Pigmalion de la Garbo fue Mauritz Stiller,
un finlandés de personalidad policromática que vivió
su independiente juventud en Helsinki, crisol de culturas, sólo
que él lo hizo en la miseria de un sótano rodeado de ratas
y de olores nauseabundos que, agravado por la tuberculosis y un carácter
extremadamente exquisito, para el lugar y el tiempo que le tocó
vivir, fue como una serie ininterrumpida de bajadas al infierno para
un ser cosmopolita, refinado, políglota y de cultura hiperecléctica.
Como Finlandia estaba bajo el control administrativo de Rusia, se aventuró
a viajar a Estocolmo, donde el cine empezaba a dar muestras de arte,
con Víctor Sjöstrom a la cabeza. Allí, Stiller empezó
dirigiendo el vanguardista Lilla Teatern.
En 1912, la Svenka Bio le ofrece dirigir su primera película,
"Madre e hija". Tras casi medio centenar de films, tuvo el
reconocimiento internacional con "La canción de la flor
escarlata" en 1918. Lleva una vida de sibarita, una bisexualidad
desafiadora y una excentricidad que chocaba con la mediocridad reinante,
llegando a dirigir, en 1920, "Erotikon", película de
culto que fue un prefacio de lo que años después se llamó
el "toque Lubistch".
En 1923, le proponen llevar a la
pantalla "La leyenda de Gösta Berling", poniendo como
condición utilizar actores desconocidos. Decidió erigirse
en Pigmalión al ver a una rechoncha actriz, de bajo intelecto,
dientes de conejo y pies de jugador de baloncesto, a la que quiso moldear
y metamorfosear en esfinge, llamada Greta Lovisa Gustaffson. Así
empezó el remodelaje, tras advertirle que tenía que obedecerle
cada hora de cada día; dijo: "creo que tendrás que
sustituir esos dientes delanteros, Echan a perder mi divinidad griega,
la perfección que tengo soñada para tu rostro de alabastro.
Te apellidarás Garbo... es más fácil de recordar
en cualquier recóndito lugar. Esos cigarrillos suecos que fumas
sólo son buenos para los perros. A partir de ahora llevarás
Fátimas, una marca de cigarrillos turcos que fuman los sultanes
y las lesbianas aristocráticas. No deseo ser tu amante, como
tampoco deseo ser tu padre. Tu origen humilde delata la escasez de cultura,
por tanto hablarás lo mínimo, textos que yo escribiré
y tú memorizarás para las leves respuestas, creando un
aura de misterio. Cuando haya terminado contigo, no tendrás amigos,
sino más bien admiradores rendidos a tus pies".

Así fue como, con una elegancia
y distinción ficticia, la Garbo triunfa en su país y más
tarde es reclamada en Alemania, como actriz secundaria, en un film que
iba a dirigir el genio del expresionismo alemán Georg Wilhem
Pabst, para su film "Die freudlose Gasse" (1925), cuya versión
inglesa tuvo el nombre de "The Joyless Street" y la estadounidense
"The street of sorrow", siendo la versión española
un bello preámbulo lésbico de lo que iba a ocurrir ahí,
pues el título "La calle sin alegría, o bajo la máscara
del placer" ya sugería lo que iba a suceder, no con los
actores y actrices principales, hoy todos olvidados, sino con dos actrices
secundarias, hoy legendarias, Greta Garbo y Marlene Dietrich en una
relación, fuera de las pantallas, de amor y odio, de deseo y
aborrecimiento, de placer supremo y dolor enquistado. La Dietrich, de
origen aristocrático, que tuvo en la niñez una institutriz
francesa y dotes natas para ser ella misma una Pigmaliona, empieza a
fantasear con la altiva vikinga... me la imagino recitándole:
Mi lobo estepario aflora, la lucha
es encarnizada
la sangre huye, como lo hace Mirkalla
y su fantasma me persigue con el color
de la sangre.
El látigo me contorsiona, el
placer comienza a ser enfermizo
la vampira me atrae (palidez oculta...
palabras muertas... hechizo).
Adoro lo decadente, tu máscara
de porcelana
el cine silente y en el cuello vibraciones
malsanas,
hormigueos, temblores, plateadas dentelladas
y una bella que sucumbe ante la bestia
alada
susurrando con voz febril, calmada:
será tu sueño eterno
beber en mi herida
vampira, estás contaminada,
por mi sangre leucémica.
Te odio porque te amo, te escupo porque
te beso
te mataré porque eres mi vida.
El miedo... conozco su mirada
el gemido se quiebra, mi mano tiembla
las palabras cercenadas se me escapan
el terror asciende y danza.
Busco tu boca: está cerrada...
Con mi mano sangrante, en ella atrapada;
tendré que cortarte los labios
o quedarme sin mis garras
garras que sin su brazo esbelto no
son nada.
Despierto del sueño, no pasa
nada
y a lo lejos te veo a ti ejecutando
una danza
donde ángeles y demonios se
envuelven, se abrazan
tras la danza ellos mueren de pasión
tan desbocada
que resucita Safo con Tersícore
ensangrentada
y hace que empiece de nuevo está
relación tan macabra.
La Garbo, al verse envuelta
en un Berlín libertino, en el que se transgreden las normas las
24 horas del día, en una vorágine de sexo, drogas y androginia,
sin la protección de su Pigmalión Stiller, se asusta ante
la personalidad fuertemente bipolar de la Dietrich, que alternaba las
tertulias literarias con las visitas a los bajos fondos, que pasaba
de la suprema exquisitez a la más abyecta procacidad de la "Hausfrau"
latente, porque aunque vampira, no necesitaba ataúd y mucho menos
armario para ocultar sus deseos, proclamando a los cuatro vientos sus
conquistas como un Don Juan lésbico, haciendo saber que la Garbo
tenía un clítoris de tamaño descomunal no análogo
a su inteligencia prefabricada, diletante, de esfinge sin secreto.

Marlene, que se conocía hasta el
último recoveco del Berlín sáfico, sedujo a una
Garbo deslumbrada por esa ciudad, en la que era más fácil
encontrar 300 gramos de cocaína que una cocacola y que en "Las
hijas de Lilith" se laceraban la piel a latigazos, se besaban,
esnifaban y hacían el amor las unas delante de las otras, en
honor de esa Lilith, de la que la Dietrich le contaba que fue la primera
mujer de la historia que, al no someterse a Adán, por principios
y por encontrarlo repulsivo, Dios creó a la sumisa Eva y a Lilith
la condenó a ser una demonia que vagaría tentando a los
mortales hasta el final de los tiempos. La Garbo, que no estaba psíquicamente
preparada para un ambiente que consideraba excesivamente liberado y
a la Dietrich (de la que debió de enamorarse profundamente) demasiado
promiscua, se sintió sinceramente herida y cuando recibió
una oferta tentadora para ir a Hollywood, apalabraron una especie de
"pacto de caballeros", en la que ambas se comprometían
a no hablar la una de la otra y a no encontrarse en ninguna gala o evento
social.

Mauritz Stiller y la divina fueron
a Hollywood, contratados por la Metro y al primero lo excluyeron y destruyeron
ante la pasividad de una Garbo que no supo imponer, como estrella, a
su Pigmalión, que hubiera filmado las obras maestras que nunca
hizo, como da a entender Graham Green, en su época de crítico
cinematográfico, de que las películas de la M.G.M. en
general y las de la Garbo, en particular, "eran anacronismos en
el mismo momento en que se hacían". Así, sin la influencia
de Arte Total, que le hubiera aportado Stiller, la Garbo se fue enclaustrando
más y más en películas que no la merecían
en absoluto, porque exceptuando "Reina Cristina" de R. Mamoulian
y "Ninotchka", de Ernst Lubitsch, el resto son andrajos para
atraer a las polillas. Ella se merecía más, como apuntó
Kenneth Tynan: "lo que uno ve en otras mujeres cuando está
borracho, es lo que se ve en la Garbo cuando está sobrio. Es
una mujer aprehendida con toda la pulsante claridad de las juergas de
mescalina de un Aldous Huxley. Contemplarla es adquirir una percepción
directa y limpia de algo que, como una flor o el pliegue de la seda,
es arrebatador, suave y hermosos en sí mismo".
Frente a ese enclaustramiento,
la primera gran escena de su primera película americana, la Dietrich,
vestida de frac, besa abiertamente a otra mujer en los labios. Era "Morocco"
(1930), de Josef Von Sternberg. Es la línea que separa la cutrez
anti-intelectual Metro, de la exquisita estilística, químicamente
pura, de la Paramount; de una bisexualidad armarizada (Garbo) a una
bisexualidad abierta (Dietrich).
Así, la Garbo, sin
su "mentor", sólo tuvo acceso a films inocuos y a directores
de tercera categoría, frente a una Dietrich que, sin su "mentor",
pudo resurgir de sus cenizas, cual ave fénix, de la mano de directores
como Ernst Lubitsch, Billy Wilder, Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Orson
Welles o René Clair, por poner unos ejemplos. Quizás si
la Garbo se hubiera quedado en Berlín más tiempo, se hubiera
pulido, cual piedra preciosa, por una Pigmalión-Dietrich y una
ciudad que marcó a toda una generación.
Porque Marlene vivió
la turbulenta y fascinante década de los veinte en un Berlín
liberador, entre el expresionismo alemán y la desinhibición
sexual, la revolución sexo-socio-política, campeando entre
los ambientes más selectivos e intelectuales y los más
abyectos del inframundo humano, tertuliana de grandes inteligencias
de las diferentes ramas del arte que, como ella, posteriormente, acabarían
exiliándose en Hollywood, huyendo del nazismo. Fue muy promiscua
y tuvo un gran abanico de amantes, duros y difíciles con los
hombres y naturales y poéticos con las mujeres. El escritor y
productor Geza Von Cziffra, que la conoció en aquella época,
dijo que "era bastante varonil, con sus ademanes masculinos, como
de camarada. No tardó en unirse a nosotros en las mesas donde
muchos de los clientes eran homosexuales, ya que, de hecho, ella se
interesaba más por las mujeres, aunque no exclusivamente".
Fue amante de la escritora
feminista Gerda Huber, de múltiples actrices berlinesas, independientes
y de conducta nada convencional, fáciles de abordar en los garitos
lésbicos que, junto al Instituto de Sexología de Magnus
Hirsehfeld, eran la máxima y novedosa expresión de una
sociedad rompedora de tabúes y normas estrictas del pasado prusiano.
Ann May Wong, que coincidió años después con ella
y en Hollywood, en "El Expreso de Shangay", de J.V.Sternberg,
Carola Noher, actriz de "La Opera de tres centavos", de B.Brecht,
las cantantes Zarah Leander y Claire Waldoff, entre otra, fueron amantes
suyas, a las que vampirizó empatizando, para forjarse una personalidad
hipersofisticada, la que empieza por reírse de sí misma,
para tener el derecho de burlarse de los demás, con sus mezquindades
a cuestas. Cuenta Donald Spoto que, en una ocasión en que la
actriz Lili Darvas admiraba el abrigo de pieles de Marlene, pero lo
comparaba desfavorablemente con el suyo, ella le contestó: "Oh,
no te preocupes, querida Lili... Nadie va a tomarse la molestia de mirarte
todo el rato". Tuvo una relación especial y abierta con
su marido, Rudolf Sieber, con quien tuvo a su hija María y tras
ese acontecimiento, una relación cordial, pero no carnal, porque
en palabras de ella, "Nunca he experimentado un fuerte sentimiento
de posesión hacia los hombres, tal vez porque no soy particularmente
femenina en mis reacciones".

Antes de su lanzamiento
internacional en "El Angel Azul" (1930, Josef Von Sternberg),
Marlene había participado en varios films alemanes como actriz
secundaria y en un sinfín de obras teatrales, aparte de haber
grabado canciones abiertamente lésbicas, como las compuestas
por Mischa Spoliansky para un musical revolucionario, que con el nombre
de "Es liegt in der Luft" ("En el aire") fue estrenado
en el Komödie Theater de Berlín en la primavera de 1928.
Hacía dúos con Margo Lion, actriz francesa y bisexual
como ella. Con lilas en el ojal, que era la contraseña de los
"entendidos", que adoptaron el color lavanda como emblema
del amor gay-lésbico, cantaban canciones ambiguas como "Wen
die beste Freundin" ("Cuando la mejor amiga"), la sinceramente
lésbica "Das lila Lied" ("La canción de
las lilas"), una de las estrofas dice así: "Por qué
el tormento de imponernos la moral de los otros? Quien no ama no puede
imponerte una moral. Nosotras somos diferentes de las otras, nos amamos
en las noches de las lilas y cuando hayamos conquistado el mismo derecho
no sufriremos más, seremos aceptadas. Somos diferentes de las
otras", etc. También cantaban "Maskulinum-Femininum",
primera canción transgenérica de la historia, cuya letra
dice así: "Uno es hombre y otra es mujer y se aman. El hombre
le dice a la mujer: ¡Te voy a confiar lo más íntimo! tú
eres mujer, pero muy masculina; yo soy un hombre, pero muy femenino;
esta clase de hombres y mujeres están muy de moda últimamente,
por tanto tú serás mi hombre y yo tu mujer y lo que le
falta a uno le sobra al otro y la mujer se comporta en masculino y viste
a "lo garçon" y el hombre se comporta en femenino y
lleva los cabellos largos... por tanto, la mujer masculina ha parido
para el débil hombre femenino, un fuerte masculino-femenino niño
hermafrodita, sí, sí, un neutro-neutro, un neutro fatal,
un neutro completo..." Estas canciones fueron recuperadas y cantadas
por Ute Lemper en 1996 con el título de "Berlín Cabaret
Songs", para que la memoria colectiva del amor rosa-lila no se
pierda.
Rosa Valetti, otra gran
cantante y actriz alemana, hoy olvidada, compartió lecho y película
(El Ángel Azul) con Marlene. A partir de ahí, la Dietrich
parte a Hollywood y sufre una transformación física que
bordea la corrosión del barroco, con una relación enfermiza
de versión nórdica del mito de Pigmalión y Galatea,
en la que Sternberg es Svengali y Dietrich es Trilby, aunque yo pienso
que él no le dio nada que, previamente, no tuviese ella, tan
sólo puso unos magistrales medios técnicos, de delirante
puesta en escena y unas luces y sombras que la estilizaron, hasta alcanzar
el aspecto de un cadáver exquisito que acabó vampirizando
y llevando a la autodestrucción al director cinematográfico,
como muy bien sugiere el estupendo film de "La leyenda de Lilah
Clare", de Robert Aldrich, ligeramente inspirada en esa relación
de interdependencia apocalíptica que Sternberg relatara en sus
memorias, "Fun in a chinese laundry".
Viene a cuento un texto
que escribí hace más de veinte años sobre Pigmalión
y Galatea ( o lo que es lo mismo, Sternberg y Dietrich) que empieza
así:
Había querido que
Josef Von Sternberg la viera surgir, como la propia diosa del elemento
líquido, en forma de arcilla arrojada por una furiosa ola a la
orilla de la desembocadura del río. Los dedos sensibles de Sternberg
estudiaban los múltiples aspectos y la variedad de formas que
podía tomar el barro. Fue esculpiendo y admirando una estatua
más bella que todas las realidades posibles; una estatua que
era obra suya, puesto que era él, Sternberg, quien le había
conferido aquella mágica perfección, quien la había
hecho encerrarse en sí misma con sólo aquella fijeza de
éxtasis, para dar testimonio de la potencia de su genialidad.
Repetía el nombre de Marlene junto a la concha de su oreja, donde
se había aposentado un frescor marino, más que para llamarla
de nuevo a la vida, para mantenerla en el umbral de aquella dulce muerte
en la que ambos se hallaban sumergidos.
Su ambigüedad tétrica
(de muerte en vida, de dolor, de beso enfundado en un traje de caballero)
fue coreada a gritos por numerosas mujeres, gritos que no podía
decirse si eran provocados por un miedo auténtico a la monarca
tríbada o por la inminencia de un turbio placer. Pocas pudieron
decir lo que les atraía de ella y que incluso les fascinaba.
"Poseía el hipnótico magnetismo del metal precioso,
pero al mismo tiempo había en su expresión algo turbio
y corrompido", en palabras de Mercedes de Acosta.
Punto y aparte es esta
aristócrata española, "Citizen Acosta", cosmopolita,
políglota, comediógrafa, guionista y feminista, fundadora
de la Comunidad Americana de Creadoras Lesbianas, habitante de los sofisticados
y excéntricos mundos estéticos de Eleanora Duse, Pablo
Picasso e Igor Stravinsky y amante de una legión de legendarias
mujeres como Sarah Bernhard, para la que Oscar Wilde escribió
el decadente drama "Salomé", Alla Nazimova y Natacha
Rambova, responsables de la delirante adaptación cinematográfica
de la misma obra, en 1923, o la genial bailarina Isadora Duncan... además
de la Garbo y la Dietrich. En sus memorias y con el título de
"Here lies the heart" (1960), cuenta que puso un brazalete
lujoso en la muñeca de la Garbo y ambas se desvanecieron de placer
en la bañera de oro, mientras sonaba "Daisy, you´re driving
me crazy"... hasta que se interpuso la Dietrich, en un encuentro
de Pigmalión a Pigmalión y Mercedes, embelesada, soplaba
diamantes bucales, repitiendo una y otra vez: "la textura de tu
piel es tan extraordinaria, que me recuerda la luz de la luna".
La reina Cristina de Suecia se quedó sin su "embajadora"
española, rompiéndose el pacto que sellaron antaño
con un beso empapado de fulminantes venenos. ¿Se amaron tanto como se
odiaron... y la debilidad que eso conlleva?
Una vez conseguido su objetivo,
el carnal ángel azul dejó de serlo para volver a adoptar
ese aire suyo que la hizo famosa, de ausente total, de sonámbula,
de vacía de alma, de muerta. Tenía un atractivo de varón
feminizado que no era triste, ni pensativo, ni letal; que era sencillamente
diferente y antagónica a la tópica monada inexpresiva
anglosajona; sus ojos tenían una expresión definitiva
de frialdad, de despego de todo y todos... no había en su rostro
alienígena, ni en sus ojos hermosos ni odio, ni aborrecimiento,
ni angustia, ni dolor... había una ausencia y un desinterés
mortal. Como si aquellos ojos hubieran mirado hacia adentro y hubieran
visto una arcilla remodelada en lugar de un alma en pena. Y luego, al
volver a mirar al mundo, fueran ya para siempre el reflejo de un espectro
que tiene el frío de la proximidad de aquel gran frío
interior.
Sus pómulos eran
grandes sombras avanzando por los valles de Lesbos. Su rostro, un enigma
de incomparable riqueza, con unos cabellos enrejados de oro y fuego
para la danza de las diosas, para la unión de Diana y Venus.
Y su alma era un hombre: Sternberg, cuya bella traducción es
"montaña de estrellas". Ambos eran como dos mentes
transparentes, dos fuentes gemelas animadas por el mismo aliento, conmovidos
por la misma clase de amor que pone en jaque mate a los guardianes de
la moral. el sáfico-uranita. Locura gay e intercambio de mentes.
Diez años después
de su separación artística, de jugar ambos al intercambio
de roles, Josef Von Sternberg se sentó en un barril de cerveza
y con sus piernas enfundadas en seda, gritó a todo el mundo:
"¡Marlene soy yo!", mientras pedía a un gallardo samurai
que le prestara el sable, a modo de espejo, para retocar su maquillaje
antes de cantar "Ich bin die fesche Lola". Ella, desde su
torre de marfil, hizo lo propio, imperativa: "y yo soy Josef",
mientras pasaba la cuchilla de afeitar por encima del labio superior,
esperando, en vano, la reaparición de un bigote de dudosa virilidad.
Salió a la calle vestida de Sternberg, con boina, puro y traje
sastre. Un sordo murmullo de voces subía desde Pigalle y desde
otros barrios de mala fama: cantos de legionarios, travestidos de Lilí
Marleen, que se dirigían a los prostíbulos. París
estaba viviendo una de sus noches más hermosas: el exilio dorado
de la Dietrich, la rebelión y el triunfo de Galatea sobre Pigmalión,
la mujer soñada (Trilby) en pesadilla de Svengali.
Un bello final de cuento
hubiera sido que los dos Pigmaliones, Stiller y Sternberg, se hubiesen
amado como Narciso al turbio espejo del río, dejando a las dos
Galateas libres de remodelarse a sí mismas, en los abismos de
la pasión, en su lucha encarnizada contra la muerte, como melancólico
sinónimo de olvido.
Dedicado a Lulú
Bizarre
Bibliografía:
"Marlene Dietrich", de Donald Spoto.
"Garbo (Su historia)",
de Antoni Gronowicz.
"Greta y Marlene: Safo va a
Hollywood", de Viana McLelan.
|