muro de) o boquete superconductor del kindergarten carmelita. Kabuki para la micción de Möbius y radio ramadán al aire mientras catequizan los obuses sobre las zarandeadas sinagogas. Que bramen los más hombres bajo el lácteo nácar del Cisne (conste- lación) hasta que la masa medular del cuásar drénese ahí. Anda ve y dile, bíblico blenorrágico asistido por esos galenos (hunos) de Gomorra; dile la verdad a Diderot en la cara, sin pena, sin creolina que enchastre el manan- tial, la paleolítica témpera del ate, o el semen de Osiris salpicando (como un Pollock) la curvatura del espacio- tiempo que se reacomoda en la plegable asana purga- tiva. De eso se habla cuando se abre, cuando se leva la lona (arreándola en el músculo purepecha) hasta la linda ionosfera del párpado en uso secretor. Porque de lo que no se habla es un secreto: un sidecar bajando desde el oleaginoso celo del oleaje hasta la reseca estepa de esos trompos tan, ahora, estriados que, exponencialmente, pa- recen una medusa envuelta en su mielina amamantando abejas. O en absoluto, in vitro, o in memoriam, por lo menos; o asta, tiara, nitrógeno, o hasta decir abedul en las encías genéticamente adictas a la prosopopeya cas- tellana hamacada en los ventarrones de Algeciras (petro- química; turismo; producción de soya). O nada de todo en el timo del tránsfuga. Supinos. Qué van a saber los sudoríparos si el sordo en su salsa bien se lame. Asa en la traba silente de la Trapa: su lengua; vinagreta. Un men- drugo de cal deshidratada en el mascabado (ah, melaza) enterrándose en la ósea unción de la pezuña (calcio, an- hidro, tortugas), y la hilandera que tararea la Traviata remueve los goznes hasta la misma Micronesia sobre el empapelado bananal. Botulismo hasta en la sopa; bronco- neumonía unida al disimulado Parkinson de los meniscos (móvil menhir) de una sardana serpenteando sobre el belfo azafrán de la gamuza. ¿Instigan? Que instiguen. Kendo hasta que el belicoso ya no brame, o hasta la esterilidad por alcaloide, o, de lo contrario, cuándo volveré al bohío. Batasuna detrás del batifondo. Vascos involucrados en la malaria de los gasoductos (Turkmenistán, s. XII d. C.) y si se quieren inmolar, inmólense; empedernidos como Pedro el Grande sobre los catalejos de una tropa insumisa (ma- rines, miren hacia ahí) acantonados en la rafia que marea las amígdalas (istmo de las fauces) de las bravías chiítas de Bagdad. O dad al Cid lo que el cruzado César se robó: babuchas, chucherías kurdas del Corán, cuarzos arios en cruz, un sudario pret-á-porter que dicen usó Mahoma en la montaña. Boberías blancas de los lerdos. De Bush a Mao la guerra es regla mujeril emasculando mujahiddines sobre el misal de una yihad florida (ver Batalla de Tlatelolco, atribuido a Van Der Goes; Uffizi, agosto 1945). Malsanos, sí, pero ni perdón ni piedad pedir podemos; sonados en el Decamerón del Golfo Pérsico se excitan con el tul de la mozárabe y abren valva alguna tan raquídea que el arameo alpinista no saluda. Asolen con el dharma de la paz que Asoka obtuvo; tilingos rastacueros palatinos, 64 semifu- sas en el unísono estertor nortino de la nova. ¿Óbice? no hay, ni en la arracada (sic) ni en la sinvergüencería de los siux (lat. tardío degradare) ni en la dominical ingestión de la datura. Seborrea, sí. Una estación de tren en el infierno (Madrid 11 de marzo); humo en difuntos ojos retorcidos vasectomizados en la serosa nitroglicerina (uso tópico) de la zarza mora. Ácratas católicos desinfectando acueductos en Segovia (128 arcos); celosos geólogos más antiguos que Lope y castañuela. ¿Cómo comer ahora el sarraceno, ázimo centeno? ¿Con las manos? ¿Con el belfo vaginal de la infla- mada? (mamma mia) ¿Con el deshidratado columpio entre los dientes? ¿Con la alpargata en la tiroides de lo ajeno? Que rasquen en la trementina los bomberos. Bigotudos de botas transalpinas y obis (made in Kioto) de sintético que, al tacto, imitan la seda de Manchuria. Pan para los blindados; garra al topo; testosterona untada sobre Ana (la menor de los anabaptistas), traductora aymará becada por amenorrea; cúrcuma sobre el esmoquin del schnorkel de Simbad. ¡Qué obeso el del pecado! ¿El genetista? Peor aún, el obispo del púrpura pompón que desterró a Nestorio y lo depuso en el concilio (ah, Constantinopla) de Éfeso (allá por 431). Lhassa impresa en la saya de los escolares escoceses (Nerón se suicidó) y Catalunya ardiendo en su latín retinto y carolingio. En tabloide retobo los repliegues de los calzoncillos dan morada a la boa enroscándose en el rellano del porche (te anotaste un poroto) (voz quechua). Envejeces, valiente, entre el desnatado chantillí mohoso (MOMA, Nueva York.) y la parusía que parece que vendrá y te hallará esquelético, Siddhartha, abrazado al Pravda y en pleno trance cutáneo de erupción. Eso es lo que dicen (que vociferen, que vomiten, tullidos, toda la colada de la escoria [Altos Hornos] entre la dilatada ría de tus piernas más prensiles que el ánade). Ah, Mauritania, le dice, y le toca la mejilla con el pelo enguantado (cabritilla) del gar- fio (oxidado en Lepanto) que le rasura en un desliz hasta el terciopelo del pinzón. Ella maúlla. Ella le sorbe el ma- drigal con la ventosa interesando el ulcerado tejido de la hernia, la estalagmita de la histeria en arco, el geiser gás- trico hinchado por esa leguminosa masa de las chinches. Ella (a causa de la contracción) expulsa el endometrio por la rajadura glandular del aro y él, ni lerdo ni perezoso, lo apisona con la fruición abierta de los metatarsos pre- viamente bien enjabonados hasta licuar lo velloso del tejido que sede al fin al magma. Se lo unta. Todavía con- serva la placenta esa húmeda saliva nativa del cretáceo. El chorrillo llega a las ingles de las edecanes que, ador- miladas por tal ámbar, se entretienen en una porosa sevi- cia neurotransmisora (serotonina sobre todo) con tal tesón que hasta los nada propensos tunicados comienzan a secretar una mucilaginosa nectarina más adictiva aún que los almizcles. Eso, de noche. De día amasa obleas, ella, la mil veces ilesa tramontana, y él aldaba u óbolos hacía cincelando con ma- no megalítica el colorado coloso de los níqueles. Nadie en la comarca lo emulaba. Ni esteroides ni ántrax en el tórax, ni esa anorexia del Bolshoi, eslava. Abovedando en inca postura el tenso glúteo, tira de la polea, apoya, no se sabe bien cómo, el codo en el cartílago del catre que (más apo- lillado que Pompeya) cruje bajo el sobrepeso del cólico (irritable ese colon) hasta cederse en un astillado cataplúm contra el morisco cadalso de la losa. Lo levantaron entre dos y aún vivía, o al menos respiraba porque sobre el parqué im- perial quedó impregnado un prefijo (Haettenschweiler, parece que decía) que ni el prefecto supo descifrar. Lo enterraron atado para que no se moviera pero en vano: se movió has- ta Alaska el enconoso, arrastrándose, con la pelusa de la capucha latigueándole el glotis, chamuscándolo, helán- dole hasta el píloro en la hiel. Qué le van a venir ahora conque sí le atañe o no le atañe; absténganse, contusos; mírenlo sin chistar ni una pestaña acoplado al apócope del tímpano y aún ahí nonato en su sepelio; silbándoles, zorros (suavecito), con los dieciocho zapatos en la oreja.
EL SORDO ENTRE LOS SILFOS
Sanforizar a silfos, qué catarro. Qué mastín hacia el turco abraza umbría: asas que el río atara entrando en forma. Una matriz más láctea; un lémur lelo acaso por longevo pero más por alzado al dilatar la lengua en demasía. Lamosa que es la Pascua cuando sazona incas y acatas a la tropa y con los dedos tuteas a la roca. Un comején tan esforzado de la forma, una mulata marabunta del cincel, un ciego, solo, sobre ese prieto oro de algún choro. Lluvias que sobre el calvo sones suenan; hermosas mariposas de argamasa pétreas sobre la brasa y, si suben, chasquean chinchulines; un candomblé (alborozo de satines) que en poderosos poros de alabanza a la fe hacen fer- vor, y a ese Redentor en tierras de caribes que más etéreo es, cuanto más catecúmeno y más ácrata. Ah, el intrincado intríngulis en flor de la made- ra a la pradera al ramo azul marino de los gnomos. Anfibia ameba madre hacia la catapulta de su orto. ¿Y ese suave ósculo de toro (primavera-vera- no) entablillándolo en la comejenera al tiroideo? Sinfonizar a silfos desde lejos (Nuevitas, Camagüey), qué gracia tiene. Gasoductos mejor sobre la leche (por hache o por be) hirviendo en su esplendor de grados Fahrenheit. Eso sabe mejor, mejora hasta con creces (crin de un croar) la dirección del árbol a su savia; el pío atuendo, la virtud dormida, la alegórica ceja en ar- co alzada. He ahí la hiel helada, el sudoroso dardo del amor que se añejó en rencor (Noel Rosa), en llantos y en tordillos cardúmenes de yeguas. Y, si mengua, si el plomo de este cielo encubre un sol y una ideal ciudad a- soma ahora y amasa con sus rayos nueva aurora; una atarraya al vuelo de aleluya zarandea el zazen de nomeolvides, olorosos pretiles de jazmines, malvas, mieles, menhires, Moctezuma, soldaditos de eneldos infantiles, mañanas más febriles y piadosas, más acacias en flor, más olorosas manta- rrayas voltaicas, sediciosas. Un asomo de asombro asola el mundo, un án- gel más malayo que cupido contorsiona en la ciénaga, se asoma y entre los lacios lotos lanza aromas, acéfalos, baúles, ventrílocuas ventiscas de algodones que rozan, ralo, el suelo y en segundos, zodíacos sazonan sobre el mar. Detengámonos en este punto: el mar importa. El mar es un minús- culo lugar. Lejano, si se mira desde arriba; zutano, si se ve desde el dintel dorado, en duermevela, del alféizar. El mar es un morisco invertebrado, abominable ogro del nadir; eccema etrusco, alvéolo de rizos, rocamboles- co rizoma carcajeado en esas catedrales indecisas. ¿Qué es el mar? ¿Qué es lo que lo excita? ¿Por qué tan vertical su son entero? ¿La alógena ala- meda de sus pulpos posesos del carbono? El mar te ve brillar desde su co- losal portal de Rodas, te ve, indeciso, tiritar ante los remos, tiznado has- ta en el quepis troncocónico (vis á vis la visera), alardeando en un más que ininteligible malayopolinesio aprendido en las penitenciarías de la Santa Sede. Ni el pentotal te espanta, se diría. Pero (así como te ven del otro lado) ni a las algas seduces (Ulva lactuca) y a los algarrobales mu- cho menos. Irán te llama (imán) pero no oyes. Ladran los perros pero con esa cera en cada oreja, ¿qué te queda del tan antaño vuelo de torero? ¿Tu pipa? ¿Tu británica felpa afranelada que un día te dio en Bombay Ana Bolena? Vamos, chinchorro, no mientas más y chilla por la fosa bronqui- al y tórnate veloz y purasangre. Zigzaguea descalzo sobre ese filo de cu- chillo y contorsiónate debajo del eccema hasta más de la médula biliar, hasta la mitad más uno de ese himen invicto en sus amorosas extensiones, ya sea de azadón ya sea de hoyo. Suénate silfo, inmune al vendaval detrás del vidrio. Pátzcuaro y Eva Duarte te saludan. Sal al lodo, a la sal, suspi- ra en sánscrito hasta deshollinar la abeja reina. Ah, ralea peor: mudéjar meningitis a tu doceavo hijo sólo dejas y a tus turcas (de terracota) ma- rionetas. Armario bávaro; bebés en agua hirviendo; festón; rocalla; man- tas con delicadísimos bordados (Col. part.); osos de porcelana y loza a- zul; un poco de tomates para todos. Terramicina untada en los tendones y, por si alguien silba o por si alebrestados pordioseros opinan del honor, una aporía; una bazuca beat en los gimientes intercostales del todoterreno; un toqueteo linfático de topless que Leda alza al púlpito y aplauden; una masa drenada chasqueando aún flebitis de las asesinadas usureras; un haz rumano (hazmerreír) de angelicales cuentas anarquistas; uno a uno cual piélagos los yuyos yuxtaponiéndose sobre los quiteños contrafuertes de las centrales hidroeléctricas. Una multitud (más de cinco no son) implora mundo e importunan (tal vez sean tres o cuatro) al pobre horticultor y a su mujer; ésta, sin miedo, extiende su veneno: insemina en la hez todo el tazón que luego en gesto amable les ofrece. Frunce un sudor el coño en la hortelana y alza sobre su polaca pantorrilla aceitunadas mañas del mar Muerto. El hombre que es su dueño (la compró en Gibraltar después del tratado de Ultrecht) no la mira, asiente sentado sobre el yelmo del casco, mientras sus malformaciones abanica. Liendres que sin frontera irrigan Roma; odres mal horadados que, sobre los terraplenes de formica, asaltan alfareros, olisquean entre las desperdigadas almorranas algo tal vez mejor: un tufo de tractoras que se alza desde el aljibe al alba (infectocontagiosa) bamboleando el betún umbilical. Meridionales totopos en la Cefalú de la polenta. ¿Ámbar? No, ámbar no, pero sí un buen chorrillo en la mucosa vegetal que descendía hasta el Éufrates y (no me digas que no) bestializa- ba (¿ya viste cómo?) a esas afanosas huerfanitas. Después, los podólogos, los más que convencidos asturianos (¡Ábrete, sésamo!) asesorados en la ce- santía de (halcón maltés) algunos pésimos cetreros de ultramar. Marta mi- ra los fiordos: cuece avara las habas. Atrasada en el alfalfal aleve pule lonjas; alguna alheña corta para oler en tanto entra en la alhóndiga y de- rrite, descalza (dubitativa, un poco, por el buey), buena parte de la ali- mentación parenteral (vía catéter: calle de la sonda) suministrada después de la indigestión del salamín. Tonta tu abuela, contesta en un alarde el ti- betano desde algún saledizo traspatio de Teruel. Él, va hilando fino una respuesta hiriente que insurreccione alevosa a la comarca. Catea con la lengua la amalgama de María y lubrica la rúbrica que el sable (láser) le- siona sobre el estigmático enfisema de la madona tan inmaculada. Extir- pa así lo viscoso al biscochuelo para que al menos respire por la tráquea (mientras Galeno mira) y mude, a medianoche, el hojaldre del ventrículo, lo acusatorio de esa dentadura tan isósceles, o sepa Dios qué soberbia bilabial. Hospédame, le pide. Acuclíllame, le ruega en raudo llanto in- decoroso mientras tantea la cerbatana tarahumara debajo del destartalado canapé. ¡Silfo, no salgas! Pero, seducido por tal portento en erección, el silfo sale. Asoma al aire el pólipo alpinista albino en lo incoloro del cro- ar. Sale, se moja sin querer en aquellos rocíos del laurel (miren que se le dijo), y en la epilepsia el prepucio y la parusía del palpar: 1) la pana apócrifa, 2) la salvia en salivoso retintín, 3) el haloperidol para la aorta de los dengues. Intímame, un poco. Tócame ahí. Azuza al zorro. Un cas- co maya (Jaguar 2) se enjuaga en las brumosas alboradas del Usumacinta hasta (tan pusilánime) taponarse en la pelusa. Ano más recto en ese reino no hay o si aún lo hay ya no se ve, entre lo verde, entre lo verídico de la voz y lo vetusto, entre el alter ego y la inminente vasectomía a rajatabla. ¿Mentirle, para qué? Decirle toda la verdad tampoco. Hacer entonces un épico poema con su piel (dermatitis mediante) y en ese arrorró del estertor sedarla contra lo balsámico sobre los irrigados rieles y alelíes. Es lo mejor. Es, tal vez, lo de menos. Sin brillo, sí, pero también sin pausa. Sustituyen- do aquí, sustituyendo allá (orina para hacer ámbar). Desasosiégate y tiem- bla, impenetrable. Estate derechito en la piraña; impotente estate. Estría entre la gasa el bravo bronquio y, cuando algo te apunte, ordena tú la car- ga a la a mansalva. Cromosoma, dime, ¿duele tanto lo lácteo? La tijera al acecho de la seda, ¿duele? Si no fueras, forúnculo, tan dado a trasmigrar te habrían ya atrapado entre las impresionistas postrimerías de las redes, afónico tatú de tu natal Noruega. ¿Acontece o no acontece? Nadas, meri- dional pero en el Ártico. Soplas en las velitas de los trópicos y si el vol- cán se apaga pataleas, pretérito (ah) en el cóncavo recoveco de la pólvora. Cataluña 1937. Unos camarones de napalm (agente gelificante) momentá- neamente marinados (a la sazón) en sidras infecciosas te hacen amerizar en ese contuso fórceps de la fe. ¿Goethe me ama, Fátima? Porque el fervor se afana en sufrir mientes, se acuclilla en la cana y se acanala al mínimo con- tacto del atún (tonina acata kimono). Ono no Komachi lo sabía: “¿Es sue- ño/ o es real este mundo?/ ¿Puedo saber/ qué es real, qué es sueño,/ yo que ya no soy yo?”, así decía. Asia es más irreal que la cicuta, más ácida a la papila palatina, más hacendosa en el honor la espada que el laurel. ¿Y el loto de poliéster? ¿Y la empapelada patineta del shogún? ¿Y el mexicano Felipe de Jesús crucificado en 1597 en Nagasaki, qué? Murasaki Shikibu no responde; Kakinomoto no Hitomaro (periodo Nara) no dice nada (lo an- tologaron en Man’yoshu), o dice poco: “Creía que era valiente:/ las mangas de mi traje/ están mojadas por el llanto”; o, después, dice mucho: “Cuando me ocurre/ detener la mirada/ en las profundidades/ de mi espejo claro,/ al que allí encuentro/ es un desconocido”. Kaga no Chiyo quedó viuda a los 23 y escribió haikús hasta 1775 (murió el 2 de octubre), y, como Cocteau, también pintaba. De Ki no Tsurayuqui nada de sus orígenes se sabe, pero se sabe que recibe el imperial encargo de realizar la antología Kokinshu (1 111 poemas en las formas tanka, choka y sedoka ordenados en 20 tomos) y se sabe que dejó algunas fulgurantes anotaciones como ésta: “La poesía japonesa tiene por germen el corazón humano y se desarrolla en innumera- bles hojas de palabras. Muchas cosas conmueven en esta vida a los hombres: luego tratan de expresar sus sentimientos por medio de imágenes sacadas de lo que ven u oyen. ¿Quién es el hombre que no hace poesía al oír el canto del ruiseñor entre las flores o el de la rana que vive en el agua? Poesía es aquello que, sin esfuerzo, mueve cielo y tierra y suscita la piedad de los demonios y dioses invisibles; es aquello que endulza los vínculos entre hombres y mujeres y aquello que puede confortar el corazón de los feroces guerreros”. Pero Tsurayuqui fue, incluso, un delicado e ingenioso poeta. Veamos aquí su último poema: “Luna en el agua/ recogida en la concha/ de una mano:/ ¿es real o irreal?/ Eso fui yo en el mundo”. ¡Ah, Basho ahí, después y para siempre! Llamábase Matsúo Bonefusa y nació en Ueno (la provincia de Iga) en 1644, en tiempos del shogunato Tokugawa. Como mis- mo él decía: su poesía debía “cambiar con cada año y refrescarse con cada mes”; cambio constante y constante permanencia en el asalto apenas ruidoso de la rana sobre el acuoso himen de la lama (Góngora leyó Basho): “furuike ya/ kawazu tobikomu/ mizu no oto”. ¡Ah, Basho en ese chapoteo y más allá! Croa el anfibio y salta en tu poema, o no croa ni salta: aún espera la inco- lora y ninguna albúmina vacía de algún dios, la seña inexistente de un al- bino alveolo veloz que no se ve, la vena cava ácrata de pronto que salpica asaz sobre el asbesto y (kakemono en el presbiterio del motel) mancha las impecables raudas realidades. Ah, monje mochilero, Osaka, Kioto y Nara oyeron la emoción de tus sandalias en ese peregrinante zazen que habría ad- mirado Heráclito y no vio. Todos quieren ser como tú, Basho Matsúo, pero pocos, en algún segundo, quizá fueron. Li Po quería ser Basho; Lao Tse que- ría ser Basho; Kung-tse (más conocido como Confucio) quería ser Basho; Marco Polo quería ser Basho; Kubla Khan y Coleridge (después de algunos granos de opio) querían ser Basho; Pound (ver “China Cantos”, también i- dentificados como “Dynastic Cantos”) quería ser Basho; Kawabata Yasunari, William Shakespeare y Bertolt Brecht querían ser Basho; Eisenstein en 1925 quería ser Basho; Béla Bartók quería ser Basho; Oscar Niemeyer quería ser Basho; Carroll (Matemática demente) quería ser Basho; Le Corbusier y Dix querían ser Basho; Santa Teresa de Jesús quería ser Basho; Maiakovski que- ría ser Basho; William Carlos Williams quería ser Basho; Yoko Ono quería ser Basho; Fernando Pessoa quería ser Basho y lo fue, y su cuerpo reposa ahora a la orilla del lago de Biwa, en Otsu. Celan fue Basho sin quererlo; Artaud por poco; Jesucristo fue Basho cuando caminó sobre el agua; Hernán Cortés lo fue en su Noche Triste; Buda fue Basho mil y una noches; Joao Gilberto fue Basho en Ipanema; Vallejo fue Basho en su húmero; Unamuno quiso ser Basho pero no pudo; Arthur Cravan fue Basho en Veracruz y Arthur Rimbaud fue Basho en otro; Allen Ginsberg fue Basho; Jodorowski fue Basho en Jerusalén; Juan de la Cruz fue Basho en el Carmelo; Tablada fue Basho cuando creía que era Li Po y era Li Po cuando creía que era Basho; Eckhart fue Basho en el desierto; Baudalaire fue Basho después de morir; Beckett fue Basho cuando escribía en francés; Edith Piaf fue Basho cuando nació; Felisberto Hernández fue Basho cuando nadie encendía las lámparas; Martín Fierro fue Basho; Mario de Sá-Carneiro estuvo a punto de ser Basho; Chuang Tse fue Basho cuando soñaba ser una mariposa que creía ser Basho; Breton fue Basho pero nunca lo supo; ese Oscuro de Éfeso (“¿Cómo puede uno poner- se a salvo de aquello que jamás desaparece?”) fue Basho; Francisco de Asís fue Basho antes que santo; Duchamp tenía grandes expectativas de ser Basho; Dante fue Basho en ciertas artes del Paraíso (“desasosiegos sosegando alerta”); Altazor fue en la imprudencia Basho y Basho fue un bisonte de Altamira que desde la caverna y hasta hoy nos mira. Brillo de Basho en el jabón pomposo; brasa de Basho ardiendo en Villaurrutia; atónitos taladros, madrigueras, o- titis tan atávica como una milenaria malversación de minotauros. Ah el pen- dón del auriga, las kilocalorías de la musa habilitándose en esas sedas del deshabillé que corre, loco, hasta la suave ría. Arrestos de un romano dios difuso que invoca imberbe vaho de un Baco alado. Tigris reflejado en sus mejillas. Caspio, Arábigo, Mediterráneo, Rojo, Caribe, Negro, Muerto, Bál- tico, de Tasmania, de Coral, de Japón, de Ojotsk, de China Oriental, Tirreno, Jónico, Adriático, Ligur, de Noruega, de Groenlandia, Céltico, de Irlanda, Blanco, de Barents, de Sulú, de China Meridional, de Filipinas, de Luzón, de las Célebes, de Bering, de los Chukchi, Amarillo, del Sur, de Beaufort, del Labrador, de Timur, de Arafura, de Tasmania, de Wandel, de Omán; porque el mundo huele a mares, mujahiddines; a sal que huele Alá y a la abisal llanura azul e invertebrada huele todo el planeta; toda la atonal tes- tosterona del anfibio delfín que cruza, numismático, tus cráteres. Ah, mar que no me acuerdo dónde rompes, dónde alisas mis pies de arena fina, mis amplios palmerales patagónicos, mis sajones cenotes, mis pulpos dálmatas, mis misioneros cardúmenes de meros, merluzas, bagres, calamar-calamar. Ah, mar que enarca barcas en sus rizos y rasca al sol las barbas de los pinos. Mar aún más que plural: un mar unánime anda entre los vivos arrozales y entra en la estría seca de aquellos advenedizos terraplenes. Un marrón mar llamado Río llora entre dos patrias parecidas; un agua inmensa desaparecida asordinada fluye hacia el olvido. Un mar igual a un médano, a un molusco, a una masa encefálica roída por los cantos rodados de algún mar. Un mar que guarda algún anillo de oro, mordido, taladrado en el carnal abismo de su centro, en su lisa y sin dientes boca abierta de Munch y ahora abierta al pólipo, al coral, a la legión de los enconchados silenciosos, y abierta ahora a las ventiscas azules de lo húmedo, a los desconfiados catalejos de los peces tan quietos como plantas, a los alvéolos veloces de los depreda- dores carniceros (lince del agua el tiburón nos mira), abierta al fuego tóxi- co del mar que lija, anillo, tu diadema, lija tu O de asombro mineral y te barrena un poco y te retuerce y túmbate mejor sobre la arena, sobre la gre- da al fondo de lo hondo, sobre la capa acuífera que arde como una quema- dura sobre la delicada epidermis de la novia. Ah, qué mar aquel Río, qué costilla flotante entre los esqueléticos. Sordo sin sol, ¿adónde? ¿Cómo, entonces, el dolo de los dardos bajo las bien temperadas escotillas? ¿Có- mo, ahora, canícula y catástrofe entre los oxidados crisantemos? Una japo- nesa de Oaxaca agita sus ajorcas sobre la bronca boca de aquel geiser e in- seminada en vaho de azufre vive; sube a su piel el caldo de la sangre y des- de ese poro extrovertido miren su polución, miren su erguido curry en cho- rro espeso, miren, de pronto, la activa hemoglobina en la hemorragia que va entibiando muslos, lubricando la rótula, sazonando la catarata de los pies de aquella diminuta seductora. Dios se arrodilla. Dios, para besar el torbellino, se arrodilla. Miren ese Misterio, desatentos. Miren el amasiato de lo único que cobra en cuerpo opaco transparencia. O no miren ahí ningu- na flor, ninguna abeja o reina, algún Vishnu sobre su pájaro (Garuda) en vuelo alzando a Lakshmi hacia Vaikuntha. Asómense mejor y salten, silfos, la olímpica ilusión y caigan sobre el eje de ese ruedo, de esa rada que gira sobre el estetoscopio de la nada. Ah, caboclos; ah, insulsos ahí sumisos re- mirándolo todo desde el embaldosado porche protector. Chuquicamata tal vez, a cielo abierto, o un ídolo geométrico de Siros para tutear tu fe, o me- jor (paren la oreja réprobos) un chofer como el del Buda que te hable al oí- do de la Vejez, la Enfermedad, la Muerte, y un lejano Humboldt esa voz.
EL SORDO Y EL ARTE DE LA CETRERÍA
El odio al oído no lo inmuta; sí la mueca en el mameluco metalúrgico y ese cacareo inhábil y nihilista que lo asemeja, de perfil, a Nagarjuna. Pinta adiposa cana. Camufla el look. Algo comparte, pero poco. Cuan- do lo encontraron deshecho en el desierto con la dentadura delantera tendida en el detritus, castañeteaba. Lo reconocieron por el bajorrelieve del injerto (dragón Wang Wei) debajo de la ingle. En esa enrarecida at- mósfera los ojos, tanteándolo todo por las comisuras. Foto fija (la mujer policía lo patea), con ánimo de dolo pero sin el orificio de salida. Ayu- nando sobre la destartalada silla de montar, derecho va el viejo. Después atún hasta el hastío en los esteros. Ranurada la frente por el roce del zar- cillo; corva la boca; el índice desguarnecido de falange por un inoportuno tracto al tramposo deshabillé de la heroína (qué badulaque: activó automá- tico el obús) allá en los tugurios caseríos de Altagracia (región renana, al sur; nunca se puso el sol en ese enero); la canana abotonada en la chaqueta militar (federalista hasta en el tálamo nupcial, maldecían los empalagosos herederos) oliendo a almizcle, a pólvora, a la anarca leucemia de Durruti, Si lo torturaban escribía rencor con el muñón del palmípedo intermitente (cría de ganso) sobre algún algodón traído por las indias. Se durmió en el alero del aljibe una vez que hubo merendado toda la salmonella del rector (alguien alquitranó ese taburete). ¿Y? ¿Lo mataron? No, no lo mataron; solamente hirieron su moral. Después de la trifulca (Sarah Bernhardt) se le ve siempre solo, nadando sobre los facciosos cuarzos, mariposa. Piedras le arrojan los gurises guaraníes (guachos de mierda, susurra anfibio el sor- do y lanza en quechua un chijetazo que abrasa hasta media ladera del vol- cán) y, para colmo, los expósitos guarros relojeros guaseando con el acné entre la piscina y la vecinita de la central nuclear. Qué combo, todo. Al- canzar la otra orilla. Asegurarse un jubiloso retiro en el alcázar (como querían los padres de la Iglesia) y dos más dos son cuatro. Pero a nado no llega, sin ayuda (arriba) de los del helicóptero. ¡No va a llegar a nada! le gritan los esbirros del gramófono (Leticia alza su falda, acuclillada co- mo de costumbre sobre la porcelana del bacín, enseña al sordo el metálico bisturí y, en la entrepierna, la tatuada rosa pecosa calcada de la poblana talavera). Entonces sonríe, sordo a la canallada soldadesca, se sacude. Se- ca el suspensor y los supositorios en la rama (arrayán, o mirto) y mira ha- cia lo alto de la senda, hacia la cimarrona hipotenusa entrando en selva, en ascuas (¿será que así se dice?), en el tobogán de una ventura asíntota y grandota. Hay fiesta en la favela (paella, champaña y chimichurri), hay un halagüeño sueño novo que se delata en el sabor del vino y la morcilla. Bailen, batuquen, bésense (tambaleando en el terreiro espeta el sordo); saluden hacia el cielo lo que pasa (hala la Virgen ala) y alabados los beo- dos, las medusas, Lisístrata alabada. Tratan de asirlo los carabineros por la espalda pero no se animan (para lo que les pagan) así a entrometerse en el barullo; que se embadurnen todo lo que quieran, que alharaca la caca y el incesto; después de todo, nunca en su jurisdicción fue consumado (salen del servicio). Suenan timbales si Prusia capitula; clarines suenan si zozo- bra Alsacia; raya Brahms con los dedos una saya y ruge al nororiente el Brahmaputra. Psilocibina para el palafrenero de Versalles, piden en las pancartas doce provos (“Aunque usted no lo crea: Cristo vive”). Un susu- rrado samba en latín triste clausura el carnaval. Buenas pasturas el siroco augura; repletas atarrayas: guacamayas. Una flauta de pan y un pastoral Virgilio sin su Dante despiertan al troglodita sordo de su siesta. Soñaba con Fourier (californiano), con treinta y seis estampas de Hokusai (Colec- ción de Rigoberta Menchú), con Antonioni, con alas para hablar tal vez de Mitla, todo, y las Enéadas; soñaba (Martha Graham) con regresar catecú- meno al Mar Dulce (Verona queda para el otro lado) tras tropezar tres veces con el brillo volátil de un martillo. No se pudo; la puta que los parió (y de poderse, ¿qué?, diría Pessoa). Nadie salude al rey que va desnudo. Nombren fiscales en la Noche Triste (cortesía Renault) y si a la larga algo recolectan o atesoraran (intestinos delgados por ej.) sosiéguense en el fuego de la dá- diva y al carbón lo que sobra y a la soga (cordel) toda la carga. Eso, despe- rezándose, pensaba; perplejo en la quietud del que examina y en la exención (enhorabuena) de las meticulosas medallas asesinas. Can-can las chicas, los toreros lodo hasta en la zapatilla salpicado. Un ciclo de preguntas que genera un inconcebible ciclo de respuestas. Un anhídrido aquí, un categórico helio en cualquier parte; un hoyo negro en la verruga del bonsái; una enorme tara- rira nada nuda; un halo (oro) en la coronilla de los bizcos; un ciempiés que se aleja en cuatro patas; un tiroteo detrás de las pelucas; una estela o bande- ra de malhumoradas uñas de elefante; un sorpresivo graffiti trazado sobre el cuasar; una atonal cantata en los incendiados gasoductos. Qué paliza en el polvo la polenta (mientras alguno la vértebra le arranca), qué nitroglice- rina en tren expreso (de 2 a.m. a 3). Porque quietud, quietud, que bien se sepa o que algunos suspicaces lo sospechen, no hay, no habrá, no se cono- ce o hace tiempo no pasa en este entierro. El tiempo es una bomba acústica acatarrada entre los intestinos de las hadas. La gama del Omega en el cu- cú del péndulo sopesando el inminente knock-out técnico. Y el mundo es flor de un día Quetzalcóatl. No te ilusiones porque no hay, Narciso, nada dentro del espejo. Gusanera de agua, silogismos, un diástole que dura has- ta el solsticio y que, reverberando allí (fractal hacia su Andrómeda) game- to tras gameto curva cruza. No hay libertad (palabra swahili) gravitacional en la galaxia, hay un chorro de luz de alta frecuencia eyectado hacia el ló- bulo. Y las preguntas migran: ¿Cómo es que no se expande y/o destruye el chorro a través de cientos de miles o de millones de años luz? ¿Qué es lo que lo mantiene confinado? ¿Por qué sale en forma de chorro? ¿La aparien- cia de pelotitas se debe a inestabilidades del chorro o es arrojado así el ma- terial? ¿Por qué y cómo desemboca en los lóbulos? ¿Qué mantiene confina- dos a los lóbulos? ¿Por qué las radiogalaxias son elípticas? ¿Por qué las más potentes se encuentran en los centros de los cúmulos? (Fig. 37. Imagen de la radiogalaxia NGC 1265 reconstruida por computadora.) Se cree que lo que puede producir la curvatura de los chorros es la presión del medio in- tergaláctico, se oye decir. ¿Y Dios? ¿Alguien entre los torcidos intersticios dijo Dios?, se preguntan los mellizos del psiquiátrico. Nadie alba la voz, nadie se mueve: el chorro, la migraña, la longitud de onda de la acacia, el corrimiento al rojo del hidrógeno. (Años más tarde, Greenstein comen- taría: “Fue un caso típico de autoinhibición de la creatividad por exceso de conocimientos formales.”) Menos mal, la palabra; mendigos hasta en eso, sosegándose; asiendo en el radiotelescopio alpina altura y en la adicción de más (o en la de menos) un raleado muaré de fina presea bautismal. Altamira, mantel y monolito. Velas, dos copas, un verso, Garcilaso (“Corrientes aguas, puras, cristalinas”) entre las aromáticas glicinas (si te empalaga el espumoso vino te halaga la mirada de menina). Nada más que escuchar: el pecho abier- to y el rubí de la cara y en las manos marfil, entrelazadas. Ah, luna oculta Amor en tus secretos. Déjame adormecerme entre la bruma; perderme pido en un silencio incierto y que Caronte reme hacia los muertos. Y nada, sin embargo, enturbia el vidrio. La masa minusválida indecisa drenando al vie- jo conejo en la galera y cuarenta cornudos en la cola recién diagnosticado el socialismo. Qué panorama, ¿no? Si hasta Epicurio ríe (como se dice por ahí: se desternilla en la silla del círculo polar que fabricó Alighieri). ¿O no se dan cuenta de nada? ¿Con tanta clase, acaso, no multiplican consecuencias? ¿No Heráclito? ¿No quizá ni Lao-Tsé? Un Séneca que silba, distraído, atrae a los cetáceos. Habla un delfín amable; el perro blanco viejo de Spinetta sacude en el Jardín de los Presentes sus aletas. Tordo, alacrán, herbívora vicuña, volátil marinero el gavilán y su hermana jirafa en la sabana. Sesudo inverte- brado, tunicados, mares que a la medusa nunca alcanzan, anfibia coralillo de colores que cruje, cambia y, en el verano, croa. Todo es un porvenir pre- térito de formas que al movimiento de la luz incitan. Busca un lugar mejor, en los confines; afina aguda puntería el pico; apostate entre los bustos más idílicos (que en Compostela sobran), pero ni aún así trovar podrías ese in- diviso friso al paraíso. Indurada lesión el pensamiento que en cráneo inapa- cible tanto tensa. Tasa, mejor, tu pena, tartamudo. Para evitar excesos, eva- lúa. Constata (como aquel, en Éfeso, lo hacía) todo aquello que pasa: lo que piensa el piadoso y lo que se le ocurre al poderoso; lo que mancha o lastima, lo que a la greda ensucia o sala encima; lo que en el esperpento al gozo obli- ga y aquellos alimentos que hacen hablar demás a la barriga. Deja de andar rengueando en la saliva, soplando inútil vela en ese mar; mejor, ajústate el cinturón, toma la azada, rotura tu jardín con tal ternura que, sola, la pereza se disipe y empieces a sentir que así exististe. Fósil de mí, de ti, de agusana- dos lirios espantosos, de pedregales harto presuntuosos, de filiforme fascia radioactiva. Bebe en la fe sin Dios el desatino que en cáliz de agua trans- parenta en vino la nada que la ninfa deposita: faunesa japonesa que en ti habita. Ah, Amanita muscaria; ah, Antracita; ah, águila tan ágil e imperial; ah, Anita y Esthercita, Ivonne de Bonn; ah, Olga rusa y sucia; ah, Úrsula que a los viajeros desde esos Urales precipitas. Espesura madura en la bo- tánica jungla de una ranura consagrada en boca. Voto mayor no hay, salvo el silencio. La voluntaria Trapa de la amígdala que te exonera de la tórpida tos de la palabra. No me digas que sí, no me digas que no. Mejor, no digas nada. Átate el cartílago del habla al alto mástil y, sereno, sonríe a las sa- lobres edecanes que Ítaca te espera. O no te espera (acá nada es seguro, Minotauro). ¿Entonces? ¿Quién dijo que la sombra duele menos? ¿O que el sol duele menos? Ah, la sombrilla; la reposera o tumbona sobre el vaho del azufre que vomita el géiser en los tórridos témpanos de Islandia (gla- ciares, volcanes y viruela, s. XVIII). El chantilly de una eyección que em- papa la ionosfera y salpica hasta el báculo papal. La Vía Láctea que escupió Herculano emanada, a presión, de esas potentes tetas de Atenea. La creación es caldo caliente de cultivo. Arde el placer y goza lo que arde. Quema el que ama todo y cauteriza. Mono de fuego entrando en la rompiente y derritiendo oleajes con su cola. Ola, la cascabel, que antorcha agita mientras el tigre a- liento resucita: cada raya un dragón, cada partícula ejércitos de garras pre- medita. Mundo: como vos ya no hay dos (exagera el sordo emocionado); cuasares, galaxias, nebulosas, horizonte de eventos de partículas: todo en temblor en esa milicia del amor (militia amoris, en latín de Ovidio), en esa fuga, Febo, de Dafne hacia la madera del laurel. Metamorfosis sin meta- lingüística; una física celeste de fusiones que canta aquí y ahí, que ensaya más allá, quemándose en el lactumen de lo fólico. Es que (razón habrá que darle a quien lo dijo) el mundo está bien hecho (Auschwitz-Monowitz & Auschwitz-Birkenau). El mundo (ah, parapléjicos), parece que está bien.
Víctor Sosa (Montevideo, 1956). Vive en la Ciudad de México desde 1983. Publicó en poesía: Sujeto Omitido (1986); Sunyata (1992); Decir es Abisinia (2001); Los animales furiosos (2003), Mansión Mabuse (2003) y La saga del sordo (2006). En crítica: La flecha y el bumerang (1997); El Oriente en la poética de Octavio Paz (2000), El impulso. Inflexiones sobre la creación (2001) y Derivas del arte contemporáneo en México (2003). Trabaja como profesor de literatura y de arte en la Universidad Iberoamericana y en otras instituciones. |