(primeras páginas)
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Le rêve est une seconde vie. |
AURÈLIE |
GERARD DE NERVAL |
El enemigo no está aquí: las sombras. |
LEOPOLDO MARÍA PANERO |
Me había convertido en cómplice de un fantasma. |
JEAN RAY |
Quizá la bombilla sólo servía para llenar de sombras el furgón, bailando en el alambre a cada traqueteo, al tiempo que los cuerpos de los tres hombres se apretaban, rebotando entre sí. La luz vacilaba e iluminaba al que estaba entre los dos policías, la mirada perdida, buscando un hueco donde esconderse en el escaso espacio que la encerraba, volviendo al fin a hundirse en la oscuridad; descubriendo sus manos inertes, unidas por el acero de las esposas, dejándose colgar, muertas.
El policía a su izquierda jugueteaba con un paquete arrugado de cigarrillos. Se había hecho con él poco antes de que le asignaran aquel servicio y, al subir al furgón, ya se arrugaba, medio vacío. Sacó uno y con un golpe del pulgar lo hizo voltear entre sus dedos. Al estilo viejo detective blanco y negro americano -Mi nombre es Marlowe, Philip Marlowe- Bogart, Humphrey Bogart. El tintineo de las esposas le hizo mirar al detenido. Un poco más allá, su compañero, un veterano que cubría con rutina los meses que le quedaban para la jubilación, movía los labios, mascullando, tal vez canturreando, algo que no llegaba a pronunciar. Le extendió un cigarrillo, pero el viejo arrugó la nariz. Se encogió sin saber qué hacer con el pitillo, dudando antes de sacar el mechero por si, con aquel gesto, su compañero quería reprocharle fumar dentro del furgón. Las esposas volvieron a chocar, y le ofreció maquinalmente el pitillo al otro, al preso. La mano de su compañero le detuvo, aplastándolo.
- ¿Qué haces? Ése no se merece ni el aire que respira.
El preso no levantó la vista, no dijo nada. El policía joven tiró el cigarrillo deshecho al suelo. Sacudió de nuevo el paquete y encendió uno nuevo, exhalando una bocanada larga que, al alcanzar al esposado, le irritó los ojos. Pero el hombre entre los dos policías no se movió para evitarlo. Santos Valbuena había sido detenido y acusado de homicidio voluntario, de asesinato. No manifestó entonces el menor gesto de sorpresa y se dejó conducir mansamente a la prisión. Se negó a pagar la fianza, no permitió que nadie la pagara por él, y cuando el Juez le inquirió si se consideraba inocente o culpable, él se limitó a mirarle a los ojos, hasta que el golpe exasperado del mazo quebró el silencio de la sala. Estuvo en su mano, y pudo habérselo permitido, con absoluta holgura, encontrar un abogado lo suficientemente hábil como para reducir su condena al mínimo. Hasta, incluso, lo suficientemente desprovisto de escrúpulos como para dejarle en la calle sin cargos. Pero no mostró intención alguna por defenderse. Muchos sospecharon que estaba callando algo, tal vez encubriendo a alguien. Su obstinación hizo que sus amigos fueran dándole la espalda, cansados de ofrecerle en vano su ayuda, de intentar impedir su caída. En silencio acogió la sentencia del Tribunal, sin que el anuncio de la aplastante condena llegara a arrancarle ninguna reacción. Antes de abandonar la Sala, el Juez lo miró por última vez, y no supo si aquel despojo de hombre merecía más lástima que desprecio.
Se empeñaba en aquel silencio, en la pasividad absoluta, con tal de no remover el recuerdo de aquello. En su infancia sus pasos corrían hasta cierto punto para, luego, retroceder. Le habían enseñado muy bien que de ahí no debía pasar. Había tenido muy claro desde entonces por dónde debía andar, dónde estaba el límite, dónde debía detenerse. Todos le conocían como un buen chico, un ciudadano respetable... hasta entonces. Ahora le perseguía el ahogo de una culpa insoportable, sobre la que ni siquiera se atrevía a pensar sin temer ser aniquilado. Por eso, pagando por ello, creía que podría recobrar la tranquilidad.
En la prisión donde esperaba destino para su condena un incidente casi le cuesta la vida. Le habían permitido -realmente, le habían obligado- a salir al patio en la hora de recreo, buscando de esta forma que llegara a romper su mutismo, temiendo si no que se dejara resbalar lentamente hasta la muerte. En el patio se le acercó un preso. Un gorila que le doblaba en peso y estatura. Su zarpa le retorció el brazo.
- Aquí nos movemos con nuestra propia justicia, y los que tenemos hijas sabemos tratar a cerdos como tú.
El cielo se tornó oscuro, y esperó como una liberación el golpe fatal. En pocos segundos una buena parte de los reclusos se había apelotonado sobre él para enseñarle cuál era su ley. No hubo parte de su cuerpo donde no le machacaran hasta la extenuación. Oyó gritos que eran insultos, insultos que eran gruñidos, los silbatos de los guardias, un disparo al aire.
Al recobrar el sentido se encontraba tendido en la cama de una pequeña habitación de hospital: cuatro paredes sin ventanas, cerrada por una única puerta de hierro. Una funcionaria le comunicó que en breve sería trasladado a un establecimiento de máxima seguridad, un establecimiento cuyo paradero se mantendría en secreto. El destino donde quizá permaneciera el resto de su vida; donde, eso sí, no volviera a sufrir ningún ataque que pusiera en peligro su integridad física. La funcionaria, sombría, descruzó sus manos que alisaron la falda con pulcritud. El Estado sabría cumplir con su parte en la condena. En la cara de la mujer, vestida con un traje tan recto como sus rasgos, vio odio, desprecio, asco.
Las heridas cicatrizaron lentamente, y allí comenzó a comprender lo que cuesta estar a solas consigo mismo y con el tiempo y que, durante una vida entera, no tendría otra cosa que hacer sino presenciar como éste y el aislamiento jugaban con su cuerpo hasta convertirlo en un montón de despojos; como si los que le habían condenado quisieran que él sólo viviera para ser testigo de su propia degradación.
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Las sombras se movían con mayor frenesí a cada bandazo del vehículo. La lluvia retumbaba sobre el techo de latón. La bombilla parecía a punto de desprenderse y los tres hombres, meros objetos, eran llevados de un lado a otro por el vaivén. Santos se veía lanzado contra uno y otro policía, y al chocar con el viejo sentía los herrajes de su cinturón clavándose en su carne.
- En noches como ésta... - aventuró con voz entrecortada el joven, y su codo se hundió en el estómago de Santos, que se dobló sobre sus piernas como un muñeco. La bombilla giró sobre sí misma y flotó en el aire, desafiando a la gravedad. No vaciló más: se precipitó contra el techo abriendo en añicos la oscuridad.
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Deja de correr, agazapándose entre los árboles. Se frota las muñecas, en las que todavía siente el peso de las esposas. El furgón quedaba muy atrás, volcado sobre la cuneta. La noche convertía el asfalto de la carretera en una zanja oscura; tenía que abandonarla lo antes posible.
Poco antes, tras el golpe: aún conmocionado por el accidente, esperando, boca arriba, a que todo se pusiera de nuevo en movimiento. Una masa blanda y pesada se atravesaba inmovilizando sus piernas. Sobre su cabeza las nubes morían y se sorprendió viendo brillar las estrellas.
Cayó la lluvia suavemente, refrescando su rostro. El chirrido de la rueda, girando al aire, había dado paso al silencio. No le fue fácil encontrar las llaves de las esposas. El contacto con el cuerpo inerte del viejo le repelía, pero le impulsaba una sensación nueva, la necesidad animal de sobrevivir. De un salto, abandonó el furgón, que se sacudió peligrosamente antes de caer sobre un costado. Un único faro iluminaba la carretera vacía. Se interna en la espesura y no se detendrá hasta que las fuerzas le abandonen.
El sol le golpea en los ojos. Se estremeció de frío. Sus ropas estaban empapadas, y pasar la noche sobre la tierra mojada no le había sido de mucha ayuda. Sintió algo moverse a sus espaldas. Se levantó de un brinco, los nervios sobre la piel, pero no había nada. Un desvanecimiento le hizo agarrarse al tronco de un árbol. El caso era seguir adelante, sobreponerse al lastre del cuerpo, porque ahora no se dejaría atrapar. La frontera no estaba lejos, pero hasta donde la vista le alcanzaba sólo había árboles. Árboles y lo que éstos pudieran esconder.
El viento agitó las ramas. Su instinto le hace agacharse. El aleteo de un pájaro se perdió sobre la vegetación. Cerró los ojos, apretando los párpados. Otra vez libre. El sol ya había alcanzado el mediodía y no debía perder más tiempo.
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Sus pasos resbalaban en el barro. Dudaba por un momento y luego seguía adelante, hacia donde el bosque se espesaba. Avanzaba a ciegas, empujado por lo que iba dejando a sus espaldas. La angustia le impedía detenerse, el miedo llegaba a ser su principal móvil. Caminando olvidaba que el hambre le agujereaba el estómago. Su boca estaba reseca, y los dientes a punto de saltar de las encías agrietadas. Arrancó un puñado de hierba y se lo llevó a la boca, masticándolo con meticulosidad. Lo escupió al momento, antes de que el vómito le subiera por la garganta. La sangre cubriendo las sábanas, el ahogo de un olor dulzón y rojo. El traqueteo de los vagones dudando antes de lanzarse a atravesar túnel tras túnel. Se detuvo y cerró los ojos. No por eso las visiones se desvanecieron tras los párpados. Cuando los abrió allí estaban las montañas, aún lejanas, pero esperándole. Le tomaría otro día alcanzarlas, aunque no sabía cuándo caería abrumado por la debilidad.
A la noche no tuvo más remedio que interrumpir la huida. Aunque no podía librarse de la ansiedad de saberse perseguido no quiso dejarse guiar por la luna. Desconfiaba de que su luz mortecina no le llevara a manos de sus perseguidores. No había muchos sitios donde buscar amparo. Un tronco caído, apenas la corteza de lo que debió ser un gran árbol, se lo ofreció. Embutido por la madera podrida, ahogado por el olor rancio de la humedad y la fermentación, encontró en él resguardo y cobijo contra el frío.
El árbol se convirtió al final en un refugio perfecto para la noche. No pudo alcanzar, sin embargo, la tranquilidad del sueño: el susurro del bosque se unió al hambre, un dolor agudo que crecía hora a hora rodeado de los ruidos más dispares. Antes del amanecer ya estaba en pie. El sol apenas se insinuaba tras dos picos gemelos que coronaban las montañas. Alzó la mano hacia allí, a modo de visera, intentando calcular la distancia que le separaba de ellas. Su mano le quemaba como ajena. Se la miró, perplejo. La primera luz de la mañana, jugando con su imaginación, la había cubierto de sangre.
Y cuando el día llegó a su fin alcanzó las primeras pendientes. A medida que el sol se elevaba se sentía más solo. Cada árbol, cada hondonada, cada sombra, multiplicaban sus temores. La ropa le mordía la piel. El roce del pantalón entre las piernas se convirtió en herida, que volvía en carne viva la piel. Los zapatos se resquebrajaban contra las piedras. Tenía los pies llenos de tierra. Pero no quería mirar atrás y eso le impulsaba, haciéndole forzar el paso.
El bosque clareaba. Los árboles iban escaseando, y el terreno cubriéndose de grava. Aceleró el paso, no soportaría pasar otra noche en el bosque. No quería dormir otra noche entre los árboles. No quería despertar tras otra noche bajo sus ramas.
Bruscamente se vio obligado a detenerse. Miró por encima de sí. Echó a andar de nuevo, lentamente, arrastrando los pies, hacia el confín del bosque, sin bajar la mirada. No quería creer aquello que sus ojos le mostraban. Tras los últimos árboles, la piedra se alzaba en una pared que cortaba de un tajo sus esperanzas. Rozó la roca con sus dedos. Palpó solidez, frialdad. Contra ellas se estrellaba su alma. Sus uñas se quebraron al intentar ganar a pulso el muro. A punto de derrumbarse, se agachó y respiró hondo. Izquierda o derecha. A un lado u otro. Eligió a su derecha y, pegado a la pared, rodeándola, siguió en la oscuridad.
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Sabía que en el ascenso entre los riscos un mal paso podía costarle la vida, pero era el único camino que le permitiría seguir avanzando. Tras una hora rodeando el muro de la montaña divisó, a poco más de dos metros de altura, una hendidura, la posibilidad de un paso hacia arriba. De un salto se aferró al borde de la roca y tensó los músculos. Llegó a apoyar el brazo derecho, pero fue resbalando, vencido por el peso del cuerpo. Pataleó inútilmente buscando un sostén y cayó, retrocediendo. Sin fuerzas, sin haber comido nada desde hacía dos días, y aún se le exigía un esfuerzo más. Se levantó contra la pared y gritó. Tras tomar carrera, dio un salto con el que logró afirmarse sobre los codos. Medio cuerpo colgaba en el aire, rozando su pecho en la roca. Poco a poco, arrastrándose, fue ganando terreno, intentando no hacer caso al dolor, a las piedras desgarrando la piel, al tirón de la gravedad; primero una pierna, un empujón; por fin, todo el cuerpo a salvo. Allí tendido, la cara contra la tierra, le asaltó la idea de quedarse así toda la noche, saboreando ese mínimo reposo al que tendría que renunciar en breve. Su respiración se fue calmando hasta ser un gemido bronco. Pensó en un lecho de plumas, en una cama, en una habitación sin rejas. Por sus piernas le subió una flojera que se fue extendiendo hasta que la modorra invadió todo su cuerpo.
Pero no cabía plantearse la necesidad de la huída; la huída era en sí necesidad, algo que exudaba por sus poros igual que el sudor que bañaba su piel. Hubiera sido difícil adivinar, tras la inmovilidad de aquel cuerpo agotado, la lucha que se debatía en su interior. El perseguido, un cuerpo tendido en la tierra, dejaba pasar los minutos, sufriéndolos segundo a segundo. Había logrado superar esta prueba, pero estaba seguro que le esperaban nuevas amenazas. No era momento para ponerse a dormir, cuando todo el tiempo del mundo le era necesario.
Un sueño blanco borró la confusión de su mente. Tenía que calmarse, no dejarse llevar por la obsesión, a ciencia cierta no sabía si realmente le estaban buscando. Ahora debería sentirse más seguro, pero sólo se sentía agotado. El peso de los párpados corrió una cortina de plomo ante sus ojos. Sería mejor reservar fuerzas, descansar. Pasear por el césped recién cortado, tumbarse en la hierba, rodar por la suave pendiente, hacia abajo. El sol se filtraba a través de la celosía que formaban entrelazadas ramas y hojas, no quemaba. Se susurraba con voz de mujer el canto de las cigarras.
Un ladrido lejano.
Abrió los ojos: la luna espiaba su inmovilidad. Aún temblaba en el aire el eco de la llamada del animal. Se puso en pie y, aunque no oyó nada más, ya no podía engañarse con nuevas dudas. No sabía cuánto quedaba de noche, pero los que le buscaban no debían estar lejos.
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La luz de la luna declinaba, o tal vez su mirada moría. Medio resbalando, medio arrastrándose, había alcanzado la cumbre. Perdía pie y se hundía derrumbándose con el camino. Recobraba el paso por unos metros antes de volver a caer sofocado. Aunque la noche le favorecía, comenzaba a temer que nunca tuviera fin, haberse sumergido en una tiniebla que jamás remitiera.
Allá arriba, de la tierra, negros, surgían los árboles. Sus troncos, calcinados por algún incendio pasado, se retorcían y anudaban; y las ramas, esqueletos gastados, chocaban entre sí, sacudidas por el viento. Sobre una de ellas un espectro pálido le espiaba con mirada fría que robaba su brillo enfermizo a la luna. Espantó con una piedra ese signo de mal agüero y la lechuza extendió sus alas sobre el bosque quemado. Entre los crujidos de madera seca y el gemido del viento le llegaron, aún distantes, los primeros ladridos, y supo que ya estaban sobre su pista. Luchó contra la tentación de quedarse quieto, de dejar que le encontraran allí, sin oponer resistencia alguna, y alzar las manos esperando las esposas. Pero cada ladrido empezó a dolerle como colmillos que hurgaran bajo su piel. Sus piernas fueron más veloces que su mente. Se convirtió en máquina de instinto, en la que sobrevivir era su único propósito. Rápido, más rápido. Los árboles se precipitaban contra él, sus troncos se estrellaban contra el cuerpo, pero eso no disminuía la carrera. Deprisa, vamos.
Mezcladas con los ladridos llegaron las voces. Un haz de luz barrió la espesura. Vamos, deprisa, deprisa. Algo aprisionó su pie y se dio de bruces contra el suelo. No tardó en levantarse, ignorando el dolor. Sus labios se habían cortado y saboreó la sangre. El Juez le miró a los ojos. Apretó los dientes y reemprendió la carrera. No había avanzado mucho cuando una densa muralla de maleza se interpuso en su huída. Las zarzas, alzándose por encima de su cabeza, se apretaban sin dejar resquicio entre ellas y le lanzaban un desafío que suponían que él no se atrevería a afrontar. Pero la simple razón no regía ya sus actos. No vio otra salida que precipitarse contra el entramado, reventarse las manos contra sus nudos, abrasarse el rostro entre los espinos. Tragado por la vegetación, braceaba y golpeaba con todo su cuerpo, luchando por hacerse paso en aquella trampa espesa. Mantenía los ojos cerrados con fuerza. Prefería avanzar a ciegas antes que abrirlos. Temía que quedaran arrancados, prendidos de las hojas. Las púas recorrían sendas profundas en la carne, su sangre fluía por las ramas que la absorvían como savia nueva. Clavados los espinos a su piel, su rostro se desfiguraba como una máscara sin forma. Se alzó, extendiendo los brazos, ofrecido en la abnegación del holocausto. Pero aquí tampoco cesaría su dolor. Deprisa. Con un último empujón logró alcanzar la otra parte. Tomó aire, y al pasarse la mano por la cara la retiró ensangrentada. Cuando quiso mirar hacia atrás y reconocer la fortaleza que había logrado traspasar la noche confundía ya en su velo oscuro al zarzal.
El cielo se arrebató con el clamor de una legión de ángeles. Las copas de los árboles, forzadas, se prostaron hasta besar el suelo. Desde lo alto una columna de aire, como torre de mármol, golpeó la tierra y se hundió en ella. Se hizo la luz. El helicóptero escudriñaba con la potencia de cien soles cada rincón del monte. No tuvo tiempo de buscar refugio y el resplandor le alcanzó, cegándole. De pie, sin moverse, recibió su visita en éxtasis. La lengua del reflector resbaló sobre su cuerpo minuciosamente, examinando los jirones de su ropa, cada uno de sus cabellos, la estructura íntima de la más pequeña de sus células. El helicóptero se detuvo, tomó altura, y se volvió a perder tras la noche. ¿No le habían visto? ¿No estaba hecho de carne, de carne tan evidente como la roca contra la que había luchado? ¿O es que había dejado su cuerpo atrás, olvidado, en la escapada?
No, no era trasparente. No era un fantasma. Frente a él dos ojos amarillos a apenas un metro del suelo sabían muy bien cuál era su presa. El aliento de la bestia le ahogaba y le hacía saber que las fauces estaban alertas. Hombre y animal cara a cara, sabiéndose enemigos, sopesando el uno sus últimas posibilidades mientras el otro preparaba sus colmillos. Estudiándose en las tinieblas, sofocando el más ligero movimiento e intentando adivinar el momento en que uno de los dos rompiera la espera.
Santos aguantó el grito. Los dientes del perro se clavaban en su brazo sin soltarlo. Rodaron sobre las hojas muertas y el animal, a cada dentellada, se abría camino, cada vez más cerca de su cuello. Forcejeó con aquella masa de músculos que le superaba. Sabiendo que el huído era ya presa suya, la bestia jugaba con él, gruñendo y mostrándole los dientes afilados. Santos apenas podía mantenerse a salvo de las dentelladas sosteniéndole por el cuello, intentando agarrarlo bien por el pelaje, pero éste se escurría entre sus dedos y sentía que sus fuerzas le fallaban y los dientes del perro se movían cada vez más cerca. Finalmente agotado, dándolo todo por perdido, su atención quedó atrapada por el reflejo verde de los ojos del cerbero. Tras la córnea húmeda, moviéndose en la oscuridad del instinto, las sombras se asomaban con curiosidad hasta su superficie para observarle. Verían su rostro desencajado, el mismo que él podía ver distorsionado reflejándose en los ojos de su atacante. El animal separó su cabeza, buscando un hueco en las defensas del hombre para acertarle con un golpe final. Santos sorprendió a la bestia y, con un empujón, lo echó contra el suelo, aferrándole la garganta. Los dientes del perro se cerraron en el aire. Las manos de Santos apretaron en su carne, cada vez más profundamente, hasta que la resistencia cesó y por un estertor supo que por esta vez había salido adelante. Le levantó la cabeza y la aplastó contra la piedra. El animal se agitó blandamente antes de ser un despojo irreconocible. Santos se puso de pie, dejándolo caer a sus pies.
Pero aquello distaba de ser una victoria completa. Se frotó las manos en la corteza de un árbol, intentando borrar los restos de la lucha. Ahora había sido un perro, pronto tendría una docena cercándole, ladrando amenazadores y, tras éstos, las metralletas apuntándole. La suciedad de la sangre le pesaba en las manos. Volvió a frotárselas contra la camisa. Los dedos se pegaban entre sí, viscosos, por mucho que se los limpiara. Apenas reanudó la fuga la sombra de la Mansión ocultó las estrellas.
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Tuvo un sueño:
La puerta se abrió acogiéndole. La amenaza era demasiado real para despreciar cualquier escapatoria. Dentro la Mansión guardaba un tufo a humedad rancia, a abandono. Un golpe seco a su espalda: la puerta estaba firmemente encajada en el quicio. No había viento, no había razón para que el escalofrío le subiera por la espalda, erizándole el cabello. Si hubiera una sensación debía ser de alivio. Sólo le movía la lógica del perseguido -ocultar las trazas del escondite, sin plantearse los peligros del nuevo encierro-. Apenas tenía la triste claridad de la luna para guiarse. Una luz que, tras atravesar las ventanas recubiertas de polvo, enredada en los desgarros de las cortinas, era demasiado débil, incapaz de despejar las tinieblas del interior.
Supuso formas allí donde la oscuridad se espesaba: una mesa, un aparador; la forma alargada, en su agonía caida tras perder toda elegancia, de un piano; un sillón, sillas y taburetes tirados por el suelo, muebles inútiles olvidados en desorden, trampas en su recorrido. A cada paso que daba el polvo se alzaba, sofocándole, agarrándose a su garganta. Se tapó boca y nariz con las manos, no fuera a estornudar o toser, no fuera delatado por algo tan ridículo. Aguantando el aire hasta que las sombras se detuvieran. Urdiendo una cortina de silencio, la silueta del centinela ennegrecía el espacio entre los camastros. Los niños simulábamos dormir, temíamos que él nos descubriera despiertos. Entre todos los profesores del internado el guardián de noche, el ogro, era el que peor fama tenía entre los internos. Por la mañana, la luz del día nos hacía fuertes y su fisonomía desgarbada era objeto de nuestras bromas. Pero de noche a nadie le gustaría enfrentarse cara a cara con él. Era la peor jugarreta que te podían hacer, la peor de las venganzas: que cuando recorría el largo pasillo que dividía en dos el dormitorio, al llegar sus pasos a tu altura, el compañero de la cama de al lado te lanzara un puñetazo en alguna parte sensible. Te retorcías por dentro, calladamente, aguantando el dolor hasta que la sombra pasara de largo.
Nada se movía en la casa. Ni siquiera, frente a él, la sombra negra, que se levantaba alta, impasible, sólida. Ya era tarde para agacharse, para buscar dónde esconderse. Descubierto, sin poder evitar el peligro, esta vez no había sábanas con las que taparse hasta la frente. Golpeó apretando los puños y, al acertarle en todo el cuerpo, el vigilante, con un grito ronco, puso en alerta a la casa. La madera se quebró y su mano -alguna astilla se había clavado en su piel- se vio atrapada en una caja estrecha, enredándose con las cadenas herrumbradas. Una caja vertical, larga y estrecha, coronada por una amarillenta esfera carente de manecillas. Aún se oía el eco de aquel único tañido, triste eco del pasado, con que el viejo reloj había reaccionado ante la violencia del intruso. Rebotando en su interior hueco, detenido su mecanismo cuando los últimos habitantes de la Mansión la abandonaron para siempre.
Pero allá arriba volvieron a resonar los pasos, aproximándose. El resplandor de la llama que revela un corredor, el candelabro recubierto de cerumen, su luz convirtiendo en fuego la larga cabellera que se derramaba sobre el velo del camisón. Descendiendo por una escalera que sus pies desplegaban, pies ligeros que no rozan el suelo. Santos retrocedió, buscando el cobijo de la oscuridad, deseando seguir mirando. La mujer, ya frente a él, adelantó el candelabro. Los ojos negros se clavaron en los suyos con extrañeza. Él evitó su mirada.
En su sueño, Santos intentó preparar una explicación. La garganta sólo logró la confusión de un balbuceo, sofocado por el aullido de los perros. Ella le preguntó algo que no alcanzó a entender. Con voz brusca, él le pidió que apagara la luz. La mujer no pareció oírle. Su escote se abrió a sus ojos: piel blanca que se ofrecía suave. Unos senos que crecían en su deseo. La mano de ella ocultó la intimidad que su mirada había invadido. Los perros aullaron, las fauces a punto de cerrarse sobre su cuello. Saltaron ante el cristal -pero él no podía verlo, las cortinas estaban echadas, desde hacía siglos ocultaban las ventanas y lo que a su través se pudiera ver-, mordieron el aire -olía a tormenta y tierra mojada- y dando vueltas se perdieron. La mujer le dio la espalda, pero antes le sonrió. Él supo que debía seguirla.
Se despertó.