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COLUMNAS de HISTORIA
Columna 2
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"San Martín. Hacía falta
tanto bronce..."
Un primer
comentario, y luego una pequeñísima reseña biográfica.
Elegí este título “San Martín. Hacia
falta tanto bronce...” porque creo que, aunque es mucho
el que se ha utilizado para erigir numerosos monumentos al prócer, se
habla desde hace décadas con gran soltura y desdén de los homenajes,
se propugna bajarlo de allí”, es decir, se procura –en apariencia-
“hacerlo más humano”, “real” y “próximo” y, en definitiva,
lo que ha ocurrido es que hacía falta tanto bronce para hacer tantos
monumentos porque los merecía y los merece, como tributo por sus hazañas.
Y aquello de bajar a los próceres, o mejor aún, extraerlos del bronce
o del mármol, algo que escuchamos desde nuestra primera incursión en
el profesorado en historia, ha sido una declamación -más o menos
vana-, una proclama mas que una acción decidida, hasta hace no mucho
tiempo. Y este acto de bajar a los próceres, y, en este caso, a San
Martín, de un pedestal, porque parece inhumano o distante, puede, en
definitiva, ser un tic de moda, más que el intento serio de buscar
respetuosamente al hombre que habita en el bronce. Pero está allí,
y está allí, porque hacía falta. Y hacía falta no porque teníamos
que fabricar modelos para una nación que construía una identidad
inexistente, como afirma Alberdi, sino porque San Martín hubiese sido
señalado como padre de la patria en cualquier nación agradecida y
respetuosa.
San Martín nació, para los argentinos, en 1812, cuando regresó de
España a Buenos Aires. Esto es tan cierto como la novedosa filiación
que hoy pretenden atribuirle. Pero esta afirmación, tan arbitraria como
ciertos exabruptos pseudohistoriográficos de reciente cuño, nos sirve
para poner en blanco y negro algunos conceptos bastante obvios sobre San
Martín. Por eso quisimos darle a esta breve nota biográfica, este
titulo.
Hace pocos días nos enteramos de la iniciativa de Hugo Chumbita y de un
pariente del general Carlos de Alvear, Ramón Santamaría, de solicitar
al senado la sanción de una ley que permita realizar a los restos de
José de San Martín un estudio de ADN, con el objeto de determinar si
fue o no hijo de Juan de San Martín y de Gregoria Matorras. Esta
idea se emparenta con la publicación de la novela “Don José”, de García
Hamilton, basada en una biografía de San Martín que es válida
solamente en la mente de este autor.
Hay fundamentos que permiten afirmar que son poco serias las
aseveraciones del autor de ese libro y en sus abundantes declaraciones a
la prensa respecto al posible error en la filiación atribuida por todos
los historiadores a San Martín. Y, sobre esos errores, se llegó a
pedir la realización de un estudio de ADN a los restos de San Martín.
Se fue
demasiado lejos. Hasta la publicación de “Don José”, un novelista
había adjudicado a un documento un valor de verdad que no posee. Un
documento lo es en tanto ha sido interpretado. Lo que importa del
documento es cómo se lo interprete. Y en el caso en el que se produjo
toda esta confusión, ha sido interpretado erróneamente.
A ningún historiador serio ni a ningún argentino le molestaría que se
dijera que San Martín fue hijo de Don Diego de Alvear y de una india
guaraní si así hubiera sido. Pero unos escritos realizados por una
nieta de Alvear aludiendo a tradición oral familiar y escritos en sus años
últimos, 27 años después de la muerte de San Martín, no son prueba
de nada, a lo sumo -quizás- una ratificación del odio de la familia
Alvear por el prócer.
San Martín tampoco era un opiómano, sino un enfermo de úlcera que
tomaba el calmante que entonces se tenía a mano para esa dolencia.
Tampoco hay ninguna documentación válida que acredite que era un
bebedor compulsivo, como dicen ahora, y sí se sabe que al almorzar, en
Mendoza, lo hacía junto a su cocinero negro, en la cocina, tomando un
vaso de vino. Que bebía ron. Nada más.
Vendió mucho más que 60.000 libros. Ya está en la séptima edición u
octava edición, perdí la cuenta. Y seguramente le ayudaron los
violentos que le impidieron presentar su libro en Santa Fe y en Mendoza,
algo que San Martín no hubiera querido, porque San Martín fue un
republicano que luchó por la libertad y que no hubiera visto con buenos
ojos ninguna censura. Y los historiadores, que no estamos de acuerdo con
estas opiniones ni con estas actitudes -todos, diría-, rechazamos también
una historia basada en la inexactitud, como rechazamos el ocultamiento
de los años de los tabúes.
Los historiadores no son barrabravas de la historia, como los que
agreden a Hamilton y ayudan a que venda sus libros con esta polémica,
en la que tuvimos que intervenir para aclarar las cosas.
Nadie quiere tutelar la figura de San Martín ni pautar lo que se puede
o no decir de él, porque pretendemos vivir en una democracia y porque
San Martín es una figura íntegramente republicana, algo que ahora
pretenden desmentir, al afirmar que dejó el ejército español para
vengarse de su padre. Lisa y llanamente, algo ridículo y sin probanza.
Como si todos los oficiales americanos que dejaron el ejército
peninsular para volver a luchar por la libertad de sus patrias lo
hubieran hecho como acto de rebeldía frente a sus padres. ¿Todos ellos
eran hijos de una unión negada, vergonzante?
Hamilton dice, en redondo, que los que le desmienten son racistas que no
pueden admitir que San Martín fuera hijo de una india guaraní. Y los
historiadores lo único que le reclamamos es seriedad en sus
afirmaciones, y lo que desmentimos es que se pueda asegurar algo tan
dudoso con tanta soberbia. Si hasta los cuadros de San Martín
desmienten esto al observar su rostro, que no tiene la nariz de un
guaraní, precisamente. Y es en vano que diga que los que creemos que su
trabajo es poco serio somos racistas. Nada nos afecta pensar en un San
Martín de ese origen, porque no hay ningún origen racial inferior. Y
estaríamos igualmente orgullosos de San Martín, porque sabemos que
tuvo sangre del único tipo válido para cruzar los Andes en esos días
de prueba: sangre de valiente. Pero es que no hay pruebas suficientes de
que fuera hijo de una indígena, nada más.
Hamilton dice que los historiadores fueron cómplices del ocultamiento
de la verdad por años. Lejos de ser así, el estudio de los
historiadores debe discriminar frecuentemente cuando una aseveración
realizada en el pasado es o puede ser cierta o no. Doña Joaquina de
Alvear y Quintanillas, nieta de Diego de Alvear, era una anciana más de
una familia que odiaba al prócer.
Esto relativiza sus dichos, que no sustentan ningún otra prueba o
testimonio concluyente.
El propósito de humanizar a San Martín no justifica decir con certeza
de experto que San Martín fue un hijo entregado en adopción, lleno de
resentimiento, sin datos que lo acrediten.
Nadie cree en una historia cristalizada o definitivamente escrita, pero
para reescribirla hay que saber cómo.
Hay, al menos, dos problemas éticos que se plantean aquí. Uno es:
hasta dónde puede avanzar un novelista histórico, cuáles son sus
fronteras? El otro es: hay límites para la investigación historiográfica
?
En el primer caso, los límites son los mismos que enfrenta un escritor
de cuentos históricos, como el que les habla y es, en mi opinión, ésta:
no mentir. no asegurar lo que no se con certeza. Nosotros, los
escritores de cuentos históricos, los novelistas históricos, somos -a
la vez- artistas, más o menos talentosos, e historiadores. No falseamos
ninguna verdad conocida y documentada. Sí podemos y debemos tender un
puente entre lo conocido y lo desconocido con una fantasía entrenada
metodológicamente en la comprensión del perfil psicológico de los
protagonistas, de su historia personal, de su contexto histórico y
construir con la ficción una parte desconocida, siguiendo los trazos de
la realidad conocida. Nuestra tarea es como la de un restaurador virtual
de esculturas o de monumentos destruidos parcialmente por el paso del
tiempo: mediante la prolongación de las líneas remanentes del cuerpo
mutilado reconstruimos la imagen de una obra que no es la original, se
vale de otros testimonios, de fotografías anteriores, de la cronología,
para establecer si esas imágenes se corresponden con el tiempo en que
se construyó o si pertenecen a una modificación posterior. Pero marca
claramente qué parte es la auténtica y cuál es un relleno posterior,
que intenta una reconstrucción. Hamilton cruza la línea, sale de esta
norma y, además, no dice a sus lectores que se trata de una suposición
basada sólo en una posibilidad que le sugirió un documento poco creíble
sino que lo defiende como válido sin motivos suficientes. El novelista
o el cuentista histórico pueden avanzar de buena fe hasta donde su
imaginación, conducida por los rastros ciertos del pasado, le permitan
llegar, pero no más allá de la verdad.
Luego, la otra pregunta: ¿hay límites para la investigación historiográfica?,
¿corresponde hacer un estudio de ADN a San Martín? A esas preguntas,
respondemos que la investigación historiográfica no tiene límites,
excepto los que le fijan las leyes y la ética. Y, en mi opinión, no
hay causa suficiente que requiera una medida semejante. No creo que sea
válido violar, profanar una sola sepultura, para realizar un estudio de
este tipo. La
información que se obtendría sería irrelevante, no altera el juicio
histórico sobre la acción de San Martín. Como tampoco es válido
profanar prehistóricos enterratorios indígenas sin el consentimiento
de sus descendientes. Es lo mismo.
Sería necesario abrir también la tumba de Alvear? No. De él hay
parientes directos vivos y no así de San Martín. Eso tranquilizará a
los Alvear que reclaman el ADN de San Martín?
Es insustancial el rédito que se obtendría de esa profanación.
Finalmente, nos imaginamos dos cosas, cl momento en el que la Comisión
de Cultura del Senado pudiera analizar un proyecto de ley para violar la
tumba de San Martín. Y creemos que no es posible. Y también nos
imaginamos el momento en el que, a fuerza de pica, se pudiera destruir
el basamento de mármol y concreto del mausoleo que en la Catedral, en
el corazón de Buenos Aires, donde pidió descansar en su testamento,
guarda sus restos, que no están en la parte superior sino atravesados,
en 45% , en su basamento. Allí está el féretro del héroe de los
Andes. Y luego le arrancarán un cabello, o aserrarán una de sus
piernas y, si hallan lo necesario, quizás sepamos si fue o no hijo de
tal o de cual, cuando San Martín nació para nosotros en 1812, cuando
volvió al país para contribuir a la Revolución, con la sangre de los
padres que haya tenido, con sangre argentina, con sangre de valiente,
con la sangre de los que no medran con su profesión usando la mentira.
Y entonces habremos sumado una vergüenza más a nuestra historia. Otro
destrato a los pioneros. Y un escritor que no es conocido por su
talento, habrá vendido más libros y habrá conseguido que, al
cumplirse un siglo y medio de la muerte de San Martín, el tema no sea
su obra sino su cuna.
La Comisión de Cultura del Senado trató el tema, y serán consultados
el Instituto Nacional Sanmartiniano y la Academia Nacional de la
Historia. No creo que se establezca un precedente tan frustrante.
Queremos contar una historia tan auténtica como sea posible. Siempre lo
hicimos y lo hacemos, en la humilde medida de nuestros limitadísimos
conocimientos. Pero una cosa es eso y otra romper el monumento que le
hicimos a San Martín para honrarlo, con el único fin de traicionarlo,
profanando su cadáver, haciéndonos eco de la irresponsabilidad de un
pensamiento que parece ser una manifestación más de una decadencia
moral contra la que nuestra sociedad quiere luchar.
Creía necesario introducir la nota biográfica sobre San Martín
aclarando mi punto de vista sobre este asunto, que es sobre el cual hoy
se habla inevitablemente al referirse a San Martín, a un siglo y medio
de su muerte.
Pero ahora, si me lo permiten, dejaremos esta historia de lado y
trataremos de evocar a San Martín, alguien que no buscó el bronce,
pero que se lo ganó.
Pequeñísima
reseña biográfica.
Si bien San Martín “naciò” para nosotros en 1812, con el inicio de
su acción revolucionaria, nació a la vida el 25 de febrero de 1778, en
Yapeyú, hoy Corrientes. Quiénes eran sus padres? Don Juan de San Martín
-teniente de gobernador- y Gregoria Matorras y del Ser. Y no es por
capricho que decimos esto, ni porque copiemos a Mitre o a Pacifico
Otero, o a Pérez Amuchástegui o a un centenar de historiadores que han
dicho y sostienen lo mismo, sino porque en el testamento de Gregoria
Matorras se refiere a José Francisco de San Martín como a uno de sus
hijos, porque cuando el futuro héroe de los Andes pidió ingresar a la
milicia mencionó a su padre militar como referencia. Y hay datos del
festejo del pueblo de Yapeyù cuando nació el hijo del teniente de
gobernador, que era su padre. Y nadie hubiera podido ocultar que fuera
hijo de otros que aquellos que lo reclamaron siempre por hijo. ¿Qué pasó
con el acta de bautismo? Casi con certeza se perdió cuando cayó la misión
en poder de los bandeirantes, que todo lo incendiaron.
A los tres años de San Martín su familia vino a Buenos Aires. Y en
abril del año 1784 llegaron a España. Allí, a los seis años de edad,
nuestro hombre ingresó en el Seminario de Nobles de Madrid. Y demás está
decir, aunque hoy todo es puesto en duda, que en ese centro educativo no
podía entrar fácilmente un mestizo. Cabe recordar que aquí mismo, en
la excéntrica Buenos Aires, se controlaba la “limpieza de sangre”.
Al Colegio de San Carlos, en la Manzana de las Luces estaba claramente
establecido que no podían entrar alumnos con sangre “de moros y judíos”.
Lo propio ocurría en España, naturalmente.
En 1789 San Martín pasó al Regimiento de Murcia, para dar inicio a la
que sería la carrera militar más importante de un argentino. Una
carrera que comenzó al servicio de España. Actuó como militar europeo
en África, en la propia España y en Francia.
Su primera batalla fue en Orán, una feroz contienda contra los moros,
en 1791. Se dio un 25 de junio. Y en 1793, como consecuencia de su
comportamiento en el combate lo ascendieron a subteniente segundo. En
esa batalla, que poco se recuerda, fue cadete granadero. En Orán
-Argelia- norte del África, los atacaba el sanguinario degollador bey
Mustafá-Bu-Cheleghàn, al que los españoles conocían por
“bigotillos”. Felipe V en persona recibió a los triunfadores
de aquel sitio, encabezados por el conde de Montemar. Los españoles
sufrieron 800 muertos y 2000 heridos. Tuvieron muchos prisioneros.
La edad de San Martín: 15 años. Entonces pasó al ejército de Aragón
y más tarde al del Rosellón. San Martín estuvo presente en la toma de
Torre-Batera y Creu del Ferro, en el ataque a las alturas de Mauboles,
San Marsal y Baterías de Villalonga, y en varios combates más, hasta
1794. Asimismo, participó en el sostenimiento de la defensa de otros
puntos.
En 1794, a los 16 años, lo promovieron al grado de subteniente primero.
Otro grado más para su ascenso, en 1798, a los 20 años: teniente
segundo. Ese año participó del combate de la nave Dorotea contra el
buque de guerra Lion.
San Martín también participó de la guerra contra Portugal. De su participación
en la batalla naval, debemos deducir que se trata de una experiencia que
el militar habrá de utilizar en América para sus acciones sobre la
costa peruana. Respecto de Portugal, su participación en esa guerra le habría
permitido comprender mejor las intenciones de ese estado en la guerra
americana, especialmente en vísperas de la declaración de nuestra
independencia, circunstancia en la que junto a Belgrano, aseguró que
esa potencia no tenía interés en actuar contra la revolución.
En 1804 comandó guerrillas contra Napoleón. Carlos IV lo nombró
entonces capitán segundo, cuando tenia 30 años. En 1808 lo tuvimos en
Cataluña, en el ejército de esa plaza. En Arjonilla participó de la
victoria. Pasó al regimiento de Caballería de Borbón, ya con Fernando
VII en el trono. Con Antonio Malet, el marqués de Coupigny, tomó parte
en la batalla de Baylén, que no fue una batalla pequeña, precisamente.
El general francés derrotado en esa batalla dejó 19.000 prisioneros.
San Martín actuó brillantemente y fue nombrado entonces teniente
coronel, con la felicitación del marqués,
expuesta en una carta. En 1810, a los 32 años, fue ayudante del marqués.
Y poco después, tras su participación en la victoriosa batalla de
Albuera, contra los franceses, (1811), fue nombrado jefe del Regimiento
de Dragones de Sagunto. Pero pidió su retiro ese año, el 26 de agosto,
a los 33 años.
La Regencia Española autorizó su viaje a Lima. Pero San Martín pasó
a Londres. Y allì comenzó su actuación en las logias
independentistas. Integró la Gran Reuniòn Americana, de Francisco
Miranda, y la Logia Lautaro. Se había vinculado a esta logia en Cádiz.
No era el único en volver a América. Fueron varios los que
volvieron en la fragata George Canning, uno de ellos Alvear, y también
Zapiola y Chilavert. Son una veintena los que se hicieron a la mar en
Londres para viajar a esta tierra colonial, que querían liberar.
Y aquí, en Buenos Aires, nació el San Martín que más conocemos, y el
que nos importa sobremanera. Fue un día de 1812, más precisamente, el
9 de marzo. Era el hijo de esa mujer que escribió en una carta,
orgullosa, que José Francisco, “ha hecho tres campañas en la defensa
de las plazas de Melilla y Orán...” Pero San Martín no había vuelto
aquí para realista. En ese caso, hubiera pasado a Lima, para lo que le habían
autorizado. En 1812, ya en Buenos Aires, el Triunvirato le reconoció el
grado de teniente coronel, que era el tope de la carrera militar de un
español americano en Europa. Entonces, el Triunvirato le encargó,
a aquel experto granadero español, la creación de un regimiento de
granaderos a caballo. ¿Quién fue el segundo de San Martín? Alvear.
Alvear, esa sombra, brillante, pero deslucida detrás del héroe de
novela. De ese héroe que se casó el 12 de setiembre, con Remedios de
Escalada de la Quintana, con la sombra -Alvear- y su esposa, Maria del
Carmen Quintanilla, en calidad de testigos de la boda, que se realizó
en la Catedral, con la asistencia del presbítero doctor don Julián
Segundo de Agüero.
En enero de 1813, San Martín quedó a cargo del cuidado de la costa del
Paraná. Y, siguiendo a una expedición realista fue que la sorprendió
a la altura del monasterio de San Lorenzo, donde les dio batalla. Los
realistas desembarcaron al amanecer. San Martín, oculto con sus hombres
detrás del monasterio franciscano de San Carlos, los atacó, pero ordenó
a sus hombres que no dispararan sino que utilizaran sólo lanzas y
sables. Y así fue el combate contra la fusilería y la artillería
enemiga, donde se produjo el episodio en el que San Martín fue
rescatado por el sargento correntino Juan Bautista Cabral, que recibió
dos heridas mortales que se lo llevaron dos horas después y lo dejaron
como un mito -para siempre- con nosotros. Cuánto duró el
combate?, solo 15 minutos decisivos, para que la costa quedara segura de
los ataques de Montevideo. Y para que se supiera que estábamos
preparados para contener el acoso montevideano. El combate de San
Lorenzo ocurrió el 3 de febrero de 1813, cuando San Martín tenía 35 años
y ya no formaba parte de un ejército capaz de tomar 19.000 prisioneros
sino de uno que había ganado su primer combate, con 120 hombres de
coraje. Febrero es un mes importante en la cronología sanmartiniana. En
1817, dio la batalla de Chacabuco, un 12 de febrero.
Después de San Lorenzo, San Martín pasó al Ejército del Norte, como
su jefe. En Yatasto, se reunió con Manuel Corazón de Jesús
Belgrano, de quien opinó que militarmente no era ni Moreau, ni
Bonaparte, pero que era lo mejor que teníamos en América.
Pero, más allá de la zaga interminable de batallas que ahora comienza:
¿qué era San Martín? En principio, un hombre inserto en una realidad histórica
dada. En una sociedad que aspiraba a ser libre de la dominación española.
En un pueblo que temía, a la vez, la venganza colonial. En un pueblo
capaz de dar su sangre, y no literariamente, sino como la dio durante
las invasiones, o en cada batalla de la revolución. El hombre que nació
aquí era un americano, devenido militar español que regresaba a su
tierra que quería liberarse, que se hizo cargo de esa necesidad y se acopló
al proyecto común, como uno de sus líderes. Venía de una Europa
penetrada por el pensamiento de la ilustración, previo al retorno al
antiguo régimen -con Bonaparte- y a la desaparición del republicanismo
en el viejo mundo, como denunció Belgrano en las sesiones secretas del
Congreso de Tucumán, en 1816, previas a la declaración de nuestra
Independencia. Pero San Martín ya había sido impregnado de
republicanismo en su formación europea, como Belgrano. Y eso no cambiaría
jamás.
San Martín quería seguir la campaña, pero no por el norte. La Revolución
tenía que consolidarse militarmente para avanzar en el terreno de las
definiciones políticas. Y el jefe del Ejército creía que había que
cruzar a Chile y, desde allí a Lima, por mar, para terminar la guerra
contra los realistas. Es el concepto de Plan Continental. En 1814 pidió
a Buenos Aires la gobernación de Cuyo y el comando de un ejército de caballería
para cruzar a Chile.
San Martín enfermó y pasó a Córdoba a recuperarse. El Director
Supremo, Posadas, lo nombró -finalmente- gobernador intendente de Cuyo,
como quería. Recibió la provincia el 6 de setiembre de 1814. Tenía
36 años. Entonces lo ascendieron a coronel mayor de los ejércitos de
las Provincias Unidas y rechazó el ascenso.
Alvear, por entonces, se hizo del gobierno. Como Director Supremo y, con
su natural envidia a San Martín, trató de despojarlo de la gobernación
de Cuyo. El pueblo mendocino se opuso y San Martín quedó consolidado
en su posición.
La presión de San Martín para que se declarara la Independencia fue
equiparable con la de Belgrano. Lo hizo a través de los diputados de su
provincia ante el Congreso de Tucumán. Tomás Godoy Cruz fue su
principal vocero.
Ya declarada la Independencia, San Martín siguió preparando el Ejército
para Chile y Perú, desde Mendoza. Y con el nuevo Director Supremo, Juan
Martín de Pueyrredón, las cosas cambiaron. Reunido con él en Córdoba
el 21 de julio, se resolvió el paso a Chile.
La tarea de San Martín en Mendoza fue inolvidable, tanto como repúblico
funcionario, como en su rol militar, preparando el ejército más
importante que tuvo la nación en su historia. Ensambló la operación
con un detalle y una precisión absolutos, durante 28 meses. Fue una
aventura, pero una aventura preparada con total prudencia y
profesionalidad. Allí está como recuerdo imborrable el campamento de
El Plumerillo, y el nombre del fray Luis Beltrán que hacía todo lo que
necesitaba el ejército, con lo poco que había. Muchas campanas dejaron
de sonar como campanas y, fundido su metal y moldeado como cañones, su música
fue la del trueno de la guerra. Alvarez Condarco, un ingeniero, obtuvo pólvora.
Y comenzaron a sonar apellidos como los de Soler, Las Heras, Alvarado,
Conde, Crámer, Necochea, Brandsen, Lavalle, Arcos.
Recordamos también, en este acelerado recorrido por la vida
sanmartiniana, la famosa guerra de zapa, que hoy se llamaría
pomposamente, guerra psicológica, por la cual el libertador sembró el desánimo
entre los realistas y el desconcierto, mediante la siembra de rumores
llevados por agentes propios entrados a Chile.
San Martín, por orden del Director Supremo Pueyrredón, iba a Chile a
liberarlo e independizarlo de las huestes de Osorio, no a tiranizarlo ni
a intervenir en sus asuntos. El 18 y el 19 de enero salió de Mendoza el
Ejército de los Andes. Eran 4.000 soldados y unos mil de milicias.
Alvarez Condarco había reconocido los pasos cordilleranos. Dos
columnas, por el sur y por el norte, distrajeron al enemigo, para que se
dividiera.
¿Por dónde iba San Martín? Por el Paso de los Patos, el del centro,
el más frío, el más alto, el más difícil, con el grueso del ejército.
Todos en lentas mulas. Con el tiempo de marcha y de descanso calculados
perfectamente.
En Chacabuco le esperaba el brigadier realista Rafael Moroto, con 2.500
hombres. La batalla, en la que intervino O`Higgins, se dio el 12 de
febrero de 1817. Fue la primera librada fuera de los limites
virreinales. El 14 de febrero el ejército entró en Santiago. San Martín
declinó ser gobernador y entregó el mando a O`Higgins. Declinó también
el dinero con que le quiso premiar Chile: lo destinó para fundar una
biblioteca, la Biblioteca Nacional de Chile.
Luego, su viaje de incógnita a Buenos Aires, su entrevista con Pueyrredón.
Y el proyecto de Lima. Aquí estuvo el 9 de abril de 1817, a los 39 años.
Y aún tenía mucho bronce por ganar, sin proponérselo. Aunque bastara
ya con esta campaña para que tuviéramos con él y con esos hombres una
deuda grande.
En 1818 proclamó junto a O`Higgins la independencia de Chile, donde fue
nombrado General en Jefe de su Ejército.
Pero vino la reacción española y el ataque nocturno de Ordoñez en
Cancha Rayada, que sorprendió a San Martín el 19 de marzo de 1818.
Unos días después, organizado el ejército nuevamente, Osorio y San Martín
se enfrentaron en Maipú, el 5 de abril. Nuestro capitán de los Andes
contaba con 5.000 hombres. Y el que mejor lo cuenta es el viajero inglés
Samuel Haig. De él tomamos estas palabras, que narran la batalla:
“Cuando despuntó el alba, en el día decisivo, grande para los
destinos de la
libertad y de Chile, se descubrió el enemigo marchando desde Espejo,
(...).
San Martín inmediatamente hizo mover su ejército y avanzó hacia el
enemigo
en columnas cerradas y mediante una marcha rápida (...)”
“El choque fue tremendo, cesando el fuego casi de golpe y ambos bandos
cruzaron bayonetas. Los gritos repetidos de ¡Viva el Rey!, ¡Viva
la Patria!, demostraban que cada pulgada de terreno era disputado
desesperadamente; pero, a causa del polvo y humo, difícilmente podríamos
saber de qué lado se inclinaba la victoria. Finalmente el grito
realista enmudeció, y el avance de los patriotas con grandes vítores
de ¡Viva la Libertad! proclamaban que la victoria era suya.
Cuando el Burgos se apercibió que sus filas estaban rotas, abandonaron
toda idea de resistencia ulterior y huyeron en todas direcciones, aunque
principalmente hacia el molino de Espejo. Fueron perseguidos por la caballería
y despedazados sin piedad. En efecto, esta virtud había sido
desterrada de los pechos de ambos bandos. La carnicería fue muy grande
y me decían algunos oficiales que habían servido en Europa, que nunca
presenciaron nada más sangriento que lo ocurrido en esta parte del
campo de batalla”.
“Los realistas ya no hicieron más resistencia, la voz de orden era:
¡Sálvese el que pueda! y hacían esfuerzo por salir de la casa con la
rapidez posible, pero fueron perseguidos y masacrados por el implacable
enemigo. Hay un gran viñedo detrás de la casa por donde huyeron muchos
realistas, pero a estar al cómputo más bajo, quinientos hombres
perecieron en la hacienda y el viñedo”.
La linda hacienda de Espejo presentaba un horrible cuadro después del
combate; las puertas y ventanas perforadas por balas de mosquete; los
corredores, paredes y pisos, con porciones de sesos y coágulos y
salpicaduras de sangre, y todo el lugar, dentro y fuera, cubierto de cadáveres.
La casa estaba llena con el bagaje del ejército español y el
saqueo fue inmenso. Muchos soldados se enriquecieron durante la acción
y es lamentable que varios oficiales les atendieran más a sus bolsillos
que al éxito de la jornada; pero la conducta en general de oficiales y
soldados fue admirable; combatieron desesperadamente y entusiastamente,
con corazones por la causa de la Libertad y manos para el golpe de la
Libertad.”
Así fue Maipú. Así se consolidó la independencia de Chile y comenzó
la acción de los realistas en defensa.
El 14 de mayo el Congreso lo nombró brigadier de los ejércitos de la
Patria, contra su voluntad. Se fue a Chile en diez días y entró también
de incógnito, para evitar nuevas muestras de afecto. Luego,
Blanco Encalada atacó la flota española y acrecentó la escuadra
patriota. El inglés Tomas A. Cochrane atacó el Callao y lo sitió. Y
el 20 de agosto de 1820, la expedición sanmartiniana zarpó de Chile,
de Valparaíso, rumbo al Perú. Eran 4.400 hombres, argentinos y
chilenos. El secretario de Guerra: el “diablo” Bernardo Monteagudo.
El capitán general de la expedición en su completo: San Martín.
San Martín, que desoyó a Rondeau, que le llamaba desde Buenos Aires
para reparar problemas internos, por las armas. Y San Martín prefirió
enfrentar a los 23.000 enemigos de Perú, al mando del virrey Pezuela,
que sabía de su profesión. Aunque San Martín sabía más, y no le dio
combate, le eludió y fue sedicionando a las tropas del virrey, que se
pasaron en masa a las patriotas.
Las acciones de Lavalle y Arenales fueron destacadísimas, al punto que
los jefes militares se insurreccionaron contra Pezuela y dejaron Lima,
que tomó San Martín el 19 de julio de 1821.
El 28 de julio se juró la Independencia. San Martín fue nombrado
Protector del Perú, donde hizo una contribución grandiosa a la Revolución,
con el más puro espíritu de 1810, encarnado por el polémico
Monteagudo. Después se encontró con Bolívar en Guayaquil y él mismo contó,
desde Bruselas, el 19 de abril de 1827 qué pasó en esas tres
reuniones, en una carta dirigida a su amigo, el general Guillermo Miller:
“Mi confianza en el buen resultado estaba tanto más fundada, cuanto
el ejército de Colombia, después de la batalla de Pichincha, se había
aumentado con los prisioneros y contaba 9.600 bayonetas; pero mis
esperanzas fueron burladas al ver que en mi primera conferencia con el
Libertador me declaró que haciendo todos los esfuerzos posibles sólo podría
desprenderse de tres batallones con la fuerza total de 1.700 plazas.
Estos auxilios no me parecieron suficientes para terminar la guerra,
pues estaba convencido que el buen éxito de ella no podría esperarse
sin la activa y eficaz cooperación de todas las fuerzas de Colombia: así
es que mi resolución fue tomada en el acto creyendo de mi deber hacer
el último sacrificio en beneficio del país. Al siguiente día y
a presencia del vicealmirante Blanco, dije al Libertador que habiendo
convocado al congreso para el próximo mes –el día de su instalación
sería el último de mi presencia en el Perú-, añadiendo: ahora le
queda a usted general un nuevo campo de gloria en el que va usted a
poner el último sello a la libertad de la América.”· “(...) la mañana
del siguiente día me embarqué habiéndome acompañado Bolívar hasta
el bote, y entregándome su retrato como una memoria de lo sincero de su
amistad; -mi estadía en Guayaquil no fue más que de 40 horas, tiempo
suficiente para el objeto que llevaba; dejemos la política y pasemos a
otra cosa que me interesa más(...)”. Etc.
San Martín debió declinar en Bolívar que este terminara la guerra de emancipación
americana. A su regreso, el 20 de setiembre, en Lima, entregó el poder
al Congreso. “La presencia de un militar afortunado -por más
desprendimiento que tenga- es temible a los estados que de nuevo se
constituyen...” dijo, y se fue. De allí, a Santiago, en enero de
1823, donde le recibieron mal, cuando O`Higgins caía. Luego a Mendoza,
casi sin recursos. Quedó en la chacra que le dio el gobierno, como
campesino. Ese mismo año murió su esposa, María Remedios de Escalada,
el 3 de agosto. En diciembre San Martín llegó a Buenos Aires, y se fue
a Europa con su hija Mercedes el 10 de febrero. Francia, Inglaterra,
Bruselas, y nuevamente rumbo a Buenos Aires en febrero de 1829, con 51 años,
con la idea de quedarse aquí. La guerra interna, de facciones, no se lo
permitió y regresó a Europa sin bajar del barco más que en
Montevideo, para volver a Bruselas.
Que más. El casamiento de Mercedes con Mariano Balcarce, en 1832,
cuando tenía 16 años. La presencia benefactora del rico español
Alejandro Aguado. La propuesta de brindar sus servicios a la
Patria ante el bloqueo francés, en 1838, a los 60 años. Y toda
una década de atenta mirada de la situación argentina ante la agresión
externa. Sus últimos años ya no en París sino en Boulogne Sur Mer,
lejos de la revolución que derrocó a Luis Felipe.
Murió a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850. Se lo embalsamó.
Se le colocó en cuatro ataúdes, dos de plomo, uno de abeto, el otro de
encina.
Avellaneda, en 1877, dijo que los pueblos que se apoyan sobre sus
tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir.
El 28 de mayo de 1880 llegaron los restos de San Martín a Buenos Aires.
Quería una confederación de estados americanos. Consideraba
inconveniente la secesión en la guerra civil entre unitarios y
federales. Cruzó los Andes.
Nació en 1812, hijo de la Libertad y del Coraje.
Oscar García Massa,
Homenaje al Libertador, a 150 años de su muerte.
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Por Oscar García Massa
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