Gustavo Román Rodríguez, M.D.
Psiquiatra.
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Hasta donde sabemos, todos los animales desarrollan un sentido de protección contra los elementos y contra los demás animales. Adquieren, por ejemplo, un color que les confunde con el medio ambiente, encuentran sitios donde se protegen más fácilmente, y todo esto sucede sin que tengan que pensar en ello. Un pato canadiense vuela hacia el sur sin leer folletos sobre las bellezas de la Florida, simplemente vuela hacia allá para no morir en el invierno que se avecina.
Este impulso de sentir seguridad y calor es instintivo. Tal vez por eso es relativamente corto el período en que las crias necesitan de la madre para satisfacer sus necesidades. Los terneros y los potros caminan en cuanto nacen, los pollitos picotean en busca de alimento casi antes de dejar el cascarón, y algunos peces nadan inmediatamente después de salir del huevo, sin haber visto en absoluto a sus padres.
En contraste, el niño nace en una condición de total desamparo y necesita aproximadamente un año para aprender a moverse sobre sus inseguras piernas. todavía tarda más en hacer entender sus necesidades.
El niño nace y sale de un medio completamente satisfactorio a un mundo frío, ruidoso y cruel donde por primera vez tiene qu respirar, eliminar y comer por sí mismo. A los animales, desde luego les pasa lo mismo, pero para ellos es mucho más fácil comer porque desde el primer momento pueden moverse e ir hacia la madre cuando ella no los busca; además muy pronto usan sus dientes y sus músculos para buscar su propia comida. Pero el niño tiene que esperar como la montaña, a que Mahoma vaya a él.
El ser humano es tan singularmente impotente durante sus primeras semanas de vida, que sigue recostado en la misma posición en que se le ha dejado, y si no se le coloca el pezón cerca de la boca no tiene manera de calmar su hambre.
No sabemos con seguridad lo que siente un bebé o lo que piensa, pero actualmente se cree que durante las primeras semanas de vida es incapaz de distinguir su realidad interna de la externa. Durante un tiempo él mismo es el mundo y solo en forma gradual, conforme se van desarrollando sus sentidos y su inteligencia, se da cuenta con dolor, que en vez de ser él el mundo, no es más que una pequeña y débil parte del mismo.
Muchos expertos creen que este primer ajuste es en sí el más difícil y penoso de todos, que no hay nada en la vida posterior, exceptuando tal vez algunas experiencias de guerra, que pueda compararse con la desesperación del niño cuando siente frío, hambre o soledad por primera vez, y no recibe consuelo inmediato.
El niño se siente totalmente perdido y sólo en un mundo que el no ha buscado. Cuando alguien llega, por regla general la madre, el consuelo y la alegría del bebé no tienen límites; lo único comparable a esto en la vida adulta debe ser la sensación que experimenta un condenado a muerte al ser notificado de la conmutación de su sentencia.
La felicidad que siente el niño cuando ha sido alimentado, cuidado, acariciado y protegido, permanece en nosotros, por lo menos en el fondo de nuestra memoria, quizás toda la vida. Se genera así una necesidad de dependencia y protección que debe disminuir en la medida en que el desarrollo va permitiendo el valerse por sí mismo, con la consecuente adquisición de autonomía.
En nuestra sociedad, el anhelo de protección no
se satisface nunca del todo. De ahí que cuando nos sentimos desolados,
angustiados o tristes y tendemos a comer o beber en exceso y a sentir pánico
por el futuro, todo ello sin razón aparente, tal vez no se trate
sino de esa inseguridad arcaica y de nuestros viejos impulsos reprimidos
de dependencia y protección, que quieren abrirse camino a la superficie.