Es muy conocido que en determinadas estaciones muchas especies de aves emprenden largos viajes migratorios, que pueden alcanzar cientos, miles o incluso decenas de miles de kilómetros. Tan costoso y llamativo comportamiento permite a las aves explotar recursos cuya disponibilidad experimenta importantes fluctuaciones estacionales. Por ejemplo, en primavera y verano en las zonas frías del norte de Europa se produce tal explosión de las poblaciones de insectos que la cantidad de alimento disponible es muy superior a la que las aves residentes, limitadas por la dureza del invierno, podrían consumir. Estas fluctuaciones estacionales existen también, aunque menos marcadas, en latitudes más al sur, incluyendo nuestra región mediterránea. En estas condiciones sería impensable que entre unos animales como las aves, con la gran capacidad de desplazamiento que les confiere el vuelo, no evolucionara la estrategia de aprovechar las distintas explosiones de alimento en diferentes regiones. En la zona mediterránea recibimos tanto aves estivales, que sólo permanecerán aquí durante el período de cría, como invernantes. En primavera llegan especies procedentes en su mayoría del África subsahariana, algunas criarán en nuestra región mientras que otras continuarán viaje hacia países más al norte. Esta se denomina la migración prenupcial. Hacia finales del verano comienzan a marcharse estas aves estivales, mientras que en Octubre hacen su aparición otras especies que criaron más al norte, pero que invernarán en el mediterráneo. Estos movimientos corresponden a la migración postnupcial. Pero no siempre la desaparición invernal de muchas aves se explicaba con la realización de viajes migratorios. Durante muchos siglos se pensó que en invierno las golondrinas invernaban enterradas en el fango, o que los cucos se trasformaban en gavilanes al finalizar la primavera. En el proceso de desechar tales suposiciones jugaron un papel importante los primeros intentos de marcar a las aves con algún tipo de señal que permitiera su identificación posterior. Se han ensayado muchos procedimientos, la mayoría de los cuales siguen vigentes hoy. Sin duda, el más extendido, pues se práctica en gran escala en todo el mundo, es el anillamiento. En resumen, consiste en colocar en el ave una anilla, frecuentemente metálica, con un número que es diferente para cada individuo. La posterior recaptura o su encuentro casual o incluso su muerte a manos de un cazador, proporciona información no sólo en cuanto a sus movimientos migratorios, sino también sobre su longevidad o las causas de mortalidad que afectan a la especie. En aves grandes, como muchas acuáticas o rapaces, es posible utilizar anillas u otro tipo de marcas con números o símbolos que permiten su lectura a distancia, con la ayuda de un telescopio, lo que representa la ventaja de eximir de la necesidad de su recaptura.
Esta es una forma de funcionar que podríamos comparar a la de un náufrago que envía continuamente mensajes dentro de botellas que las corrientes transportan al azar. Pero es necesario rentabilizar más el trabajo del anillamiento, de forma que no sólo las recuperaciones sino la propia captura inicial proporcione datos de relevancia sobre la biología de las especies. En este sentido, tiene especial importancia el mantenimiento de estaciones de anillamiento en el mismo lugar durante períodos prolongados de muchos años. Si el anillamiento se realiza con un esfuerzo de captura constante, es decir siempre con los mismos medios de captura y durante el mismo tiempo, proporciona información sobre la abundancia de las poblaciones y su dinámica a largo plazo. Las aves, en especial los adultos, suelen presentar una elevada tendencia a regresar a criar o a invernar a la misma localidad año tras año. Esta filopatria conduce a que el número de recapturas de aves anilladas en la propia localidad sea relativamente elevado, lo que permite estimar la probabilidad de supervivencia interanual, parámetro muy importante en la comprensión de la dinámica de sus poblaciones.
Germán López |