Rocky Horror Picture Show
(Transexuales de Transilvania)
© Rampova



En las postrimerías del aquí llamado, en aquella época, Gay Rock (ya que el Glam o Glamour estaba reservado a hipersofisticadas y añejas estrellas de Hollywood), cuando éste estaba sentenciado a muerte, Marc Bolan olvidado y el punk a punto de explosionar cual bomba expansiva, llegó a los teatros españoles la obra "Rocky Horror Show", de Richard O’Brien, que venía precedida de un éxito espectacular y arrasador en cada lugar en el que se había estrenado. Tan sólo recuerdo al monstruito Rocky, preludio de la actual musculoca, divinamente interpretado por el juvenil Pedro Mari Sánchez y la perversa Magenta, encarnada por la entonces desconocida Mayra Gómez Kemp.

Esta obra músico-teatral supuso una reflexión social, una catarsis liberadora, con brillantes exposiciones sobre sexo y transgresión, sugiriendo un alto voltaje erótico, yuxtapuesto a la androginidad sadomaso, antropófaga y fetichista, finiquitando en una apoteosis que, con la frialdad analítica que da evocarla décadas después, no me parece tan excéntrico decir que "Rocky Horror Show" es una leyenda tan de culto, en diferentes sensibilidades, como lo pueda ser la Ópera China, el Kabuki, o el cabaret alemán. De hecho coincide con la creación clandestina de los movimientos gays.

El desmesurado "boom" de la obra teatral, sobretodo en los países anglosajones, desborda las espectativas, creándose un fenómeno de masas especial y único y es que una masiva empatización por parte de sus extravagantes fans hace que éstos llenen los teatros travestidos de sus personajes favoritos, desde parodias transexuales del Doctor Frankenstein (Dr. Frankfurter en "Rocky Horror") hasta lesbianas Magentas con rayos y centellas en las pelucas, desde el siniestro jorobado Riff-Raff, maquillado como Brian Eno, cuando era la loca oficial de Roxy Music, pasando por los musculosos Rockys, con calzoncillos de lamé dorado y plataformas de ostentosa pedrería, creándose un teatro hiperactivo en el que actores y público se confunden y en algún caso se intercambian los papeles. De esta forma, cuando se apagan las luces del proscenio (frase retórica pero que expresa la agonía de un ritual, el sepulcro de la magia), la farándula continúa de nuevo, fuera del teatro, en las oscuras calles que se encienden con el fulgor de rutilantes brillos y lentejuelas de un público como jamás lo tuvo ninguna obra de teatro en la Historia.

Su adaptación cinematográfica no se hace esperar y, dirigida por Jim Sharman, agita y resucita al periclitado género musical, cuya última gran obra aislada fue "Cabaret", de Bob Fosse. El esplendor de este género tuvo su gloria y su época dorada, pero ahora no se trataba de género musical, sino de transgénero, para que nada fuera lo que parece y todo pareciera lo que es, porque la historia del musical cinematográfico es la histeria mil veces contada, en clave de Music-Hall, de chico (Fred Astaire, o Gene Kelly, por ejemplo) encuentra chica (Ginger Rogers, o Cyd Charisse, por ejemplo) y comen perdices, en lugar de cometer deslices, porque el cabaret, al contrario que el Music-Hall, no es americano… es amariconado y germánico. Ya se cantaban canciones gays, lésbicas y transgenéricas en la alemania pre-hitleriana.

Estados Unidos, con su férrreo Código Hays de censura no podía dar la réplica al cabaret berlinés. Hubiera sido fascinante ver a Fred Astaire bailando claqué por las paredes en busca de Gene Kelly (o una paidófila Ginger Rogers tras Shirley Temple ¿por qué no?) para fornicar los cuatro en el techo y que, debido a la sobrecarga erótico-festiva se hubiera descolgado la araña de cristal, aplastando a toda la concurrencia, insignes dignatarios de alto copete… y baja "cuneta", cuyos únicos callos son los de los dedos, de tanto firmar sentencias de muerte. Recordemos que 1975 es el año de la realización de "Rocky Horror Picture Show" y de la muerte de la momia del Valle de los Caídos, cuando la Ley de Peligrosidad Social era la única pareja de hecho con que contraer nupcias en el patíbulo.

Es en este contexto de dictadura franquista, de la Grecia de los coroneles, de un Telón de acero con moral atávico-agresiva y un occidente aliado de repúblicas bananeras, responsables de miles de desaparecidos, donde hay que situar la cavernícola hipocresía, considerando al puritanismo capitalista y stalinista como un lastre, una rémora que se debe combatir, con las armas del "dulce travesti de la Transexual Transilvania", carismática canción del film, cantada espléndidamente por Tim Curry, sirviendo de reflejo de aquel estallido del F.H.A.E.R. francés, del Gay Liberation estadounidense o nuestro "folleu, folleu que el mon s’acava", idealizando la vida de lujuria libertaria, como verdadero mar de fondo que socavaba todos los cimientos de la sociedad puritana.

Cosa que no hizo "El fantasma del Paraíso", de Brian de Palma, quien, poco después del éxito de "Rocky Horror P.S." quiso epatar, maldigiriéndolo, sin apercibirse de que hay que buscar la modernidad en uno mismo, no en los demás, porque el talento aflora, no se toma prestado. Así, la película de Brian de Palma sólo tiene una escena brillante y es la de la estrella del glam-rock, con corsé satinado y una guitarra eléctrica, de mástil en forma de guadaña, con la que va cortando las cabezas al público… claro, que como reza la censura hollywoodiana, "el que hace la paga", por tanto "muere electrocutado con las plataformas puestas". El resto del film parece haber sido hecho en un momento de fuerte resaca mental y diletancia imaginativa. Y es que pretender invadir el sancta sanctorum que es "Rocky Horror P.S." desde la ignorancia machiruela es tanto como ver a Camilo Sesto y Raphael, en un ataque de enajenación mental, cantando a dúo los éxitos "jevilongos" de Iron Maiden.

Se puede decir que "Rocky Horror…" es un grandilocuente prólogo de la teoría queer, la que hace tambalear todos los iconos de la cultura gay, con unos personajes transgresivos, en tanto que diferentes a la norma y con un protagonista que no necesita desplegar sus plumas de cisne o su capa vampírica para ser más carnal que el Conde Drácula, dotando a su personaje y por extensión a todo el film de un especial e hiperbólico sentido de la estética glam: el del movimiento y la plástica llevada a su máxima expresión, con un Meat Loaf ("Cacho Carne") de categoría, como salido de la portada de su primer vinilo, en moto, para ser descuartizado y devorado por los ciudadanos transexual-transilvanos, con un bellísimo y explícito homenaje a "King-kong" y a "La bella y la bestia" y un final sorpresivo, aunque no tan combativo como el resto de la cinta, que en su momento nos hizo ver la dificultad que hay que afrontar para ayudar a tus congéneres a salir, no ya de los armarios, sino de las tinieblas de la barbarie, dejándose emponzoñar por Pierre Molinier, vampirizar por Luis Cernuda, hipnotizar por David Bowie y por el vértigo traicionero de Jean Genet. Todo eso es "Rocky Horror Picture Show".