HISTORIANDO
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Las
Ruinas de Tiahuanaco (Recuerdos de viaje de Bartolomé Mitre). En la mañana del día 1º de enero de 1848, cruzaba de sur a norte en dirección a Tiahuanaco la altiplanicie boliviana, que se levanta a más de 4000 metros sobre el nivel del mar, circundada por un horizonte de montañas que miden hasta 23.000 pies ingleses de elevación. Tenía a la vista los tres gigantes de los Andes: el Illimani, el Sorata y el Huayna-Potosí, cuyas crestas esplandecientes se perdían en las nubes; se extendía a mis pies una llanura inmensa y árida, y teníamos sobre nuestras cabezas el cielo más espléndido y transparente del universo. No creo que exista en la naturaleza un paisaje más agreste, más triste ni más grandioso a la vez. Es sin duda el rasgo más prominente en la geografía de la América meridional, aquel círculo de montañas que se eleva en su centro, como una corona mural de almenas aéreas engastadas de eternas nieves. Determinan este relieve orográfico las dos grandes cadenas de la cordillera de los Andes, que se bifurcan en las fronteras de la República Argentina y vuelven a reunirse en la sierra del Bajo Perú, cerrando sus eslabones de granito entre los 15 y 20 grados de latitud sur. Fórmase así una especie de inmenso torreón elíptico, cuyo recinto lo constituyen las mismas montañas que avanzan sus contrafuertes por todo el continente. Dentro de este circuito se desenvuelve a la manera de una vasta plataforma, que tiene alguna analogía con la del Tíbet, la altiplanicie del Alto Perú, que ha dado su nombre geográfico a esta encumbrada región, y que mide más de cien leguas de extensión en su eje mayor y como treinta a cuarenta de ancho, envolviendo por una parte al Cuzco y por la otra a Potosí.
Las ruinas de Tiahuanaco, con sus elevados terrados o túmulos
artificiales, sus largas columnatas, sus pórticos monolitos, sus murallas ciclópeas,
sus ídolos fantásticos, sus estatuas colosales, sus misteriosos subterráneos,
sus correctos bajorrelieves, sus columnas geométricas, sus acueductos en embrión
y sus símbolos mudos, son otros tantos enigmas de una civilización extinta,
cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y cuya remota memoria habían
perdido millares de años antes del descubrimiento de América hasta los mismos
habitadores del suelo.
Estas ruinas prehistóricas, testimonios de una
raza constructora, más adelantada que la que encontraron los descubridores españoles
en el Perú, son anónimas como las de Mitla, de Palenque y de Copan, y su carácter
más primitivo
y severo, indica que son más antiguas.
La creencia vulgar que ha atribuido estos monumentos a los quichuas bajo
el reinado de los Incas, no tiene fundamento alguno; y la crítica de acuerdo
con la cronología ha despojado a estos hasta de la paternidad de las grandes
construcciones que se encuentran a inmediaciones del Cuzco, centro de su
gobierno. Ni tiene más valor la opinión sostenida por algunos arqueólogos
americanistas, de que los templos de las islas de Titicaca, cercanos a
Tiahuanaco, sean obras suyas, bautizando gratuitamente su estilo con la
denominación de arquitectura quichua.
La opinión, al parecer más autorizada, que atribuye a los aymaraes las
construcciones de Tiahuanaco, no tiene mayor consistencia. Esta raza,
considerada como autóctona bien que no primitiva, era la que ocupaba el
territorio al tiempo de ser conquistado por los Incas, es decir como trescientos
años antes del descubrimiento. Nada indica que hubiese conocido un estado de
sociabilidad más adelantado que el que entonces tenía -compuesta de
agricultores y pastores, carecía de tradiciones guerreras, siendo sus
implementos de labranza lo mismo que sus armas, de piedra y palo- dispersa en
una dilatada superficie, no tenía centros de población ni gobierno central
-con aptitudes para imitar, su mente no era susceptible de elevarse a la
concepción arquitectónica- su idioma no da testimonio de que tuvieran nociones
de las formas de piedra que pueblan las ruinas. Aun los mismos monumentos
relativamente modernos, que parecen ligarse como una reminiscencia vaga a sus
tradiciones más lejanas, son construidos de barro endurecido, y no se han
encontrado en ellos sino los productos de la tierra cocida; y es de notarse que
estos monumentos sean sepulcrales (chullpas),
y se encuentren con frecuencia en la altiplanicie en grandes grupos,
formando necrópolis o verdaderas ciudades de muertos (1).
Sea por su número -hoy mismo pasan de 400.000- sea por la vasta extensión
de territorio que abrazaba, o porque en realidad era refractaria a toda innovación,
como parece indicarlo su inmovilidad moral durante tantos siglos, el hecho es,
que esta raza sometida al imperio incásico, conservó, como conserva todavía,
sus fronteras étnicas, sin perder ninguno de los rasgos característicos de su
individualidad en el espacio de setecientos a ochocientos años de vida histórica
que se le conoce. Ni aun la lengua quichua, que se imponía como una ley a los
vencidos, pudo penetrarla. La lengua invasora atravesó con las armas incásicas
la altiplanicie andina, dejando una que otra huella de su paso en la geografía
oficial; rechazada de los valles que convergen por el sur y el este al gran
lago, descendió al de Cochabamba y se extendió en él, posesionándose
enseguida de todo el sur del Alto Perú; y así llegó triunfante como un verbo
avasallador hasta los 35 grados a lo largo de ambas faldas de la gran
cordillera, último límite de su itinerario meridional; pero no pudo extirpar
la lengua aymará, que persistió o como una protesta viva de la raza subyugada
o como una prueba de su cohesión nativa.
Sucede, empero, en las corrientes de la palabra humana, como en las
corrientes de las aguas dulces y saladas, que conservando su línea divisoria y
sin confundirse, se modifican en su punto de contacto. Obsérvase así, respecto
del quichua y del aymará, que los dos idiomas se usan promiscuamente en sus
fronteras étnicas, y especialmente en los dos grandes centros de población que
marcan los extremos de la planicie en su eje mayor, que son las ciudades de Puno
y Oruro -allí se hablan ambos idiomas alternativamente- ambos se adulteran recíprocamente
sin penetrarse, y ambos coexisten sin perder ni ganar terreno. II
Así como los idiomas hoy,
coexistieron tal vez en otro tiempo entre los desconocidos ascendientes de
quichuas y aymaraes, salidos probablemente de puntos opuestos, los cultos
gemelos del sol y de la luna, como lo atestiguan las ruinas de las islas del
lago y los vasos antiguos dispersos por todo el Perú, hasta que por una evolución
históricamente ignorada, prevaleció el del sol, anterior a aquellas razas,
como lo prueban los emblemas de Tiahuanaco(2). Es
de notarse con este motivo, que no obstante diferir lexicográficamente el
quichua y el aymará tanto como el español del alemán, sea común en ambos las
palabra Inti para designar el sol,
teniendo el aymará el vocablo anticuado Villca
o Wilka, en desuso ya al tiempo de la
conquista española; como lo es que este mismo nombre -que en quichua significa
un árbol de la familia de las acacias- se encuentre en la cordillera divisoria
de Puno y del Cuzco, subsistente en las antiguas ruinas de Vilcanota (Wilhanuta),
lo que podría ser un indicio de la comunidad de origen o de la identidad de
creencias religiosas en los tiempos prehistóricos.
En cuanto a la denominación moderna de Tiahuanaco, en que algunos creerían
haber encontrado la clave de sus misterios, es una simple amalgama de palabras
de los dos idiomas, que lo mismo puede significar, siéntate
guanaco que descanso de guanacos (3).
Según la tradición vulgar de los neoquichuistas, esta palabra compuesta habría
sido pronunciada por el Inca conquistador Mayta-Capac al tiempo de someterse los
aymaraes, por la velocidad del guanaco con que llegó un chasqui
hasta aquel jugar trayéndole noticias anotadas en un quippus,
por lo cual le permitió el insigne honor de sentarse en su presencia y mandó
edificar el templo en conmemoración de tal hecho. También hay quien diga que
proviene de los grandes asientos de piedra en forma de canapé que allí se
encuentran. Según otros, ella no indicaría sino el lugar de descanso de los
guanacos o llamas, y esto es lo más probable, pues, estando Tiahuanaco sobre el
camino real del Cuzco, teniendo pastos y agua, y distando como cuatro leguas de
la laguna, que es la jornada diaria de una llama, es hasta hoy mismo el paradero
forzoso de las caravanas.
Otras tradiciones más poéticas, bien que no más serias, se ligan al
origen obscuro de estas ruinas. A estar al dicho de los indios que hablaron con
los primeros conquistadores europeos, ellas habrían existido antes que hubiese
sol en el cielo. Según Cieza de León, que las visitó en 1549 y conferenció
sobre ellas con los más sabios orejones del
Cuzco, los naturales le dijeron haber oído decir a sus antepasados, que
aquellos edificios remanecieron hechos en una sola noche, de lo que él concluía:
"Tengo esta antigualla por la más antigua del Perú". Garcilaso, que
copió a Cieza de León, cuenta que sus paisanos creían que en tiempos muy
remotos fueron convertidos en piedras los habitantes de aquella comarca por
haber apedreado un hombre que pasaba por ella, y de aquí el origen de las
estatuas.
Todas estas tradiciones son, sin embargo, documentos negativos que
revelan una verdad, y es que hace más de setecientos años que se había
perdido la remota memoria de la civilización extinta que representan las
piedras labradas de Tiahuanaco, y que entre ellas y la semicivilización que
encontraron en el Alto y Bajo Perú los descubridores europeos, mediaron largos
siglos de obscuridad y de barbarie.
Estas ideas entonces en germen, a la par de otros recuerdos históricos más
modernos, ocupaban mi cabeza en la mañana del indicado día, al ver destacarse
en el horizonte las colinas que señalan a Tiahuanaco, y las montañas que
trazan el gigantesco circuito del lago de Titicaca, teatro de tantas evoluciones
y revoluciones geológicas, étnicas y políticas.
Era esta la cuarta vez que atravesaba la altiplanicie boliviana en
opuestas direcciones, obedeciendo al destino más que a mi espontánea voluntad.
La primera vez lo había hecho como viajero que examinaba por acaso los
monumentos prehistóricos que encontraba en el camino: la segunda y tercera,
como militar, en que pude de paso reconocer los campos de batalla de la guerra
de la Independencia en Aroma, Vilcapugio, Ayohuma y Sipe-Sipe. La cuarta y última
vez lo hacía como prisionero de Estado, por causas que alguna atingencia tenía
con la arqueología, puesto que Tiahuanaco era uno de los móviles que me habían
llevado a Bolivia. III
Había leído en los primeros
documentos de la revolución argentina del 25 de Mayo de 1810 en que las
antiguas tradiciones americanas se confundían con las nuevas aspiraciones a la
libertad que su primer aniversario fue celebrado a setecientas leguas de
distancia de Buenos Aires, en el Templo del Sol y en el
Puente del Inca sobre el Desaguadero,
entre cuyos dos puntos se encuentra el fúnebre campo de Huaqui, donde sus
armas, hasta entonces triunfantes, sufrieron el primer revés. El deseo de
conocer estos lugares doblemente célebres, contribuyó en parte a hacerme
aceptar la invitación que en 1847 me hizo el gobierno de Bolivia para ir a
dirigir un colegio militar en la ciudad de La Paz, en circunstancias en que,
separado violentamente de mis compañeros de armas del sitio de Montevideo, y
cerrado para los emigrados argentinos el teatro militar de la provincia de
Corrientes, no tenía en el Río de la Plata campo en que combatir por la
libertad de mi partía. Por esto he dicho, que sin que mí voluntad interviniese
directamente y por móviles que no eran del todo extraños a la arqueología, me
encontraba el día de año nuevo de 1848 en la altiplanicie boliviana.
Envuelto por dos revoluciones en Bolivia, actor en una batalla, con un
escudo de benemérito de la patria en grado heroico dado por el presidente
Ballivian, recibí por fin una orden de prisión y destierro del general Belzu.
A consecuencia de esto se me conducía a la sazón al puente del Desaguadero,
frontera del Perú, por el camino de Tiahuanaco, escoltado por ocho soldados de
caballería y treinta indios armados de macanas; ¡y he aquí cómo mi sueño
arqueológico iba a realizarse!
Era el jefe de la escolta un sargento mayor, hermano del encargado de
negocios de Bolivia que se suicidó en Buenos Aires en tiempo de Rosas. A causa
de su obesidad era llamado el mayor Rodríguez Bola, y bajo un exterior cómico
y adusto a la vez, ocultaba un corazón bondadoso.
Era uno de mis compañeros de desgracia, un doctor Solar, boliviano
ilustrado, antiguo secretario de legación en el Río de la Plata, con quien había
hecho mi viaje desde el Brasil, pasando por Chile y el Perú. Rodríguez,
relajando un tanto su consigna, me dio libertad para visitar las ruinas, y el
doctor Solar, que hablaba perfectamente el quichua y el aymará, se ofreció a
ser mi cicerone con el beneplácito de nuestro guardián, quien llevó su
complacencia hasta proporcionarnos dos guías, representantes de la antiguas
razas indígenas del país.
Uno de los guías era del habla aymará y otro de la quichua. Estaban
calzados de ojotas (sandalias peruanas) como en tiempo de los Incas; llevaban
calzón corto con pierna desnuda y un chupetín y casacón a la usanza española
de antaño, con un gran guarapón o chambergo en la cabeza; un morral con las
provisiones de viaje al costado, una manta terciada y un largo bastón al
hombro, completaban su arreo. Tal es el traje obligado de los indígenas del
Alto y Bajo Perú desde el tiempo de la sublevación de Tupac-Amarú, en que el
rey de España les prohibió el uso de sus vestiduras nacionales para borrar los
recuerdos incásicos.
Graves y silenciosos -como que no hay memoria de haber visto reír a un
indio de estas razas-, se colocaron al pie de nuestros estribos, y cuando
emprendimos el galope, nos siguieron a pie y a la par, con una velocidad de
verdaderos guanacos, que me hacía pensar en la del chasqui que llevó al Inca
su histórico o fabuloso quippu (4).
A poco andar nos encontramos en una especie de quebrada o valle estrecho
limitado a derecha e izquierda por altas colinas rocallosas, cubiertas en parte
de una pobre y verdinegra vegetación. Más adelante hallamos en medio del
camino un ídolo esculpido en traquito, piedra dura que a primera vista presenta
la apariencia del granito rojo. Nos apeamos a examinarlo y vimos que estaba roto
por la mitad. Era la imagen reducida de otro tallado mayor escala que había
visto en el museo de La Paz. El presidente Ballivian, a indicación de mi amigo
don Domingo de Oro -que acompañó al pintor Ruggendas en su excursión por
Tiahuanaco-, había hecho transportar algunas piedras, y a de ellas era aquel ídolo
que los indios rompieron en el camino. No me detendré en describirlo, porque
después tendré ocasión de estudiar la singular estatuaria hierática del
templo en sus mismas ruinas.
Al salir de la quebrada entramos a una ancha
planicie ligeramente accidentada, que limitan al sur y norte altas y agrestes
colinas como las que acabamos de ver. Por su centro en dirección oeste-este,
corre un río o más bien arroyo, que lleva el nombre del lugar y se derrama en
la laguna, abriéndose su cauce en un sedimento de rica tierra vegetal, que la
presencia de las grandes aguas diluvianas en toda la altaplanicie, cuando toda
ella era un inmenso lago. A su margen por la parte del sur se extienden las
vastas ruinas en un perímetro de una milla cuadrada aproximadamente, cuyas
imponentes moles dispersas hacen recordar las petrificaciones fabulosas de que
habla Garcilaso. En la margen norte y como a una milla de distancia, se ve el
moderno pueblo de Tiahuanaco, construido en gran parte con las piedras de las
ruinas; y más allá, las límpidas aguas del lago, tranquilas en aquel momento,
pero que tienen sus tempestades como las del mar. Este paisaje reviste una
solemne melancolía que se comunica al alma, independientemente de las ideas que
sus monumentos despiertan; ni un solo árbol, ningún accidente risueño
modifica las líneas severas de su horizonte, y todo, hasta el suelo seco y
arenisco, la temperatura frígida, y la luz sin cambiantes uniformemente
distribuida en aquel cuadro, todo tiene un carácter y un tinte austero.
La primera impresión que me asaltó ante aquel espectáculo de la
naturaleza, fue que habría sido muy desgraciado el poderoso Inca que hubiese
elegido aquel sitio para fundar un palacio de recreo, como vulgarmente se cree y
mi cicerone lo repetía. Si como parece más probable, fue aquello un
adoratorio, sin duda que un espíritu ascético presidió a la elección del
lugar.
Al entrar a la planicie, llaman desde luego la atención dos colinas
rectangulares, cuyas formas simétricas y orientación uniforme contrastan
singularmente con las agrestes alturas circunvecinas. Acercándose a ellas se ve
que son dos montículos o pirámides de tierra construidas por mano de hombre,
como los mounds-builders del
Mississipi.
Estos dos montículos artificiales constituyen el núcleo de las ruinas,
y ellos les dan su relieve arquitectónico y su fisonomía pintoresca. IV
La primera impresión que
produce el conjunto de las ruinas es de confusión y de asombro. Luego que se
forma idea del plan general, la vista es inmediatamente atraída por una serie
de largas columnas tienen el aspecto de un monumento druídico. Esta construcción
es la que vulgarmente se signa en la comarca con la denominación de El
Templo, y que los viajeros y arqueólogos han adoptado para distinguirla de
las demás. Lo
que se llama El Templo, es un vasto
cuadrilátero, cuyo recinto marcan por sus cuatro frentes otras tantas
columnatas tiradas a cordel. Medí con religioso respeto dos de sus costados con
el único instrumento de que podía disponer, y abriendo un tanto el compás
natural para darle más o menos la medida de la vara castellana, conté
doscientos pasos por uno de sus frentes y poco menos por el otro (5).
Entre columna y columna, conté 15 pasos. Medí una de las columnas con
el bastón de uno de los guías, y lo calculé como cuatro varas de altura fuera
de tierra; una de ellas, que yacía tendida en el suelo, media más de cinco
varas, incluso la parte enterrada (6). Estas
columnas no son precisamente tales, sino pilastras monolitas de varias
dimensiones, de rocas traquíticas y areniscas, perfectamente labradas por sus
cuatro costados unas, y más toscas otras, presentando un frente de tres a cinco
cuartas y más de una tercia de espesor, tienen de cada lado un rebajo
perpendicular y uno transversal en la parte superior, como para recibir
arquitrabe o dintel.
Tal es el recinto del templo, que según puede colegirse tenía por
objeto o bien trabar el revestimiento del terraplén que se encuentra en su
centro, o bien formar una galería exterior en el todo o parte del contorno,
como parecerían indicarlo algunos restos de paredes de piedras secas que se
encuentran más al interior.
El terraplén que forma el relieve que queda de la planta del templo, es
una de las colinas artificiales que hemos indicado antes; está fundado sobre un
pavimento de piedra y se eleva como a cuatro varas del nivel de la llanura
adyacente. Por la parte del oriente se encuentra una plataforma más baja que el
montículo, y a su frente se ven diez columnas cuadradas, en línea, mayores que
las del recinto, que bien pudo ser algún atrio o peristilo frontal. En el
macizo del terraplén y con salida al occidente, hay una especie de patio al
nivel del suelo, con paredes de piedras brutas que lo circunscriben, aquí donde
se ha encontrado el mayor número de esculturas, afectando formas de hombres,
animales y tipos fantásticos de divinidades ideales. El montículo ha perdido
la regularidad de su forma primitiva, pero aun podían discernirse sus
contornos, no obstante haber sido removida la tierra en muchas partes.
Al frente y a corta distancia de la fachada oriental, vense los vestigios
de otra construcción que en el país se designa con el nombre de Palacio, y que también ha sido aceptado por los arqueólogos. Es un
cuadrilátero de que no se veía sino parte del pavimento, y grandes masas de
piedras dispersas admirablemente cortadas con precisión matemática, con sus
aristas vivas cual si recién saliesen de manos del artífice. No lejos del palacio y en dirección al norte se encuentra la boca de una construcción revestida de lozas labradas, que hacía poco se había descubierto, y que el doctor Solar me dijo ser un subterráneo que se creía comunicara con las construcciones no menos misteriosas de las islas de la laguna, no faltando quien creyese en el país, según antigua tradición, que iba hasta el Cuzco. Sin tiempo para examinar aquella singular ruina, formé idea de que debía ser algún acueducto subterráneo, destinado a traer el agua por derivación desde alguna altura inmediata, para levantarla hasta el más empinado de los montículos de que hablaré después, o para construir alguna fuente surgente en el palacio. Las antiguas y admirables obras hidráulicas que se encuentran en el país, y las piedras talladas en forma de media caña con bocas de irrigación al parecer, que unidas formarían un tubo, las cuales abundan en las ruinas, dan a esta hipótesis el carácter de una demostración (7). V
En el ángulo norte de la
fachada oriental del templo, se levanta como un misterio petrificado, el
monumento más estupendo de las ruinas, único de su género que se haya
descubierto en todo el continente americano. Por sus dimensiones gigantescas, su
ejecución artística y su carácter evidentemente simbólico, este testigo mudo
de una civilización desconocida, ha llamado en todo tiempo la atención de los
americanistas, sin que hasta el presente haya podido ser explicado
satisfactoriamente, ni aun siquiera asignándosele su colocación en el plan
general de las construcciones de Tiahuanaco.
Este monumento es un enorme pórtico monolito, tallado en una sola roca
de traquito duro, labrado por todos sus costados, esculpido por ambas faces, con
una puerta de líneas rectas abierta en su centro, y con nichos del mismo estilo
simétricamente distribuidos. Mide cerca de cinco varas de base, como tres y
tres cuartas de altura y media vara larga de espesor, según me lo confirmó más
tarde el cura del lugar, o sea en términos métricos, 4 m. 80 cm. por 3 m. 16
cm. con arreglo a las medidas más exactas que de él se han tomado (8).
Por muchos años el misterioso pórtico estuvo tendido en el suelo en
toda su integridad, y así lo encontró el famoso viajero naturalista D'Orbigny
en 1833. Cuando lo vi en 1848, estaba en pie. A la distancia, presentaba la
apariencia de hallarse entero, y su abertura ofrecía al ojo la figura de un
trapecio irregular con la base menor por dintel. Acercándome, vi que la gran
piedra estaba quebrada: una hendidura que diagonalmente bajaba de la parte
superior hasta uno de los ángulos interiores de la puerta, la dividía en dos,
y alterando su nivel producía aquella ilusión, pues sus montantes son
perfectamente perpendiculares, y el todo de la abertura forma un rectángulo
correcto de un metro de ancho y dos de alto (9).
Los guías me dijeron que la misma noche que lo pararon, había estallado
una gran tempestad, y que un rayo había partido la piedra tal como estaba. El
cura de Tiahuanaco me confirmó la verdad de este relato, en el cual me llamó
la atención que los dos indios, a pesar de hablar distintos idiomas, se
valieran de la misma palabra, con la sola diferencia de una letra, -iIlapa - illapu-, para designar el rayo, que también significa
trueno, y que actualmente les sirve para indicar el fusil y el estampido del cañón,
según me lo explicó mi intérprete y cicerone el doctor Solar (10).
La faz posterior del monolito que mira al occidente, presenta dos nichos
laterales a derecha e izquierda del promedio de la elevación de la puerta, y
cuatro pareados hacia la parte superior, corriendo por estos últimos una
moldura a modo de cornisa, que rompiéndose en ángulos rectos encuadra el
dintel, siendo todas las líneas perfectamente rectas. La faz que mira al
oriente, es la que hiere más profundamente la imaginación, provocando la
meditación. Al primer golpe de vista se creería estar en presencia de un
monumento egipcio, trayendo sus figuras a la memoria los jeroglíficos aztecas;
pero fijando la atención y discerniendo sus partes, adviértese que se está en
presencia de una obra original con tipos únicos, que se contempla con creciente
asombro.
Todo el lienzo superior del monolito por esta parte, que comprende
exactamente un tercio de su altura está cubierto por bajos relieves planos, de
dibujo grosero, pero de cortes vivos, atrevidos, y de una corrección de líneas
admirable. A pesar de la dureza de la roca, el tiempo ha gastado algunos de los
contornos de la escultura, como para estampar la fecha de su antigüedad. Estos
bajos relieves enigmáticos, constituyen una verdadera composición, que tiene
su unidad, que debió tener en su tiempo un significado mítico como los del
friso del Partenón de Atenas. Figuran varias procesiones como las Panateneas en
honor de Minerva, sin su gracia inmortal y sin su interpretación histórico-poética;
pero con un carácter simbólico más acentuado y una síntesis religiosa más
primitiva, menos complicada, que responde más directamente a la idea de lo
desconocido, del Dios ignoto o del génesis rudimental. VI
Ocupa el centro de esta singular
composición, una figura fantástica, de corte anguloso y formas geométricas
-con excepción de las manos- que parece ser la representación del sol con sus
atributos. Su cara es cuadrada con ligeros rebajos curvos en las quijadas; la
nariz es un rectángulo perpendicular con los mismos accidentes; las órbitas y
las pupilas son casi cuadradas, y de los ojos bajan dos especies de rayos que se
dirían lágrimas formadas por una sucesión de tres cuadrados cóncavos de
mayor a menor; su boca abierta y vacía, es el contorno de un perfecto rectángulo
transversal, cuyos bordes en relieve trazan sus labios. Este rostro matemático
está circundado de una aureola cuadrada de listones a modo de rayos, que
terminan en dobles círculos concéntricos y cabezas de animales, al parecer cóndores,
con excepción del centro que corona.
Una especie de triple penacho rígido que arranca de pequeño pedestal.
El cuerpo y el vestido a manera de túnica corta, están figurados en un rectángulo
subdividido por un cinturón horizontal que remata a derecha e izquierda en dos
cabezas de cóndores. Las piernas muy cortas, son dos pilastras, que reposan
sobre dos pequeños zócalos salientes, que hacen el oficio de pies. En las
manos tiene dos bastones o cetros de una altura igual a ella, toma dos por su
promedio, uno de los cuales, el de la derecha, presenta una cabeza de cóndor
con su cresta hacia abajo, y el otro una idéntica en la misma posición y dos
cabezas de la misma ave en la parte superior bifurcado.
Esta figura reposa sobre una especie de pedestal, figurado por listones
en relieve, dispuestos a manera de grecas, con una cabeza de animal fantástico
de cada lado, y varias cabezas de cóndores en sus remates distribuidas con
regularidad (11). Por debajo del pedestal corre una
elegante greca ornada, como de una cuarta de altura, que se extiende
horizontalmente por todo el lienzo, y en la que se reproducen todos los
atributos de la figura principal, y se repite once veces su rostro cuadrangular
y radiante en otros tantos medallones con los mismos atributos.
A derecha e izquierda de la figura descripta, que con su pedestal ocupa
todo el espacio superior de la puerta, con excepción del de la greca, se
extienden seis líneas horizontales y paralelas, tres de cada lado, en que se
ven desfilar seis procesiones de figuras idénticas entre sí, esculpidas en
cuarenta y ocho cartuchos o cuarterones de 20 centímetros por costado cada uno
o sean ocho cartuchos para cada procesión.
La línea superior cuya proyección al tope pasa por el promedio de la
cabeza de la gran figura, así como la inferior que termina en la prolongación
de la base del pedestal, se componen de representaciones convencionales de la
imagen humana con alas y coronas, llevando cada una de ellas un báculo o cetro
con tres cabezas de cóndor, idéntico al que tiene en la mano izquierda el
genio hacia el cual convergen. La del centro la componen dos series de la misma
estructura, pero con cabezas de cóndor coronadas por rostro. Todas estas
figuras están de perfil y marchan hacia el centro en direcciones opuestas, en
movimiento de carrera; teniendo todas ellas por atributos cabezas de cóndores
simétricamente distribuidas, y presentando la singularidad de que están
figurados, bien que a grandes rasgos angulosos (12). A poca distancia yacía tendido en el suelo otro pórtico monolito de dimensiones menores, pero del mismo estilo arquitectónico, cuyas proporciones según Squier, que lo ha medido después, son 7 pies, 5 pulgadas inglesas de alto por 5 pies y 10 y 1/2 pulgadas de base, y 2 pies y 10 pulgadas de espesor. Está esculpido como el anterior, pero sin las figuras ya descriptas, corriendo por su parte superior una banda de medallones y listones con cabezas de cóndores en sus remates, que es una reproducción de la greca con las imágenes del sol que se ve en la parte inferior de la composición de la gran piedra.
Entre ambos monolitos se veía entonces -y supongo debe encontrarse hasta
hoy- el monumento más sorprendente de aquellas ruinas, no explicándome el
silencio que a su respecto guardan los arqueólogos modernos que las examinaron
con detención antes y después de mi rápida visita. Es una enorme roca apenas
desbastada, que presenta, sin embargo, cierta regularidad, afectando la forma de
un paralelepípedo. El doctor Solar me dijo que había sido medida, y que tenía
12 varas de largo, 6 de ancho y 2 de grueso; no dando crédito a mis propios
sentidos, la medí con mi poncho de viaje cuya medida exacta conocía, y encontré
que más o menos esas eran sus dimensiones. Entonces no me cupo duda que tenía
a mis plantas una de las piedras de que habla el famoso padre José de Acosta,
quien visitó estas ruinas a fines del siglo XVI, el cual dice haber medido
"una de 38 pies de largo, y de 18 de ancho, y el grueso sería como de seis
pies". Probablemente es esta la misma piedra, que sirvió en un tiempo de
umbral al gran monolito, y que Cieza de León dice, refiriéndose a otros de que
hablaré después, que formaba parte adherente de él, según se deduciría de
estas palabras escritas en 1549: "Lo que yo más noté, cuando anduve
mirando y escribiendo estas cosas, fue que de estas portadas tan grandes salían
otras mayores piedras sobre que estaban formadas: de las cuales tenían algunas
treinta pies de ancho y de largo quince y más, y de frente seis. Y esto y la
portada y sus quicios y umbrales era una sola piedra; que es cosa de mucha
grandeza bien considerada esta obra".
Lo interesante de esta piedra semirrústica no es tanto su tamaño,
cuanto la circunstancia de haber sido transportada de una distancia tal, que
apenas se concibe cómo haya podido hacerse sin auxilio de máquinas poderosas y
por la sola acción de los débiles brazos de hombres casi salvajes. En efecto,
las tres rocas de que están pobladas las ruinas, son: el gres arenisco que se
encuentra en las colinas inmediatas a una legua de distancia; y el traquito y el
bacalto azulado, que según los geólogos, sólo han sido descubiertos como a
unas diez o doce leguas de Tiahuanaco. Siendo esta gran piedra de la misma
naturaleza de los monolitos labrados (la traquita) vese que por el solo hecho de
su masa, es un sorprendente monumento prehistórico, que da testimonio de
esfuerzos combinados, de una evolución superorgánica como dirían los nuevos
sociólogos, que sería extraordinario aun contando con el auxilio de mecánica
moderna. Y si se piensa que esas rocas eran transportadas a brazo desde tan
largas distancias, y fueron labradas y esculpidas sin el auxilio del hierro,
entonces no puede negarse un sentimiento de conmiseración y de admiración a la
vez, hacia aquellos desconocidos jornaleros y artistas primitivos, que gastaron
tal vez las fuerzas de varias generaciones para echar los cimientos de una
construcción, que parece no fue terminada, y cuyas ruinas son un misterio anónimo.
En presencia de estas masas, de estas esculturas y de sus símbolos enigmáticos,
diversas y complejas cuestiones asaltan la mente. ¿Cómo fueron transportadas
esas grandes piedras? ¿Quiénes las tallaron y esculpieron, y cómo? ¿Qué
significan sus estatuas, sus ídolos y sus símbolos?
Los que han pretendido resolver estos obscuros problemas por analogías
vagas o por medio de alegorías, o descifrando sus esculturas como los jeroglíficos
mexicanos y los caracteres de la piedra de Roseta, en vez de buscar la explicación
en una síntesis deducida de los mismos monumentos, han seguido falsa ruta; y
algunos de ellos, lejos de disipar las tinieblas que las envuelven, han
contribuido a aumentar la confusión, por falta de criterio en la clasificación
metódica de los materiales, que suplen la falta de documentos escritos. VII
¿Cómo fueron transportadas
estas grandes masas desde las distancias de diez a doce leguas, y sin más
auxilio que el de la fuerza humana desprovista de máquinas?
A esta pregunta han creído contestar algunos, recordando la pintura
encontrada por Wilkinson en la gruta de Bersheh, donde se muestra cómo los
egipcios transportaban las piedras de grandes dimensiones, por medio de trineos
con cuerdas, a que se uncían centenares de hombres, que derramaban a lo largo
de su trayecto un líquido para facilitar su movimiento. Más sencillo sería
buscar la explicación puramente mecánica, en el uso de los rodillos, palancas
y cuerdas que conocían los indígenas, y sobre todo, en el de los planos
inclinados que el simple instinto enseñó a los primeros constructores; pero
esto es pretender resolver la cuestión por la cuestión. Siempre quedaría por
averiguar qué fuerza inicial dio impulso y coherencia a esta fuerza y qué idea
generadora presidió a ella.
Sin necesidad de preguntar a las piedras más de que racionalmente pueden
contestarnos, ni fundar sobre ellas hipótesis más o menos plausibles, pero que
nada enseñan ni resuelven, podemos decir que las ruinas de Tiahuanaco, como las
pirámides de Egipto, aunque sin comprobantes históricos como estas, atestiguan
la existencia de una sociabilidad más poderosa, más coherente y más
adelantada que la de los Incas, si bien no menos opresora, ni menos desprovista
del germen fecundo y resorte moral que hace que las civilizaciones sean
duraderas y progresivas.
Que para alcanzar el grado de civilización de que
las ruinas dan prueba, debieron pasar miles de años, aun después de la
desaparición del verdadero primitivo hombre americano, que yace sepultado en
terreno cuaternario, es una verdad de hecho que comprueban la ciencia y la
experiencia. Que para ejecutar estas obras, transportando tan grandes piedras
sin el auxilio de máquinas, y labrándolas sin el del hierro, debió gastarse
la vida de varias generaciones, esto no necesita más demostración que las
obras mismas, comparadas con otras de la civilización europea armada de medios
más poderosos, y que teniendo menos dificultades que vencer no han sido
coronadas. Que la raza que las ejecutó ocupaba la altiplanicie y todos los
contornos del lago; que era numerosa, que obedecía a un tiránico gobierno
central, que tenía una constitución política unitaria, un culto y un ideal
también, son hechos que se deducen lógicamente, los unos del estudio etnográfico,
los otros de los vestigios que ha dejado, y los más complejos y abstractos del
examen atento de las formas convencionales y fantásticas que sus ignotos
artistas inmortalizaron en piedra dura.
Guiándonos en nuestras investigaciones arqueológicas por el resplandor
incierto de estas luces crepusculares, podremos entonces percibir en la penumbra
del tiempo, la sombra vagorosa de una sociedad de oprimidos, gobernada por la
fuerza, en que la máquina humana, sin impulso propio, concurría a un resultado
cooperativo, se consumía en esfuerzos estériles, y se extinguía en un trabajo
largo y paciente, amasando con sudor y con sangre los cimientos del templo, que
representaba la creencia y el ideal de aquella raza y la autoridad soberana de
aquella sociabilidad muerta y destinada fatalmente a morir.
No pidamos a las piedras más explicaciones al respecto, pues es sabido
que estas obras gigantescas sólo pueden concebirlas los déspotas y ejecutarlas
los esclavos, sea que un origen y una creencia común dé su cohesión a los
elementos sociales, como tal vez sucedió en la época de los constructores de
Tiahuanaco; sea que la agregación por medio de la conquista y el vínculo de la
fuerza, mantenga artificialmente reunidas sus partes heterogéneas y antagónicas,
como en la época de la dominación incásica.
En cuanto al modo cómo esas piedras fueron labradas, la cuestión es más
bien de tiempo que de medios. Dado un poder central y despótico y un pueblo
manso, obediente y paciente, sin iniciativa individual, se concibe fácilmente
que por medio de cuñas para dividir las piedras en el sentido de sus estratos,
por la acción combinada del fuego y del agua para desbastarlas, por el roce de
unas piedras más duras con otras más blandas para pulirlas, y por otros métodos
igualmente primitivos, bien pudieron ejecutarse estos trabajos, sirviéndose
además de cinceles de cobre endurecido que parece indudable conocieron. A este
respecto existen datos suficientes para formar una convicción. Un cincel de
bronce, encontrado cerca del Cuzco a principios de este siglo, y que Humboldt
llevó a Europa, puso a los americanistas en vía de esclarecer la cuestión:
analizado por Vauquelin, se encontró que contenía 0,94 de cobre por 0,06 de
estaño, lo que le daba la dureza de las hachas de los galos encontradas en el
viejo mundo. Posteriormente se han encontrado varios instrumentos idénticos en
las huacas peruanas. El padre Bertonio,
que evangelizó entre los aymaraes a fines del siglo XVI, nos enseña en su
vocabulario impreso en Juli, que los indígenas tenían palabras y combinaciones
para distinguir las variedades del cobre nativo, así como para designar el
bronce, o cobre duro, a que llamaban isayaury;
y que, cuando conocieron el hierro importado por los españoles, no teniendo
palabra que aplicarle, le llamaron yauri
de Castilla, o sea cobre español. D'Orbigny hace conocer con este motivo el
proceder que hasta el presente emplean los indígenas para atacar el traquito,
el cual consiste en calentar la parte que se quiere separar, y echarle enseguida
agua, de modo de hacerla friable y poder así desbastarlo por capas sucesivas.
El rey de Dinamarca Federico VII, en su notable memoria sobre las construcciones
de los gigantes, publicada por los Anticuarios del Norte, hace conocer en
detalle estos procederes usados por los hombres prehistóricos de la edad de
piedra.
Por lo que respecta a la regularidad rigurosamente
geométrica con que están talladas todas las piedras de Tiahuanaco, así las
que afectan ángulos rectilíneos como las que contienen secciones curvas, esta
aptitud parecería ser un instinto nativo de la raza, como el de la construcción
del hexágono en la abeja. En la grande obra de la catedral de La Paz, he visto
a indios aymaraes, descendientes probables de los constructores de Tiahuanaco,
que sin nociones de dibujo y sin instrumentos matemáticos, cortaban las piedras
y copiaban en ella las molduras más complicadas, dejando admirado al arquitecto
francés que la dirigía, quien los consideraba superiores a los artífices de
su país. Verdad es que para labrar una piedra, gastaban un tiempo cuádruple
del necesario aun sirviéndose de cinceles de acero. Calcúlese cuanto debieron
tardar los primitivos constructores de Tiahuanaco para tallar y esculpir, con
fuego y agua y con cinceles de bronce, esas moles, en cada una de las cuales
debió gastarse la vida de más de una
generación.
La gota que cavó la piedra de Tiahuanaco, no fue
de agua: ¡fue de sangre! VIII
¿Qué idea primaria fue el
germen de estas construcciones? ¿Tienen sus esculturas algún significado
abstracto? ¿Poseemos elementos para interpretar sus proyecciones ideales y sus
símbolos?
A estas interrogaciones puede responderse en general: que desde el
informe fetiche del salvaje africano hasta la estatua griega del Apolo del
Belvedere, toda obra del arte humano reconoce una causa y tiene un significado más
o menos abstracto, sea como expresión del grosero instinto de lo sobrenatural,
sea como manifestación suprema de la belleza en la región serena del ideal. Así,
no puede desconocerse en estas ruinas un sentido oculto, una razón de ser, un
pensamiento preconcebido, una fuerza superior dirigiendo la dura y perseverante
tarea de varias generaciones que se suceden, confundiendo su polvo con el polvo
de las piedras, que arrancan, transportan, tallan y esculpen según un modelo,
que tiene su origen en un ideal relativo.
Contemplando el bajo relieve de Tiahuanaco, el arqueólogo meditabundo
podrá preguntarse si aquello es un velo de piedra detrás del cual se oculte un
misterio isíaco sin altares; o si es una esfinge que no habiendo encontrado un
Edipo, guarda su secreto en sus entrañas graníticas; o acaso la portada de un
Delfos americano con su Apolo grotesco, pero sin su Parnaso, sin sus musas ni
sus anfictiones; o si, como la piedra de Roseta, registra caracteres jeroglíficos
o fonéticos que están esperando su Champollion, pero de seguro que no pensará
pueda ser una mera fantasía como los arabescos de la Alhambra, pues su carácter
mítico y simbólico salta a los ojos.
Empero, en el transcurso de tres siglos y medio, esta página de piedra
no ha tenido sino dos comentadores; y durante trescientos años, sólo un
escritor hizo mención de ella.
Cieza de León y Acosta -y principalmente el primero, a quien todos han
copiado desde Garcilaso hasta D'Orbigny- son los únicos escritores antiguos que
al respecto merezcan atención, y esto, no por sus interpretaciones que ni
siquiera intentaron, sino por los datos que suministran como contemporáneos de
los conquistadores.
Entre los escritores modernos, Humboldt, que fue el primero que sistemó
los estudios americanistas, no visitó los monumentos del Perú, y por eso
supone gratuitamente que todos los de ambas Américas son idénticos, como
vaciados en un mismo molde. Las consideraciones de Prescott sobre la
arquitectura peruana -muy inferiores como producto de erudición a las que se
refieren a Méjico- son superficiales, y poco precisas.
Tschudi y Rivero, sin el suficiente caudal de observación en esta parte
de su obra, Castelnau con breves y magistrales rasgos, y Squier con más
abundancia de detalles y más exactitud que ninguno, todos se han limitado a la
parte descriptiva, permitiéndose únicamente el último de ellos una ligera
ironía respecto de los intérpretes antojadizos.
Baldwin en su interesante compendio y Bancroft en su monumental obra
sobre antigüedades americanas, son meros compiladores de segunda mano en esta
parte, que equivocan en sus dibujos hasta la forma de la puerta del gran
monolito, dándole un corte egipcio que no tiene. Los
únicos intérpretes directos de que tengamos noticia son: D'Orbigny, que estudió
estas antigüedades en 1833, y Mr. Leonce Angrand, cónsul de Francia en
Bolivia, que las examinó en el mismo año que yo las visité. (13) IX
D'Orbigny, el más profundo y
sagaz etnógrafo y arqueóIogo de cuantos se hayan ocupado del hombre
sudamericano, olvidando sus propias lecciones, ha dado de la escultura del
monolito una interpretación caprichosa, en que se contradice a sí mismo (14)
.
Según este sabio, sería un rey todopoderoso el personaje central, cuyos
dos cetros simbolizarían su doble poder religioso y político. Las demás
figuras coronadas serían otros tantos soberanos que se humillan ante ella, y
llevando un solo cetro como indicación de su autoridad limitada; representando
una las naciones sometidas y semicivilizadas bajo la forma humana, y las otras a
las naciones aun salvajes personificadas en el cóndor, mensajero del sol, cuyo
vuelo elevado le permite acercarse más a él.
Esto es pretender explicar una alegoría primitiva por la heráldica
arreglada a otra alegoría de mero capricho, fuera de las condiciones del
problema mismo. En efecto, esta interpretación pugna no sólo con el
significado mítico de la composición, que él mismo le reconoce en otra parte
de su obra, sino que ni siquiera está ajustada a sus rasgos fundamentales. No
es propiamente la figura humana la representada allí; ni el cóndor es atributo
privativo de ciertas figuras, desde que todas lo tienen igualmente; ni existen
ni podían existir tales cetros o símbolos, ni las figuras están humilladas,
como se pretende, pues más bien
tienen un movimiento equilibrado y atrevido, el cual por otra parte se halla en
armonía con las alas tendidas que todas ellas llevan a excepción de la figura
central.
Mr. Angrand, a estar a los que le citan, creería haber descubierto un
carácter jeroglífico en los ornamentos del gran monolito. Según su teoría de
las migraciones, que trae Wiener en un cuadro sinóptico, el punto de partida de
la familia americana sería el noroeste; de allí tomaría dos direcciones
diametralmente opuestas, dándose la espalda, y luego volviendo a tomar su
dirección inicial, se formarían dos corrientes humanas: una de las corrientes,
representaría a la raza de cabeza recta, adoradora de la luna por la parte del
occidente; y la otra, de cabeza chata, a los adoradores del sol por el oriente.
De esta última provendría la raza sudamericana, cuyo itinerario etnográfico
sería según su teoría, el valle de Mississipi, dando origen a la corriente
maya, que se insumiría por una parte en Yucatán, y por la otra seguiría por
Costa Firme hasta la América del Sur, dividiéndose por fin en pirhuas y
quichuas, que son sus dos primitivas razas peruanas.
Establecida hipotéticamente esta genealogía, que falla por su base en
cuanto a los cultos primitivos, y la craneología prehistórica, Mr. Angrand
encuentra analogías y aún identidades entre las esculturas de Tiahuanaco y las
de Méjico y Centro América; y de aquí deduce un idéntico sentido mitológico
y simbólico que las explica, y que probaría el común origen de los
constructores de Tiahuanaco, de Palenque, de Ococingo y de Xochicalco. La
teoría Angrand no resiste al más somero análisis. En primer lugar su
itinerario etnográfico falla por su base en cuanto a la división de los cultos
del sol y de la luna, que coexistieron en el Perú como gemelos en una misma
cuna. En cuanto a los cráneos, el estudio de los pertenecientes a las razas
primitivas que poblaron el Alto y Bajo Perú, ha demostrado que difieren
completamente de los del resto de América, y en particular de la que se supone
progenitora. Por lo que respecta a la identidad de los monumentos indicados,
esto se refuta por la simple confrontación de las láminas de Del Río, Dupaix,
Humboldt, Waldeck y Stephen, con las de D'Orbigny, Tschudi y Rivero, y Squier,
que difieren materialmente por su estilo arquitectónico; y esencialmente por el
carácter simbólico que responde a un orden de ideas muy diverso, y en
particular por la diversidad de los tipos antropomórficos que acusan dos
opuestas proyecciones hacia la representación del ideal divino.
El vicio capital de estas dos hipótesis, además de los datos
incorrectos en que se fundan, consiste en que D'Orbigny no parece haberse
penetrado bien del carácter mítico del bajo relieve de Tiahuanaco; y que
Angrand, dándoselo, no ha sabido discernir la idea relativamente abstracta, por
decirlo así, que le imprime su sello de primitiva originalidad. Ambos han
descuidado buscar los elementos de interpretación en el mismo monumento, y en
vez de servirse de otras esculturas de las mismas ruinas que lo ilustran como
documentos auténticos, han ido a buscar la causa y el significado en hipótesis
arbitrarias y en teorías inconsistentes. X
Hemos dicho, que el bajorrelieve
del gran monolito es una verdadera composición sintética, una obra original
con tipos singulares, que tiene su unidad, que debió tener en su tiempo un
significado mítico y una interpretación religiosa, en la cual se combina la
alegoría con el simbolismo. Descomponiéndola, pues, en sus elementos más
simples por medio del análisis, podremos quizá encontrar en ella misma los
datos necesarios para determinar su carácter general, y aclarar su sentido
oculto o su intención abstracta.
La unidad de la composición resulta de la acción convergente de todas
las figuras hacia una figura focal, que a su vez irradia la suya por atributos
comunes a todos, los que por vía de ornamentación reproducen a sus pies, como
una anotación o como un comentario ilustrativo.
La figura central no es precisamente la humana, no obstante estar calcada
sobre su tipo; y sus detalles son
meras indicaciones de los rasgos fisonómicos expresados por las líneas
elementales de un contorno anguloso. Las
figuras accesorias, acercándose más a la forma humana unas, difiriendo
completamente de ella en su facción capital las otras, pertenecen, empero, al
mismo género de la que domina la alegoría y centraliza la acción. Los
atributos de las figuras son idénticos, y sólo difieren en cuanto al número y
el tamaño.
Por último, sólo se ve allí una reproducción de la naturaleza orgánica,
que es la cabeza del cóndor, y esto mismo, como símbolo o atributo y no como
imagen real de la vida. La simplicidad de las líneas y la simétrica disposición
de ellas uniformemente repetidas, excluye la idea de toda intención ideográfica
y de toda combinación jeroglífica, tomando esta palabra en su sentido
riguroso. Con estos elementos puede representarse igualmente una teogonía, un génesis,
una metamorfosis o una apoteosis, todo menos una escena humana como lo supone
D'Orbigny, menos una oración jeroglífica como lo pretende Angrand.
El bajo relieve de Tiahuanaco puede muy bien representar todo eso, pero
siempre resultará que es la representación alegórica de una escena mítica,
en que intervienen personajes sobrenaturales, con atributos de vida, de poder y
de movimiento que simbolizan las fuerzas naturales en los espacios aéreos y
fuera de las condiciones de la existencia ordinaria.
D´Orbigny había observado antes, y lo olvidó al estudiar este
monolito, que las estatuas de la primera civilización de la raza a que
pertenece (él las atribuye a los aymaraes): "son notables por sus formas
tan diferentes de la naturaleza, y por un carácter que indica ideas fijas y
severas, más bien que el deseo de imitar".
Esta tendencia hacia un ideal de convención o sea a la expresión de lo
sobrenatural, se nota en las esculturas egipcias; pero analizadas en sus
elementos, se ve que todos ellos existen en la naturaleza, que es sólo su
agrupación heterogénea lo que les da su fisonomía quimérica. Lo mismo sucede
en las figuras de Palenque, en que los tipos convencionales de sus figuras
parecen pertenecer a una raza superior de hombres, únicamente en cuanto a sus
proporciones faciales, descendiendo por lo común a lo grotesco por la exageración
cuando quieren acercarse a la realidad.
La tendencia estética de las esculturas de Tiahuanaco es menos
complicada, más elemental, más sistemática, y en esto consiste su
originalidad. La línea recta domina en ella: el ángulo recto determina sus
inflexiones, y los rasgos mixtos son tan severos, que bien se advierte que se ha
querido personificar con la vaga apariencia del hombre una concepción gráfica
de lo sobrenatural, o sea lo abstracto en lo concreto, como el verbo se encierra
en el tubo de una pluma y la idea en los caracteres fonéticos que ella traza.
Por eso, en presencia de las figuras angulosas que antes hemos descrito,
se tiene la evidencia de tener por delante la imagen sistemática, matemática,
del Dios sin nombre de la raza desconocida que lo concibió según su ideal de
convención, y lo grabó en piedra según su canon hierático.
Respecto de las figuras que lo rodean, no puede dudarse pertenezcan a la
misma naturaleza, como los ángeles que rodean la Concepción
de Murillo pertenecen a la misma naturaleza etérea de la divinidad, cuyos
atributos siderales indican la mansión celeste. Y hasta la circunstancia de
tener alas las divinidades inferiores y carecer de ellas el dios hacia el cual
convergen, le da mayor analogía con esta obra inspirada del idealismo antropomórfico.
Esta asociación de tipos y de ideas entre lo sublime y lo grosero, no
debe extrañarse, desde que hemos dicho antes, que empezando por el fetiche
tosco del salvaje y elevándonos hasta la concepción y la ejecución de la
estatua griega, toda obra de arte tiene un significado más o menos abstracto
dentro de sus elementos constitutivos. El misterio idealizado por el gran pintor
español nos parece claro, porque conocemos la doctrina teológica que lo
explica; mientras que nos faltan datos para determinar cual sea el argumento de
la composición escultural de Tiahuanaco, no obstante que comprendamos que ambas
obras responden a la idea de lo sobrenatural, al drama fantasmagórico que tiene
por teatro el alma humana. XI
La idea religiosa está tan de
relieve en la piedra de Tiahuanaco, como la idea guerrera en el bronce de la
columna de Vendome: ambas se destacan de bulto, y se explican y comentan por sí
mismas con independencia de todo texto escrito.
La figura central que todo lo domina, es, a no dudarlo, un dios, y un
dios históricamente conocido; -es el
Baal egipcio, es el Helios griego, es el Inti
de quichuas y aymaraes-. En sus grandes lineamentos y en su rostro radiante,
se reconoce claramente la imagen convencional del sol; y como para inscribir su
nombre, se reproduce once veces el mismo rostro iluminado a sus pies invisibles;
dándole por atributo o símbolo el cóndor, el ave de alto vuelo que más se
acerca a la fuente de la luz generadora, como mensajero entre la tierra y el
cielo.
Esto demuestra históricamente también que el culto predominante del
sol, posterior a su coexistencia con el de la luna en los mismos lugares, es muy
anterior a la época incásica, y aun a las mismas construcciones de Tiahuanaco,
y por lo tanto pueden ser estas tan antiguas como las más antiguas del Egipto (15).
Para que la verdad demostrada se destaque en plena luz, no he querido
complicarla con otra interpretación, que considero racional, pero que no tiene
el carácter de probabilidad histórica de las anteriores. Me refiero a los
bastones o cetros que las figuras llevan en sus manos, origen de hipótesis tan
diversas como aventuradas, y aun de falsas descripciones.
Según D'Orbigny, esos cetros serían indicio de autoridad y doble
potestad, como queda prenotado. Para Tschudi y Rivero, los cetros se convierten
en serpientes, y así los dibujan en sus Antigüedades
Peruanas. Squier se inclina hasta
cierto punto a esta suposición, por cierta sinuosidad de las líneas.
Sin dar a mi interpretación más valor que el de una proposición
deducida de la observación directa y establecida por el método inductivo,
pienso que estos pretendidos cetros -que no conocieron los monarcas americanos-
y estas imaginarias culebras -que no existen en el monolito- son simplemente
rayos. El rayo es el atributo lógico de una divinidad, cuyo rostro está
circundado de rayos luminosos, simbolizando unos y otros por un encadenamiento
intuitivo de ideas primarias, el poder sobrenatural y las fuerzas activas de la
naturaleza divinizadas en su triple manifestación, de luz, fuego y resplandor.
Esta asociación de ideas simples, es tanto más natural en un país
intertropical y montañoso donde literalmente llueven rayos en verano en sus
tempestades diarias -y aún en tiempo sereno- cuanto que, según la lengua de la
comarca, a la idea de rayo de sol y rayo de fuego, se asocian dos ideas
religiosas distintas. En la palabra lupi
-rayo de sol- se condensan las nociones relativas a sus revoluciones y a su acción
benéfica sobre los seres y las cosas, y también a las de resplandor. A la idea
de rayo del cielo -illapu- se asocia
un sentimiento de pavor, conteniéndose en la misma palabra la noción del
resplandor y del ruido atronador, significando así, rayo, trueno y relámpago a
la vez, y por analogía, arcabuz, artillería, cañonazo, según se explicó
antes (16).
Así quedaría completa en su primitiva sencillez la doble idea religiosa
sintetizada en el dios del monolito, y se explicaría sin violencia el
significado del atributo que vibra en sus manos, su bifurcación, sus triples
cabezas de cóndor y el movimiento sinuoso o flamígero de las líneas, que
correspondería a la figura convencional del relámpago, que precede al
estallido del rayo y vuela como el ave sagrada. Y he aquí, como sin pretender
buscar relaciones étnicas o morales entre los antiguos griegos y los prehistóricos
constructores de Tiahuanaco, podría demostrarse plausiblemente, que estos últimos
también tuvieron su Júpiter Tonante, como es indudable que tuvieron su Apolo,
bien que de diverso tipo y crines de oro.
En cuanto a la serpiente, sea como ornamento, sea como símbolo, sea por
líneas sinuosas que traigan a la mente su idea, declaro no haberle visto en
ninguna de las piedras de Tiahuanaco. Puede asegurarse que no existe, desde que,
a excepción de Tschudi y Rivero -poco correctos en esta parte de su acreditado
libro-, ningún viajero lo ha señalado. Y esta circunstancia es tanto más
digna de apuntarse, cuanto que, siendo el símbolo de la serpiente común a
todos los monumentos de piedra así como a las más groseras esculturas en
madera de las tribus salvajes de América, y abundando en lo del resto del Perú,
su ausencia en Tiahuanaco probaría, no sólo la originalidad de sus
construcciones, sino también la de la religión que profesaba la raza que ha
estampado allí sus símbolos místicos.
De aquí podría deducirse, que en la constitución política de este
pueblo desconocido intervenía el elemento religioso, o bien que su gobierno era
teocrático; pero esta hipótesis sería avanzada en presencia otras esculturas
de las ruinas, que a la par que prueban la unidad de su culto con formas hieráticas
consagradas, revelan otra sociabilidad y otro arte, anterior o posterior, pero
igualmente singular. Estas esculturas son otros tantos documentos ilustrativos,
que sirven de comentario y contraprueba al texto fundamental del monolito. XII
No lejos de los dos monolitos,
yacía tendido de espaldas un ídolo esculpido en traquito rojizo, a que el
color de la piedra con cristales de pirojeno, daba el aspecto de un cadáver bañado
en sangre.
A primera vista, creeríase estar en presencia de un Hermes latino o de
una cariátide pérsica; pero luego vese pertenecer a un tipo original, de que
no se encuentra ningún otro ejemplar en las demás naciones del viejo o nuevo
mundo, aunque tenga alguna analogía con los ídolos yucatecos reproducidos por
Catherwood.
Por sus líneas fundamentales y su fisonomía sin expresión, pertenece a
la especie del dios matemático del gran monolito, y en su conjunto fantástico
y severo, se ve que responde al ideal sincrético de la estatuaria sagrada del
templo. De esta representación antropomórfica de la divinidad reducida a rígidas
líneas geométricas, se han encontrado varias muestras en las ruinas. Ya
he dicho que en el Museo de la Paz existía un ídolo llevado de Tiahuanaco, el
cual media como tres varas de alto y media de ancho. Mi amigo don Domingo de
Oro, a quien antes me he referido, lo encontró enterrado y sirviendo de poste
en la puerta de la carcel del inmediato pueblo, y débese a él que esta
preciosa reliquia se haya salvado íntegra. Existe además la cabeza gigantesca
de otro del mismo género, de que habla D'Orbigny, y que se ha popularizado en
numerosas viñetas, que tenía según sus medidas 1m 20 desde la barba hasta la
extremidad del ornamento que la corona, lo que daría con arreglo a las
proporciones de la estatura humana, un monolito de más
de seis varas de altura. He mencionado ya uno que encontré roto en medio
del camino, el cual, aunque más pequeño, lo mismo que el que entonces yacía
tendido cerca de los dos monolitos, pertenecía a la familia de la teogonía de
Tiahuanaco.
Todas estas figuras tienen el carácter lineal del dios monolítico, pero
más armoniosamente modificado por las superficies curvas, bien que alejándose
igualmente del tipo de la naturaleza, y sustituyendo a las facciones humanas
rasgos de convención, que más bien las recuerdan que las representan. Están
talladas de medio bulto en un paralelepípedo o más bien prisma monolito, en el
estilo de las cariátides pérsicas o herméticas, y su altura es proporcional a
las columnas del templo.
Su rostro es rectangular, pero más suavizado en sus contornos que el del
monolito; sus ojos y pupilas están representados en vez de dos cuadrados, tres
círculos concéntricos, de los cuales bajan los mismos dos listones a manera de
lágrimas, salpicados de óvalos que se suceden de mayor a menor; la nariz es más
acentuada y angulosa, y mirada de perfil hace recordar el corte típico de esta
facción en las razas del Alto y Bajo Perú; la boca es un óvalo transversal,
con dieciséis rectángulos perfectamente iguales, dispuestos en dos órdenes
con una recta horizontal por línea divisoria, figurando los dientes de este
engendro sobrenatural. Entre la nariz y la boca se dibuja como un signo astronómico,
una media luna, cuyos cuernos retorcidos se proyectan hacia arriba. Del contorno
del que llamaremos labio inferior, se desprenden seis listones a manera de
radios que cubren la barba, con un remate puramente geométrico cada uno de
ellos. Por las mejillas, se extienden dos molduras sinuosas, en que algunos han
creído ver la figura de la serpiente, aun cuando más bien se aproximen a la
forma de volutas u hojas de ninfea; y así, con más propiedad, podrían
interpretarse como el lotus egipcio, si su movimiento no hiciera recordar el
contorno de los cetros o rayos de las figuras y las crestas condóricas del
monolito, encontrándose para mayor claridad la cabeza del cóndor esculpida en
ambos costados como para ilustrar el símbolo.
Este rostro, o más bien máscara trágica, a semejanza de la que adornan
los sepulcros antiguos y los términos latinos, parece surgir del seno de la
piedra, y su parte posterior así como sus costados, son planos rectos y
perpendiculares. La cabeza está coronada por una especie de tiara de tres órdenes,
adornada con rostros grotescos en embrión, en que se reproducen los listones
que bajan de los ojos, y dibujos que se dirían jeroglíficos si las demás
esculturas no hiciesen conocer su filiación. De cada lado de la tiara bajan dos
cintas, una doble y otra sencilla, bordadas de pequeños rectángulos uniformes
y de líneas paralelas, que recuerdan los signos que los aztecas ponían en los
marcos de sus jeroglíficos para designar cantidades, combinándolos de diverso
modo; pero aquí no se advierte sino el instinto de la simetría.
El más gigantesco de estos ídolos, que existe mutilado, no tiene
brazos, y sus manos están esculpidas en los costados; otros tienen los brazos
caídos y adheridos al cuerpo; todos tienen piernas de medio bulto, con pies
informes o sin pies, encontrándose algunos de ellos simplemente bosquejados,
que presentan sus contornos rudimentarios. XIII
Estos ídolos cuadrangulares,
figurados por líneas elementales como el dios del monolito, parecerían señalar
aquella transición en que la divinidad invisible surge como una aparición
confusa del caos del panteísmo y se hace tangible para los creyentes, y en que
su imagen se modela, según un sueño, un ideal inconsciente, un reflejo o una
sombra, o según un hieratismo preconcebido por una clase iniciadora o
sacerdotal, con sus símbolos, sus dogmas y sus misterios.
Esta suposición no es arbitraria, puesto que se sabe, que el culto de
Pachacamac, que existía en las costas del Perú antes de la época incásica,
se tributaba a una deidad abstracta e invisible que no tenía forma definida,
cuyo centro como el dios de Pascal, estaba en todas partes, y su circunferencia
en ninguna; y así lo definían en acción, señalando los espacios con la mano.
Bien que este culto se materializó después en un ídolo de madera, que los
vencedores toleraron, como los romanos que daban carta de ciudadanía a los
dioses de los pueblos conquistados, sábese también, que aun en la época de
los incas, éstos y los amautas o sabios, profesaban una creencia abstracta o
panteísta. Por eso, la adoración directa del sol estaba prohibida en su
imperio, y sólo permitida ante su símbolo, de que el soberano le consideraba
la personificación viva en la tierra.
Tal es la marcha que la idea religiosa parece haber seguido en las costas
del Pacífico y en las márgenes del lago sagrado de Titicaca; y los ídolos de
Tiahuanaco indicarían aquel momento psicológico en que el dios invisible se
hacía piedra, como el Dios bíblico se hizo carne para identificarse con la
humanidad. Pero estos ídolos, que han tomado formas definidas, son todavía
abstracciones vagas: no son hombres, aunque se asemejen a ellos; son líneas
simples, combinadas sistemáticamente para simbolizar un dios elemental, metafísico
hasta cierto punto, como representación primitiva de un ente sobrenatural,
semejante y distinto de sus adoradores; que se concibe, se palpa, pero que no se
ve.
Comparado el dios del monolito con los ídolos que reproducen sus formas
y sus atributos según un tipo consagrado, el arqueólogo americanista se
inclinaría a pensar, que los creyentes de Tiahuanaco estaban en la época del
monoteísmo, si bien los seres multiformes de la misma naturaleza que rodean al
primero, inducirían a suponer que entraban ya en el período del politeísmo,
en que cayeron más tarde sus imbéciles descendientes.
En la época de la conquista española, el culto helíaco era una fórmula
en el Alto y Bajo Perú: sus moradores indígenas tenían tantos dioses locales
y penates, como había pueblos y familias en el imperio incásico. Los Concilios
de Lima, de 1567 y 1583, declararon en sus capítulos: "Común es casi a
todos los indios adorar huacas, ídolos, quebradas, peñas y piedras grandes,
cerros, cumbres de montes, fuentes, y finalmente, cualquiera cosa de naturaleza
que parezca notable y diferenciada de las demás". Y según los antiguos
quichuistas que estudiaron la lengua en toda su pureza, la palabra huaca, o más bien waca, significaría
lo mismo ídolo que templo, sepulcro, lugar sagrado, figuras de hombres,
animales, montañas, etc., tan confusa es de la divinidad, producto del
naturalismo más rudimental, y tan poco preciso es su vocabulario para expresar
ideas que casi todos los pueblos salvajes tienen palabras para distinguir. XIV
Más hacia el oeste del recinto
del templo, se levanta un terraplén gigantesco que tiene la denominación de Fortaleza:
su configuración hace pensar en las pirámides aztecas, recordando las
construcciones misteriosas de los primitivos habitantes del valle del Misissippi.
Es un inmenso montículo de tierra, construido mano de hombre, que a la
distancia y en el estado que entonces tenía, presentaba el aspecto de una
colina cónica. Está orientado lo mismo que el terraplén del templo, pero sus
proporciones son mucho más considerables. Cuando Cieza de León lo vio, hace más de tres siglos, su elevación era como de cien pies castellanos; y sus contornos, deformados después por las excavaciones que se han practicado buscando tesoros escondidos, eran los de un torreón cuadrangular. En 1848, su altura máxima podía estimarse en veinte varas, poco más o menos, a juzgar por los pasos contados en una pendiente de 45 grados próximamente. Su planta es la de un rectángulo, con dobles ángulos entrantes por la parte del oeste, y su recinto mide más de 2.000 varas (17).
La base de este monumento estaba rodeada de pilastras monolitas,
semejantes a las del templo, faltando muchas de ellas; entre sus espacios se
percibían aún lienzos de murallas, que indicaban que su objeto era trabar el
revestimiento del terraplén. Por la parte del oriente, y coincidiendo con uno
de los ángulos entrantes, se diseñan los fundamentos de una explanada más
baja que la gran plataforma, a semejanza de la que tiene el terraplén del
templo, y que indicaría que aquella era la fachada principal. En la parte alta,
se encuentran los restos confusos de un edificio de grandes proporciones, y
sembrado el suelo de magníficas piedras esculpidas, en algunas de las cuales se
creería discernir las proyecciones del signo de la cruz griega, si no fuesen
figuras resultantes de la natural combinación de los ángulos rectos, que se
repiten uniformemente en las mismas proporciones y disposiciones.
Si aquello fue una fortaleza, un templo o un palacio, no es posible
determinarlo; pero lo que sí puede asegurarse, es que aquéllas no son
propiamente ruinas, sino materiales truncos y dispersos de una vasta construcción,
que nunca llegó a terminarse. Alguna catástrofe desconocida sorprendió a los
trabajadores en medio de su tarea, y las piedras canteadas unas, esculpidas
otras, a medio desbastar algunas, quedaron en el mismo sitio en que hoy se
encuentran, como testimonios de la existencia de una raza desconocida y de una
civilización extinta, que vivió hace miles de años, y que sólo ha dejado
esta huella profunda de su paso silencioso por la tierra. ¿Quiénes
fueron estos constructores, de dónde vinieron, a dónde fueron? ¿Eran acaso
una raza primitiva, hija de aquel mismo suelo? ¿Volvió a caer en la barbarie
por la invasión de razas extrañas o por descomposición dentro de sus propios
elementos? Cuestiones son éstas que aquellas piedras no pueden resolver, aun
cuando sus esculturas suministren algunos datos respecto de su estado moral, de
su constitución social y de sus instintos artísticos. Estas cuestiones asaltan
en tumulto la mente, cuando se desciende del elevado montículo, y se llega
hasta otra construcción más gigantesca, más inexplicable, y que indicaría
una civilización más coherente en el orden civil y con más agentes
industriales.
El conquistador Cieza de León, que fue el primer europeo que lo descubrió,
dice: "Cerca está otro edificio, del qual la antigüedad y falta de letras
es causa que no se sepa que gentes hizieron tan grandes cimientos y fuerzas: y
que tanto tiempo por ello ha pasado: porque de presente no se ve más que una
muralla muy bien obrada, y que deve de aver muchos tiempo y edades que se hizo.
Algunas de las piedras están muy gastadas y consumidas. Y en esta parte ay
piedras tan grandes y crecidas, que causa admiración pensar, como siendo de
tanta grandeza bastaron fuerzas humanas a las traer donde las vemos".
Este edificio, cuyos fundamentos subsisten en parte, se distingue entre
los arqueólogos con la denominación de Casa
de Justicia, y en el país se designa con la de Escaños del Inca, a causa de los asientos de piedra que allí se
ven. Es un vasto rectángulo, que mide 128 metros de largo, y 112 metros por uno
de sus costados, según el plano que trazó D'Orbigny, cuando los iconoclastas
cristianos no habían arrancado aún gran parte de sus piedras. El recinto está
limitado en tres de sus frentes por los cimientos de una muralla, y en su
interior se diseña un gran patio circunscripto por otros cimientos. Al este de
esta construcción se levanta un macizo o muralla ciclópea de dos metros de
altura, que es hoy una plataforma abierta, y debió ser en otro tiempo una sala.
Las piedras que la forman son perfectamente talladas; según Cieza de León, tenían
hasta 30 pies de longitud; pero D'Orbigny que las midió con cuidado, no les da
sino 7 metros y 80 centímetros de ancho por 4m 20 de largo y 2 metros de
espesor. Estas moles formaban el pavimento, y en sus junturas se distinguían
las canaletas de las llaves de cobre o plomo derretido que las unían.
De los bloques del mismo pavimento y formando parte
integrante de ellos, surgen tres órdenes de asientos a manera de escaños,
cuidadosamente labrados, pero sin molduras ni adornos: tienen verdaderamente el
carácter severo de sitiales de jueces. Están dispuestos formando el espaldón
de la plataforma por la parte del este, mirando hacia el oriente: en el centro
se encuentran siete escaños unidos, y a derecha e izquierda, tres de cada lado,
en la misma prolongación. Al
lado de estos asientos fue donde se encontró el pequeño monolito, en que se
reproduce la greca del más grande con sus soles y cóndores, como para indicar
que aquella construcción se hallaba bajo los auspicios de la misma divinidad
del templo.
Restos, o más bien comienzos de columnas cilíndricas;
nichos de diversas formas y piedras con dibujos geométricos en cóncavo, se veían
dispersos alrededor, dando la idea de un caos regularizado, donde, a no ser los
cortes simétricos que le dio la mano del artífice, se diría que jamás el
soplo divino animó allí el barro de la estatua humana.
El número impar de asientos del escaño del
centro, indicaría la presencia de un jefe supremo, un sumo sacerdote o un gran
juez, presidiendo una asamblea que pedía sus inspiraciones al sol que se
levantaba a su frente y que se veía esculpido en el pórtico de entrada. Pero
fuese este sitio el trono de un monarca, el tribunal de los jueces, la sala de
un consejo, el consistorio de los sacerdotes o el asiento de una asamblea
deliberante, de lo que no puede dudarse en presencia de esta construcción, es
de que Tiahuanaco fue o como metrópoli cual el Cuzco o como adoratorio cual el
de la Meca, el centro de un pueblo numeroso y de una sociabilidad relativamente
adelantada, que tenía un gobierno religioso o político, en que una clase
superior dirigía los negocios del Estado o influía en las decisiones de la
autoridad suprema a que estaba sometido.
Más hacia el oriente de la casa de Justicia, cree
Squier haber descubierto otra construcción de que no hacen mención los
viajeros, y a que da la denominación de "Santuario", a causa de una
piedra simbólica que encontró en su recinto.
A mí me faltó tiempo y libertad para examinar con
detención lo mismo que allí vi. En el espacio de dos horas y media a tres que
pasé entre las ruinas, apenas pude consignar en mi cartera de viaje algunos
breves apuntes, que olvidados por largos años, he encontrado en parte borrados,
y me han servido para rehacer estos recuerdos. XV
Al dar mi último adiós a las
ruinas y dirigirme al inmediato pueblo de Tiahuanaco, creía haber terminado mi
jornada arqueológica: allí encontré, empero, otras antigüedades dignas de
igual o mayor atención, que me impresionaron profundamente sugiriendo
meditaciones más trascendentales.
Casi todas las casas del pueblo y principalmente la iglesia, están
construidas con las piedras de las vecinas ruinas: por todas partes se ven
estatuas, bancos, utensilios domésticos y esculturas incrustadas en las
paredes, que llevan el sello de los artífices del templo y de la casa de
justicia de Tiahuanaco. Como he dicho antes, hasta un ídolo gigantesco
custodiaba la puerta de la cárcel.
Pero de todos estos objetos arqueológicos, lo que más llamó mi atención,
fueron dos enormes estatuas semejantes a bustos, que entonces se encontraban en
el medio de la plaza. El cura me dijo que representaban al Inca Manco Capac y a
su hermana y esposa Mama Ocllo, fundadores de la civilización peruana, y lo
mismo me repitió mi cicerone el doctor Solar.
Recordaba vagamente que Cieza de León habla de dos grandes estatuas, que
bien podían ser éstas: pero como D'Orbigny no las menciona, y según he visto
después, las confunde con otras, hube de pensar por entonces que me hallaba
realmente en presencia de las imágenes genuinas de los dos genios creadores de
la monarquía incásica. El tiempo ha corregido estos errores, y el estudio me
ha hecho conocer los que cometieron otros al hablar de estas obras.
Cuando las examinó Cieza de León, se encontraban cerca de las ruinas de
la casa de justicia. Con el tiempo hubieron de quedar cubiertas con la tierra de
las excavaciones que allí se hicieron, y por eso tal vez D'Orbigny no habla de
ellas. Esto se corrobora con la circunstancia de que Castelnau, que pasó por
allí poco antes de mi visita, y que se ocupa ligeramente de ellas, dice en su Historia
de Viaje publicada en 1851, que habían sido desenterradas, y que las vio a
la puerta del cementerio. Squier las encontró más tarde en el atrio de la
iglesia, y apenas les consagra seis líneas.
He aquí el texto de Cieza de León a su respecto:
"Más adelante deste cerro están dos ídolos de piedra del talle y figura
humana muy primamente hechos y formadas las facciones, tanto que paresce que se
hizieron por mano de grandes artífices o maestros. Son tan grandes, que
parescen pequeños gigantes: y véese que tienen forma de vestiduras largas,
diferenciadas de las que vemos a los naturales destas provincias. En las cabezas
paresce tener su ornamento(18)".
Ofuscado D'Orbigny, y empezado en ver las estatuas de Cieza de León en
los ídolos colosales de que nos hemos ocupado antes, pone en duda la veracidad
de este fiel historiador al hablar de vestidos talares, y va hasta vestirlos de
calzón corto, por ser, dice, "el traje que hasta el presente usan los indígenas",
olvidando que esta moda europea les fue impuesta por el rey de España en
castigo de la rebelión de Tupac-Amarú.
Acercándose a estos bultos, parecen, como dice Cieza de León, dos pequeños
gigantes, aun cuando su altura no exceda de la de un hombre. Recuerdo que puesto
de pie a su lado, tenía que levantar los ojos para mirar la corona de la
cabeza, por lo que calculo que tendrían dos varas de Buenos Aires, que es mi
estatura, aun cuando Squier diga que tendrán cuatro y cinco pies ingleses, sin
duda porque estaban en parte enterradas, como le sucedió cuando midió la
altura del gran monolito.
A primera vista, parecen dos bustos gigantescos; pero luego se advierte
que son dos gigantes en cuclillas, que según sus proporciones, tendrían,
puestos de pie, cuatro veces la estatura humana; y aquí se comprueba la
propiedad y la verdad de la pintoresca expresión del antiguo cronista español,
injustamente maltratado por el sabio D'Orbigny.
Una de las estatuas representa un hombre y la otra parece representar una
mujer. Están esculpidas en gres arenisco, algo mutiladas, y en muchas partes,
principalmente en la cabeza, corridas por la acción del tiempo. Ambas llevan
los brazos adheridos al cuerpo como las estatuas egipcias; pero la una tiene la
mano izquierda a la altura del corazón, y la otra apoyada sobre la rodilla.
Ambas llevan en la cabeza una especie de gorro o turbante redondo, con estrías
radiadas que convergen hacia el coronal, y de ellos descienden dos caídos, a
manera de volutas o bucles, que cubren las orejas.
Por último, su tronco informe
que acusa toscamente las formas de los miembros inferiores, da en una y otra,
idea de las vestiduras talares, que D'Orbigny querría transformar en calzones
cortos a la española, imaginándose que éste fuese el traje prehistórico de
los fundadores de Tiahuanaco. Los sabios suelen tener estas distracciones homéricas.
La ejecución técnica de estas estatuas es tosca, y se reconoce en ellas
un arte en la infancia, pero son sumamente notables por una tendencia marcada a
la imitación de la realidad, por una expresión de verdad que sorprende, y por
una mayor inteligencia del dibujo natural que no se encuentra en los ídolos
herméticos y los bajorrelieves geométricos de las ruinas, entre las cuales se
hallaron confundidas. No son meras abstracciones del tipo humano, modeladas según
un ideal sistemático dentro de líneas elementales, son verdaderas copias de la
naturaleza, esculpidas a imagen y semejanza del hombre, con sus proporciones
armoniosas, su acción animada y una expresión de vida, que revelan una intención,
una estética, correspondiente a otro arte, a otra época, a otras ideas morales
y artísticas en el orden del antropomorfismo. Ningún símbolo, ningún
atributo extravagante, ningún rasgo convencional las afea o disfraza: son
dentro de sus proporciones, la estatua humana fielmente vaciada en su molde de
arcilla, si bien, ejecutadas con más verdad que arte, les falta el fuego
sagrado que animó la creación del Prometeo.
Las cabezas son bastante bien modeladas, con ángulos faciales casi
rectos; sus facciones son regulares, y los ojos horizontales y naturalmente
dilatados, la nariz redonda y prominente y la boca grande y abierta como si
fuese a hablar, no carecen de inteligencia y de expresión. Su conjunto, aunque
muy lejos de ser bello, tiene un carácter de reposo físico y de equilibrio
moral, que les imprime el sello de la vida orgánica en sus dobles
manifestaciones.
Estas estatuas, contrastan singularmente con esos tipos gesticulantes de
fealdad sistemática, que constituyen el ideal del arte azteca, chibcha o
yucateco en sus representaciones plásticas de la figura humana, si se exceptúan
algunas esculturas encontradas en Copan, que evidentemente son retratos en
piedra, y con las cuales tienen alguna analogía. XVI
Estos y otros productos
semejantes, aunque más toscos, del arte Tiahuanacota, contrastan no sólo con
las demás obras análogas de la estatuaria americana, sino muy principalmente
con las esculturas hieráticas del templo entre las cuales se han encontrado
confundidas.
Son dos artes sucesivos, distintos y opuestos; dos concepciones de la
divinidad invisible y de la naturaleza humana en su forma concreta, que se
mezclan sin confundirse, como los despojos de dos razas diversas encerradas en
el mismo sepulcro.
El arte primitivo, en sus líneas elementales, en sus proyecciones
iniciales hacia un ideal que tiende a alejarse de la naturaleza, marca aquel
momento en que el dios confuso de los sueños y los pavores de lo sobrenatural,
surge como una concepción abstracta del seno oscuro del panteísmo instintivo,
o sea del naturalismo, con sus alegorías y sus símbolos convencionales.
El arte de la segunda época en el orden teórico del desarrollo de la
idea superorgánica, o sea de la colectividad social, se distinguiría por su
intención humanitaria, por su tendencia a imitar la realidad, y señalaría
aquella evolución intelectual y moral, en que el alma y la mente se emancipan
de toda forma o símbolo convencional y se asimila las nociones de la verdad
concreta.
En presencia de estas dos escuelas esculturales,
que representan dos evoluciones sociales sucesivas y dos épocas lejanas entre sí,
y cuyas obras que son otros tantos documentos se hallan envueltos en el mismo
polvo secular, los misterios sagrados del templo de Tiahuanaco se hacen más
oscuros y sus problemas arqueológicos se complican. Si
la crítica llegase a demostrar -en cuanto puede demostrarse un hecho prehistórico-
que los monolitos y los ídolos son relativamente más antiguos que las estatuas
humanas, una nueva y siniestra luz se proyectaría sobre las ruinas. Entonces se
vería, no una, sino dos civilizaciones muertas y enterradas en la misma tumba.
Entonces, en contraposición de las ideas circulantes que no han sido sometidas
al análisis, se vería que la civilización más adelantada era la que primero
había sucumbido en la lucha por la existencia. Así se comprobaría una vez más
por la crítica, y experimentalmente con un nuevo hecho, que la ley de la
evolución en la sociabilidad antecolombiana desde el Estrecho de Behring hasta
la Tierra del Fuego, era el retroceso, y que su organismo rudimental, sus
elementos constitutivos de vida social no entrañaban el principio fecundo de
una civilización progresiva, destinada a vivir, crecer y dilatarse en los
tiempos perfeccionándose.
Todo indica que las estatuas y las obras congéneres de las ruinas, son más
antiguas que los monolitos y los ídolos. El primer indicio es el estado de
mayor degradación por la acción del tiempo en que aquéllas se encuentran, aún
cuando esto pueda explicarse por ser menos duras las piedras en que fueron
talladas (el gres arenisco), existiendo en el templo otras piedras de la misma
naturaleza igualmente desgastadas. Pero, ¿cómo negarse a considerar el
problema bajo esta faz, cuando se observa, que esas obras distintas que no
pudieron coexistir, constituyen la excepción en el estilo escultural de
Tiahuanaco? Sobre todo, ¿cómo negarse a la evidencia moral, cuando es un hecho
atestiguado por las mismas piedras, que eran las obras del templo, del palacio,
de la fortaleza, de la casa de justicia y del santuario las que ocupaban a sus
desconocidos constructores cuando por una causa históricamente ignorada, pero
cuya existencia no puede ponerse en duda, ellas fueron suspendidas en el estado
en que las encontraron los Incas y se hallan hoy? Así, todo indicaría que
aquellas estatuas pertenecen a otras ruinas anteriores, a una civilización
igualmente extinta, pero más antigua que la que representan las ruinas de
Tiahuanaco propiamente dichas.
A primera vista esta hipótesis deducida lógicamente de los documentos
de piedra comparados, parecería estar en oposición con la marcha del progreso
artístico y de la idea religiosa observada en el desenvolvimiento de las
naciones. En efecto, casi todas ellas, han pasado del símbolo y de la alegoría
a la copia de la naturaleza orgánica, hasta remontarse a la región sublime del
ideal dentro de los elementos de la naturaleza misma, y la evolución filosófica
de la mitología y del arte griego, es la más espléndida manifestación de
este vuelo ascendente del ideal antropomórfico. Pero esta evolución colectiva,
teóricamente lógica, es a condición de que los factores externos del progreso
intervengan y concurran en las mismas condiciones; de que el movimiento no sea
detenido por obstáculos materiales que prácticamente subvierten las leyes teóricas;
y sobre todo, que la sociedad en que tal evolución se produzca, posea en sus
elementos constitutivos el don fecundo de la reproducción, que mejora las razas
y sus productos intelectuales y tangibles, hasta alcanzar el mayor grado de
civilización posible. XVII
Un gran pensador de nuestro
tiempo, Spencer, ha dicho: "Si la teoría de la degradación, tal como se
presenta ordinariamente, es insostenible, la teoría de la progresión, en su
forma más absoluta, lo es igualmente. Si por una parte no se pueden armonizar
los hechos con la noción que hace derivar el estado salvaje de una decadencia
del hombre en el estado de civilización, por otra parte nada autoriza a pensar
que los más bajos estados del salvajismo hayan tenido el mismo bajo nivel que
al presente. Es más posible, y aun muy probable, que el retroceso haya sido tan
frecuente como el progreso". Esta proposición, demostrada racionalmente y
probada históricamente, tiene una solemne comprobación en la América de los
tiempos pre-colombianos, y se confirma con las dobles ruinas de Tiahuanaco.
En cuanto a la aparente contradicción teórica, respecto del orden
cronológico de las dos civilizaciones representadas en esas ruinas, ella tiene
una racional explicación y un corolario histórico. La existencia de una raza
que hubiese alcanzado el grado de cultura moral de que las estatuas dan muestra,
y que profesara el culto humano de los antepasados o de los héroes, podría ser
el punto de partida de esta evolución de retroceso. La invasión de otra raza
extraña, menos culta, pero más enérgica, más guerrera, trayendo o imponiendo
el culto primitivo y svero de los ídolos geométricos y edificando su templo
sobre los escombros del antiguo culto, explicaría el retroceso mismo. Tal es
por otra parte la marcha que la evolución social ha seguido en América, desde
sus tiempos prehistóricos hasta los últimos días de la época antecolombiana;
y tal el orden en que se han sucedido los fenómenos de retroceso y de progreso
infecundo en sus tribus salvajes y en sus naciones mejor organizadas.
La ciencia nos enseña que el llamado Nuevo Mundo, es geológicamente más
antiguo que el viejo mundo, de donde se pretenden hacer venir los hombres, los
animales y las plantas que lo poblaron, olvidando la profunda y epigramática
objeción de Voltaire: "Si se admite que Dios crió moscas en América, ¿por
qué no habría creado también hombres?".
La historia nos enseña, que este mundo americano, bárbaro o
semicivilizado antes del descubrimiento, ha pasado por grandes cataclismos
sociales, marchando en la vía del retroceso y del progreso descendente por
evoluciones sucesivas, que sus monumentos prehistóricos marcan como piedras
miliarias, acusando la degradación de las razas que se suceden y el
empobrecimiento de sus facultades.
La crítica nos enseña que las tribus salvajes de América, lo mismo que
sus naciones relativamente más adelantadas, no poseían en su organización física,
ni en su cerebro, ni en los instrumentos auxiliares que mejoran y perfeccionan
la condición humana, los elementos creadores, regeneradores, eternamente
fecundos y eternamente progresivos y perfectibles, que caracterizan las
sociedades o las civilizaciones destinadas a vivir y perpetuarse en el tiempo y
el espacio.
Por eso las dos civilizaciones de Tiahuanaco estaban fatalmente
destinadas a morir por esterilidad, cualquiera que fuese el orden cronológico
en que se sucedieran. Por eso también, los diversos estados sociales que la
conquista europea encontró en América, estaban destinados a descomponerse
dentro de sus propios elementos, rotando en el círculo vicioso que los
encerraba; pasando de civilizaciones relativamente más adelantadas a otras más
inferiores, y cayendo constantemente en la barbarie, por esa ley de retroceso
que en las especies animales se conoce con el nombre de salto
atrás. XVIII
Los monumentos americanos que señalan
un mayor adelanto en las artes y un grado más elevado de cultura intelectual o
moral, no son los más modernos; son precisamente los más antiguos. Y la prueba
de que esos monumentos eran eslabones rotos de la cadena de civilizaciones
prehistóricas, que nada legaron a la posteridad, es que ellos eran
incomprensibles para los últimos descendientes de las primitivas razas que los
construyeron.
Hordas errantes clavaban sus tiendas movedizas sobre los monumentos
prodigiosos de tierra levantados en el valle del Mississipi, por una raza
desconocida, que ha dejado en su suelo los vestigios de una vida social,
relativamente más culta y más coherente.
En las fronteras de Méjico y Estados Unidos han existido tribus más
salvajes que sus salvajes antepasados, que después de conocer el uso del cobre
habían vuelto a la edad de piedra, sin pasar por la del bronce, retrocediendo
últimamente a la del barro cocido.
Los monarcas aztecas hollaban las ruinas de civilizaciones anteriores
mucho más adelantadas que la de Méjico, como lo prueban los restos de Mitla y
las cincuenta ciudades maravillosas perdidas en las selvas de Yucatán.
Desde Centro América hasta el Perú, la América
está sembrada de despojos de los muiscas y los mayas o quichés, que atestiguan
un grado mayor de desenvolvimiento social y de energía, y un retroceso lento
que se opera por causas ingénitas desde los tiempos prehistóricos hasta
nuestros días.
En el Alto y Bajo Perú, la civilización quichua era una restauración
parcial de las antiguas civilizaciones de Quito y del lago de Titicaca, de
Tiahuanaco, de Huanuco, de Pachacamac, de Ollantay Tambo, y aun del mismo Cuzco
antes de la época de su renacimiento decadente. Con limitadísimos
conocimientos astronómicos, que después del sol y de la luna apenas se extendían
a dos constelaciones, sus mitos panteístas se habían personificado en un
conquistador militar; sus esculturas de piedra habían descendido a la cerámica,
y su arquitectura a las construcciones de adobe crudo. Entre aquellas
civilizaciones prehistóricas y esta semicivilización sin expansión vital,
mediaron largos siglos de oscuridad y de barbarie, que habían hecho perder
hasta la memoria de los antiguos monumentos que hemos mencionado.
Al tiempo del descubrimiento de América, los imperios semicivilizados y
despóticos de Méjico y del Perú, estaban ya en decadencia, entraban en el período
de la disgregación política y de la descomposición social; todo indicaba, que
habiendo completado su evolución parcial, iban a caer de nuevo en la barbarie,
como cayeron las civilizaciones más adelantadas de Palenque y de Tiahuanaco,
que las habían precedido millares de años antes, probablemente antes que en
Europa brillase la aurora de su actual civilización.
¿Por qué la América en igual lapso de tiempo, no sólo no había
realizado los adelantos de la Europa, sino que en vez de progresar, iba por
evoluciones sucesivas retrocediendo y descomponiéndose dentro de sus propios
elementos?
Es que la América precolombiana no poseía en sí misma el principio de
la vida orgánica perfectible, que articula las civilizaciones progresivas; ni
poseía los instrumentos con que se labra el progreso que se atesora como un
capital reproductor.
La abeja conserva en la estructura de su ojo las proporciones del hexágono,
y el ave y el castor tienen en sus instintos la forma de su nido y los
principios hidráulicos de sus diques: los indígenas americanos, sucesores de
los arquitectos de Tiahuanaco y de Uxmal, que no habían alcanzado a cerrar la bóveda,
olvidaron hasta las formas antiguas y no las concebían sino como obras
sobrenaturales.
El lenguaje hablado tiene una vida propia, que se dilata en la proporción
del círculo de las ideas que se fecundan por su intermedio: las lenguas
americanas inorgánicas, inflexibles, sin abstractos, vaciadas todas ellas en el
mismo grosero molde gramatical, no eran susceptibles de desarrollo orgánico, ni
podían expresar lo que los mismos que las hablaban no podían concebir.
Sus agrupaciones eran más incoherentes en el estado de semicivilización
civil, que en el estado primitivo de la tribu salvaje -que tenía al menos el vínculo
de la familia-, y por un dinamismo inherente a su propia organización, tendían
a la desagregación por la fuerza centrífuga que les imprimía un movimiento
disolvente.
El hombre americano -que es hasta hoy un documento vivo de su barbarie
congénita-, tomado como unidad carecía del resorte individual así en la
condición salvaje como en el medio social, y sin valor propio no podía ser
factor de una cantidad de más valor intelectual y moral. Con
estas materias primas y estos pobres instrumentos de trabajo, sin capital
social, sin iniciativa individual, sin lenguas orgánicas, sin cohesión moral,
sin el conocimiento del hierro, sin más animal de carga que la llama, sin la
posesión del alfabeto y sin medios en su organización para alcanzar por sí
sola esta noción elemental, la América era fatalmente, lógicamente estéril,
y estaba destinada a rotar eternamente en el círculo vicioso del corso
e recorso de Vico, cayendo periódicamente
en la barbarie y degradándose más y más en cada una de sus evoluciones de
retroceso.
Si en igual o mayor espacio de tiempo la América entregada a sí misma
no había podido alcanzar una sola de las nociones abstractas que revelan la
actividad creadora de la mente, ¿cómo habría podido elevarse a concepciones más
trascendentales, cuando no poseía ni el abstracto de la noción del color, y ni siquiera el de la acción de lavar, o de llevar, teniendo
necesidad de un verbo distinto para expresar cada cosa que se lavaba, cada
objeto que se llevaba?
Pensar que con estos elementos y en este medio, pudo incubarse y
expandirse una inspiración como la de Homero, una estética como la de Fidias,
una doctrina como la de Jesús, un binomio como el de Newton, un método como el
de Descartes, una armonía como la de Mayerbeer, una mecánica como la de
Laplace, una invención como la de Fulton o Edison, una teoría vital como la de
Darwin, o un carácter de grandeza moral como el de Sócrates o de Washington,
sería más que pedir peras al olmo; sería esperar que de los caracteres de la
imprenta puestos en manos de salvajes, y combinados por ellos de millares de
millones de modos, pudiese nacer la Divina
Comedia del Dante, desde que la inteligencia fecunda no presidiese a la
operación.
Por eso, sin el principio de vida fecunda y de progreso perfectible que
le inoculó la sangre y la civilización europea, dotándolo con sus armas de
trabajo y de combate, el hombre americano habría vegetado como sus árboles,
propagándose como sus especies animales, sin asimilarse nuevas fuerzas
reproductoras, y fatigando hasta las fuerzas espontáneas de la naturaleza
misma, como el salvaje de Montesquieu que derribaba la palma para coger su
fruto.
Tal es la filosofía histórica que las ruinas de Tiahuanaco me enseñaron. XIX
Estas complejas cuestiones de
arqueología especulativa, que se ha pretendido resolver o ilustrar con analogías
truncas y remotas, a la luz de fuegos fatuos, no podrán ser ni temas de serias
investigaciones, mientras los estudios americanistas no se metodicen,
clasificando científicamente los materiales acumulados de manera de dominar el
conjunto, y se adopte un criterio seguro que busque y encuentre dentro de sus
propios elementos la explicación racional, producto de la observación directa
y comprensiva, de que ha de deducirse su síntesis filosófica.
Desde el budismo americanizado de Humboldt y el hebraísmo azteca de lord
Kingesborough -para no mencionar sino los más ruidosos fracasos- hasta las
falsas interpretaciones de Brasseur de Bourbourg y las caricaturas pictográficas
del abate Domenech -que han sido el sainete de estas escuelas-, todos los
sistemas que han buscado el origen de la América y de los americanos fuera de
sus elementos físicos, arqueológicos, filológicos, antropológicos o míticos,
han caído en el más merecido descrédito. El mismo descubrimiento del nuevo
continente por los escandinavos en los siglos X y XI, que es el que más pruebas
ha reunido, apenas ha podido establecer científicamente que los islandianos
visitaran por acaso la Groenlandia y el Vinland, o sea la costa de los
esquimales, sin penetrar en la América propiamente dicha, ni ejercer influencia
alguna en sus destinos.
Por eso la nueva escuela americanista, fatigada de marchar sin rumbo por
caminos tenebrosos y extraviados, ha inscripto en su bandera de trabajo la
leyenda que ha dado vida independiente a un mundo: "La América es de los
americanos". Por eso en el primer Congreso de Americanistas de Nancy, se ha
dicho con profundo sentimiento de la verdad, que "en adelante esta fórmula
debe considerarse como regla fundamental de los estudios americanos, buscando la
América en la América misma, y no en la China o la India, el Egipto o la
Asiria, o en la Grecia".
No hay para qué complicar inútilmente los problemas, arduos en sí
mismos, del origen del hombre americano, de la filiación de sus lenguas, de sus
evoluciones históricas y prehistóricas, con cuestiones extrañas a la materia,
o con teorías preconcebidas que se pretende ajustar artificialmente a hechos y
cosas que las repudian.
El hombre primitivo, cuyo origen se buscaba dentro de la era histórica,
estaba enterrado hace 57.000 años bajo la vegetación extinta de cuatro selvas
superpuestas en las márgenes del Mississipi, el padre de los ríos, geológicamente
más antiguo que el Nilo. La fuerza inicial con que el primer salvaje americano
arrojó a los aires la piedra de la honda, o el hacha de piedra con que tronchó
el primer árbol, no hay necesidad de ir a buscarla en las cavernas del viejo
mundo cuando el hombre era bestia confundido con las bestias. El primer acento
que vibró en los labios del hombre primitivo de ambos mundos, fue el producto
de aquella fuerza universal, que según la expresión de Pascal, dio a los orbes
el divino papirotazo (chiquenaude) y
los lanzó a rodar en los espacios. La potencia de aquel Dios que creó hombres
y moscas debió hacerse sentir en América lo mismo que en el resto del mundo,
si bien no dio al insecto las proporciones del elefante, ni al indígena
americano las aptitudes con que las razas superiores se labran su propio destino
y engendran los fenómenos del genio trascendental.
Perseverando en el propósito de buscar a la América en la América,
interrogando sus documentos vivos y los restos de sus monumentos caídos, podrán
vez explicarse racionalmente algún día los mismos de las ruinas de Tiahuanaco,
así como los del lago sagrado a cuyas márgenes yacen, con sus símbolos sin
tradición humana, y los ídolos y estatuas de dos civilizaciones extintas que
no legaron a la posteridad sino sus piedras mudas.
Al separarme de aquellas ruinas había aprendido empero con la simple
vista, algo que no se aprende en los libros, y era a pensar por mí mismo:
llevando la convicción de que la América y los americanos son de la América,
como sus monumentos y sus razas lo proclaman.
Al pasar por el campo de Huaqui, orillando el gran lago, sentí revivir
los grandes recuerdos patrióticos de la revolución sudamericana, que había
asociado a las antiguas tradiciones indígenas las nuevas aspiraciones a la
independencia y la libertad, encontrando en este amalgama extravagante, la fórmula
inscripta hoy en la bandera de la nueva escuela americanista, que por un método
nuevo vivificó un pasado muerto.
Al atravesar el puente flotante del Desaguadero, que la tradición
atribuye al Inca conquistador de los aymaraes, y que subsiste hace más de
seiscientos años tal y cual se ve hoy -aunque sus materiales se renueven cada
seis meses- me encontré en pleno país precolombiano. El puente es de paja, y
por sus materiales y su estructura es obra tan original como la composición del
gran monolito de Tiahuanaco. Con las mismas balsas que forman el puente, se
navega el lago: su forma hace recordar los juncos de la China; y cuando
desplegara sus velas de paja, se creería ver moverse una de las barcas egipcias
grabadas en el monumento fúnebre de Sesostris.
Más tarde navegué el lago en esas mismas embarcaciones primitivas; y así
fue cómo se realizó mi sueño arqueológico, y terminó mi viaje por la
altiplanicie perúboliviana. Buenos
Aires, diciembre de 1879. Referencias
(1) Los cráneos que se han encontrado en ellas
difieren mucho en su conformación natural y artificial de los de la raza
existente, que lleva el nombre tradicional de aymará, habiéndose encontrado en
los sepulcros del Alto y Bajo Perú los tipos craneanos de tres razas
consideradas primitivas. (12) D'Orbigny, Castelnau, Rivero y Tschudi, dicen que las figuras están arrodilladas, y parece así a primera vista; pero fijándose en su movimiento general, se ve que van en marcha y a paso de carrera, o más bien que hienden el espacio con las alas abiertas. Squier no dice nada al respecto, pero su reproducción fotográfica confirma esta interpretación.
(13) Angrand ha consignado el resultado de sus observaciones en
una carta publicada en la Revue d'Architecture, según Ch. Wiener, que se refiere a ella en su
"Essat' sur l' Empire
des Incas". Squier también lo cita, dando un extracto de sus
opiniones. No he podido tener a la vista este trabajo, que Dufossé anuncia en
su último catálogo americano. |
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