No importa dónde me ponía a escarbar el suelo esperando que tú salieses
Yo apartaba las casas y las florestas para ver detrás
Y era capaz de quedar toda una noche a esperarte, puertas y ventanas abiertas,
Frente a dos vasos de alcohol que no quería tocar.
Pero tú no venías,
Lautrèamont.
En torno mío morían vacas de hambre ante los precipicios
Y volvían obstinadamente el lomo a las más herbosas praderas,
Los perros desertaban América mirando tras sí
Porque ellos hubieran querido hablar antes de partir
Librado a mi soledad sobre el continente,
Yo te buscaba en el suelo, donde los encuentros son más fáciles.
Uno se para en la esquina de una calle, el otro llega rápidamente.
Pero aun así tú no venías,
Lautrèamont.
Con tu rostro de hombre.
Detrás de mis ojos cerrados.
Yo te encontré un día a la altura de Fernando de Noronha,
Tú tenías la forma de una ola, pero más verídica, más circunspecta,
Y enfilabas hacia el Uruguay en pequeñas jornadas.
Las otras olas se apartaban para mejor saludar tus desgracias.
Ellas no viven sino doce segundos y no marchan sino a la muerte
Se te daban por entero,
Y tú fingías desaparecer como ellas,
Porque ellas te creían en la muerte su camarada de promoción.
Tú eras de esos que eligen el océano por domicilio como otros duermen bajo los puentes
Y yo, yo ocultaba tus ojos detrás de unas gafas negras
Sobre un paquebote en que flotaba un olor a mujer y a cocina.
La música subía a los mástiles, furiosos de verse mezclados a los toqueteos del tango,
Tenía vergüenza de mi corazón donde brotaba la sangre de los vivos
Mientras que tú estás muerto desde 1870 y privado del líquido seminal
Tomas la forma de una ola para hacer creer que esto te es igual.
El día mismo de mi muerte yo te veo venir a mí.
Tú deambulas favorablemente los pies desnudos en los altos terrones del cielo.
Pero apenas llegado a una distancia conveniente
Tú me arrojabas uno a la cara,
Lautrèamont.