
Promo Versión 5.0
| |
COLUMNAS de HISTORIA
Columna 1
|
Elpidio González
La primera
es muy especial, se refiere a un personaje histórico argentino que ha
sido olvidado.
Y para saber de quién se
trata, hay que leer la columna completa, a menos que descubra antes de
quién se trata, o que haga alguna trampita y lea el último párrafo.
Lo hicimos así en la
radio, como homenaje y, ahora, es de ustedes.
COLUMNA
1
Emitida el día 2 de julio del 2000
DESCUBRIENDO UN HOMBRE CABAL
Presentación
No vamos a decir su nombre, ni a dar pistas. Pero hoy, en la Columna de
Historia, vamos a hablar de un hombre muy especial, de un verdadero
funcionario público, de un político de nota, de un hombre honesto que
ya se fue y que dejó un ejemplo para la juventud.
No se habla de él casi nunca. Por eso, la idea es hacerle un monumento
de palabras. Reconstruir su historia, al menos en una parte, para
compartirla. Pero el nombre nos lo reservamos, para cuando descorramos
la tela de olvido que todavía lo cubre, casi a propósito.
“ Su paso por los altos cargos públicos no había significado para él
un enriquecimiento material. Pobre, muy pobre, hizo frente al violento
cambio de la fortuna con estoica simplicidad ”.
El texto que antecede, es el que le dedicó el diario La Nación, a su
muerte, en 1951. Fue un ciudadano argentino, un funcionario público
-con mayúsculas- que alcanzó las mayores distinciones que puede dar la
política y que -a pesar de estar sometido a todas las tentaciones del
poder-, mantuvo su espíritu a resguardo de ellas, no se corrompió
y, paradójicamente, aunque es un magnífico ejemplo de cómo se debe
ser funcionario, de cómo se deber ser político, no es recordado. Hoy
no se cumple ningún aniversario relacionado con su vida, pero lo
recordamos porque conviene reconstruir -al menos con la palabra-
actitudes dignas en la vida política.
El ciudadano del que hablamos era un provinciano. Había nacido en
Rosario, el 1 de agosto de 1875. En la ciudad de la bandera vivió su
infancia y realizó sus estudios primarios y secundarios. Pero, para
seguir adelante con su vida intelectual, optó por Córdoba. A la
Universidad de Córdoba, a su Facultad de Derecho, ingresó en 1894, a
los 19 años, y cursó allí hasta el quinto año de la carrera.
Al mismo tiempo que comenzó su vida universitaria, se inició en la
vida política. Y en ese camino descubrió al caudillo que seguiría
toda su vida: a Hipólito Yrigoyen. Así fue que participó de la
revolución de 1905, cuando tenía treinta años. Y estuvo preso, por su
militancia política, por primera vez.
Siguió su vida pública, de la que hoy hablamos, y en 1912, a los 37 años,
después de la sanción de la ley Saénz Peña, fue elegido diputado
nacional. Primer cargo de nota que alcanzaba este hombre, este
funcionario, este político honesto. Pero la vida política tiene sus
elegidos y, ese mismo año, lo eligieron internamente -en el seno de su
partido- para encabezar la fórmula para gobernador de la provincia de Córdoba.
Y nuestro hombre rechazó -insistentemente- la candidatura, y siguió
adelante con el cargo para el que había sido votado -el de diputado- y
entonces eligieron a Julián Amenábar Peralta, que no estaba en los
planes del partido. Cuatro años después, cuando él contaba 41, fue
elector de la fórmula Yrigoyen - Luna y, nuevamente, diputado nacional
por Córdoba.
Entre 1916 y 1918, enfermo, nuestro hombre fue ministro de Guerra -cargo
del ejecutivo que equivale al del actual ministro de Defensa- y de 1918
a 1921 -entre los 43 y los 46 años de edad- fue Jefe de Policía de la
Capital. En 1921, además, fue elegido presidente de la Unión Cívica
Radical. Y luego, la historia grande. Renunció a ese cargo y participó
en la puja electoral. Luego volvió a la jefatura de Policía. Y en los
comicios presidenciales del 2 de abril de 1922, integró el segundo término
de la fórmula triunfante, junto al aristocrático Máximo Marcelo
Torcuato de Alvear, en los años de la Argentina venturosa, llena de
futuro, de sueños, de proyectos y, por eso, de esperanzas. Eran los años
de gobierno del presidente nacido en una mansión de tradición histórica
lejanísima, que llegó a la presidencia por 460.000 votos, contra
370.000 de todos sus opositores. En ese gobierno, nuestro hombre
representaba la línea de Yrigoyen. Era, además, -como vicepresidente
de la República- Presidente del Senado, donde fue permanentemente
atacado por los alvearistas, en un radicalismo partido en dos.
En 1928 fue ministro del Interior, durante la segunda presidencia de
Yrigoyen, hasta las vísperas de la revolución del 6 de setiembre de
1930, que derrocó a su jefe. Luego, la prisión, hasta los 57 años. Y
un largo período de alejamiento de la política, cuando, muerto
Yrigoyen, prefirió seguir otros caminos, los del ciudadano común, que
nada extrajo de la vida pública -que no debiera- para sí.
En 1945, cuando tenía 70 años, retomó la bandera yrigoyenista: un último
alarde de lealtad a las ideas que él creía que encarnaba el líder que
había seguido fervorosamente. Y después nada conocido, excepto que un
día, como cualquier otro, en su vejez, rechazó toda pensión del
estado que le correspondiera. Lo recordamos, había sido: diputado
nacional, ministro de Guerra, jefe de Policía, vicepresidente de la República,
ministro del Interior y, finalmente, preso político durante dos años,
tras el derrocamiento del gobierno democrático de Yrigoyen, que
integraba.
Y hasta en la hora de su muerte fue austero, humilde. Esto dejó escrito
en su testamento:
“Pido ser enterrado con toda modestia como corresponde a mi carácter
de católico, como hijo del seráfico padre San Francisco, a cuya
Tercera Orden pertenezco, suplico con amor de Dios, la limosna del hábito
franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón
de mis pecados y el sufragio de mi alma ”.
Y en esta mañana de domingo hablamos de él en la Columna de Historia,
para erigirle un vivo busto simbólico, esculpido con unas pocas
palabras. Porque es un ejemplo: un ciudadano funcionario que hizo más
allá de lo exigible. No solamente hizo lo debido, sino que honró su
actividad pública en demasía, con un desprendimiento superior al que
se le puede pedir a un funcionario.
Es un ejemplo que pudo verse por las calles de Buenos
Aires... aunque parezca un cuento:
EL VENDEDOR
Aquel domingo los tranvías parecían no venir nunca. Y la protesta se
anudaba en la garganta... Llegaría tarde a almorzar con su familia. Así
que cuando vino el tranvía el hombre subió rápido y se sentó en uno
de esos asientos de madera y de cuero, y se dispuso a iniciar otro viaje
de rutina en aquel aparato ruidoso, resignado a la demora inevitable.
Bajo el sol casi vertical del mediodía que entraba por la ventana
vibrante, leía aquel libro de Rubén Darío, para pasar el rato...
“Yo soy aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción
profana...”
y una mirada para ver quien subía en la parada del tranvía cortaba la
primera estrofa del “Preludio”, sin temor de ofender al poeta nicaragüense
-que ya era fantasma hacía tiempo-
“El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos,
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos; ”
En esta parada, un hombre anciano subió al vagón caldeado por el sol,
a pesar del frío del invierno. Pero nuestro pasajero lector no le
percibió más que vagamente hasta que le vio acercarse para tomar
asiento a su lado... con una digna elegancia austera.
Un traje gris, pobre y limpio; la barba muy larga; un maletín de cuero
gastado, fueron algunos de los primeros indicios del asombro que vendría.
Pero aún siguió leyendo:
”Yo supe de dolor desde mi infancia;
Mi juventud ... ¿ fue juventud la mía ?
Sus rosas aún me dejan su fragancia,
Una fragancia de melancolía...”
-“Cantos de vida y esperanza”, un buen libro de Rubén Darío (le
dijo el anciano a nuestro pasajero lector, y luego se enfrascó en sus
cosas sin prestarle más atención).
El anciano contaba ahora, algunas monedas que había obtenido de la
venta de betún y anilinas Colibrí, para los zapatos. Las vendía
en los cafés del centro. Y sí, era él, ese al que ahora se le caía
una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla. Sí, era
él, el del traje gris y la larga barba elegante. Era él, el mismo que
decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo;
el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el
amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear... el que tampoco aceptó
una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía.
El viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco.
Se había agitado al agacharse a recogerla. Y, como justificándose,
dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:
-Si no la uso para limosna, la usaré para comer.
Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un
espectro, para irse.
- ¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-, sírvase guardar el
libro que le agrada con usted. Sería un honor para mí que lo aceptara.
El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con
convicción y humildad:
-Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además,
recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas:
“...y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy
moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y
una sed de ilusiones infinita. ”
Después de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del
tranvía y se perdió en la historia.
Bajo el sol del mediodía, no fue fácil seguir leyendo a Rubén Darío,
mientras el anciano vicepresidente se iba para siempre -con toda la
riqueza de su pobreza- guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas,
y de unas pocas monedas escurridizas.
|
Murió en Buenos Aires, el 18 de
octubre de 1951... Retiramos la tela ficticia que cubre el busto imaginado de
Elpidio González, que de él hemos hablado, y le dedicamos esta página de
historia, que le debíamos a un ciudadano honesto, que fue funcionario publico,
vicepresidente de este país. Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo
en el cual muy pocos -o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda
mirarse... ElpidioGonzález.
Por Oscar García Massa
|