Capítulo II

Lantis – Necesidad

 

Lantis caminaba lentamente por el bosque. Mientras estuvo en Autozam no había podido ver árboles, ya que allá no los había, y encontrarse ahora entre tantos lo relajaba extrañamente. Aunque no lo reconociera abiertamente, había echado de menos a Céfiro, pero al estar de vuelta, también regresaban a él los recuerdos que tanto se había esforzado por desterrar de su mente. Y así, inmerso en una lucha consigo mismo, se aproximaba al lugar donde la elevada y tupida vegetación terminaba abruptamente.

Antes de que pudiera darse cuenta, había dejado el bosque atrás y se adentraba en una hermosa y verde pradera. Miró a su alrededor. Todo estaba floreciente, como si la primavera fuera eterna en aquellos parajes. Y al alzar la vista, divisó una silueta que se destacaba contra el cielo mañanero, dominando el paisaje desde lo alto de la montaña.

- El castillo de Céfiro...

La enorme construcción rivalizaba en belleza con su entorno. Desde la abolición del sistema del Pilar, todo el planeta había evolucionado hasta convertirse nuevamente en un paraíso, como en la mejor época de la vida de la princesa Emeraude, pero ahora transformado y conservado por los buenos deseos y la voluntad de sus habitantes. Pero a Lantis aquella prosperidad le parecía ofensiva, como también le parecía insultante la felicidad reinante, tan densa que hasta se podía respirar. Debería sentirse dichoso de que todo fuera tan bien, de que su planeta fuera el más bello del sistema y de que sus gentes se las estuvieran arreglando a la perfección para mantener la paz y el orden. De que finalmente, las flores crecieran más hermosas, sin necesidad de que alguien rezara y sacrificara su vida por ellas. Pero no era así, no se sentía bien. Si todo iba a pedir de boca, las Guerreras Mágicas no eran necesarias. Y este hecho hacía a Lantis profundamente desgraciado.

De repente, un zumbido ajeno a la naturaleza comenzó a crecer. Sin embargo, él no se inmutó. Se detuvo en medio del sendero que cruzaba el prado y observó el cielo con marcado desinterés. Conocía perfectamente aquel ruido de motores y reactores, y sabía que no había nada que temer. Con cierta rapidez, una vasta sombra pasó volando sobre su cabeza. Era el NSX, la nave insignia de la flota de Autozam. Y en ella iban el Comandante Eagle Vision y sus inseparables Geo Metro y Zazu Torque.

Hizo un gesto con la mano, remedando un saludo, y permaneció en el mismo lugar, mientras veía a la nave alejarse en dirección al castillo. Las relaciones entre los países eran lo suficientemente buenas como para que tales visitas se produjeran a menudo, sobre todo porque los habitantes de Céfiro estaban ayudando en la descontaminación de Autozam.

De hecho, el proyecto había comenzado hacía algunos años, y ya se iban observando resultados muy alentadores. En tales menesteres se había involucrado Lantis hasta tal punto que prácticamente vivía en Autozam. Allá colaboraba día a día con todas las demás personas que se habían ido sumando poco a poco. Las princesas de Chizeta y Fahrem realizaban frecuentes visitas al planeta en recuperación, contribuyendo con la ayuda de sus súbditos y sus propios poderes mágicos.  Las primeras ya se habían vuelto casi tan asiduas como Lantis, y todos compartían ahora una amistad fraternal. También esa unión entre los planetas era un regalo que les habían dejado las Guerreras Mágicas, y ahora las visitas se sucedían en un ambiente de total camaradería.

Pero había una razón secreta, o al menos oculta, por la cual el único espadachín mágico de Céfiro había tomado cierta aversión a su tierra natal, hasta el punto de que su corazón se retorcía penosamente solo de pensar que tenía que volver. Eagle le había ofrecido la oportunidad de acompañarles a bordo de su nave, pero él se había rehusado, con el propósito no declarado de retrasar lo más posible su regreso. La belleza y la alegría de Céfiro lo lastimaban, y en el castillo no había ni un solo rincón que no le trajese recuerdos dulces y dolorosos a la vez.

- Hikaru... – murmuró involuntariamente.

No podía dejar de recordarla. La había encontrado en un momento en que su corazón desesperaba por una salida del encierro al que él mismo lo había confinado. Una niña tan noble e inocente que más parecía un ángel caído del cielo que una criatura de carne y hueso. Una mirada cálida que derritió la coraza de hielo que cubría su alma. Una desbordante energía que contagiaba todo cuanto tocaba, que lo hacía estremecerse y conmoverse sin gran esfuerzo. Toda la alegría de vivir y la pureza del mundo concentradas en un pequeño cuerpo adolescente.

¿Cómo estaría? ¿La pasaría bien con su familia y sus amigos en el Mundo Místico? ¿Se habría olvidado de Céfiro? Había pasado tanto tiempo, y las guerreras no habían regresado nunca más. Tal vez no podían... o no querían. Tal vez ya todas ellas habían encontrado alguien a quien amar, eran felices y se habían... “casado”. Este último pensamiento vino a ser como una cruel garra que estrujó sin piedad el corazón del espadachín.

Sí, no había podido evitarlo. Se había enamorado de ella, casi sin darse cuenta. Un amor sin esperanzas y sin futuro, porque ella pertenecía a otro mundo muy lejano. Ahora comprendía todo lo que su hermano Zagato había sufrido ante la palabra “imposible”, lo mismo que él estaba sufriendo al imaginar como sería si Hikaru estuviera en el castillo de Céfiro, esperando verlo llegar para correr a su encuentro y echarle los brazos al cuello. El alma de Lantis se consumía en el fuego de su contenida pasión, la llama que aquella niña tan distinta a él había encendido y que pese a sus esfuerzos no lograba sofocar.

¡Tortura innecesaria! De sobra sabía que ella no estaría allí para recibirlo. Hacía cinco años que no la veía, y cada día que intentaba olvidarla, la extrañaba más y más, como si su alma en penumbras se resistiera a abandonar su recuerdo luminoso. Autozam y todo el trabajo que había por hacer allá eran apenas una forma de mantenerse ocupado para no pensar. Además, aquel planeta contaminado iba mucho más acorde con su lúgubre estado de ánimo que la brillantez de su propio mundo.

Volvió su mirada hacia el suelo. El cielo azul celeste tampoco iba con sus ojos, también azules, pero oscuros como la noche, orlados de un fulgor violáceo. Noche oscura e interminable de aquel a quien le ha sido arrebatado el sol, y con él, la luz y el calor. Frunció el ceño. A sus pies, medraban los botones tardíos de una primavera perenne, alegres productos de la inspiración humana. Eso era Céfiro. Pero no todos los deseos se cumplían.

- ¿Y que hay de lo que YO ansío? –se preguntó, volviendo a mirar al cielo.

¿Por qué su sueño dorado no podía cumplirse, como se cumplían los demás? ¿Acaso no era eso Céfiro? ¿El lugar donde la voluntad determinaba? ¿Acaso no tenía él un corazón lo suficientemente poderoso o tal vez su deseo no era tan fuerte después de todo? Pero sí lo era, estaba convencido de que nadie en aquel planeta deseaba nada con la intensidad que él deseaba...

- Deseo... – dijo entrecortadamente, como si aún vacilara entre enterrar su anhelo más profundo o expresarlo al aire libre – deseo que regresen las Guerreras Mágicas...

Que tontería. Solo la princesa Emeraude, o quienquiera que fuese el Pilar, o alguna grave amenaza podrían realizar el milagro con el que soñaba noche tras noche.  No lograba comprender por qué nunca más habían regresado si al principio les había resultado tan fácil. Mucho se temía que las niñas del Mundo Místico hubieran olvidado Céfiro y a todos sus moradores. Pero aún así, no podía dejar de desear su retorno con toda su alma. La esperanza de volver a ver a la joven a la que amaba por sobre todas las cosas lo había ayudado a seguir adelante todos aquellos años. Sentía que si perdía aquella ilusión, no le quedaría ningún motivo por el cual vivir. Pero ya comenzaba a desesperar. Los recuerdos se iba haciendo insuficientes para mantener a su corazón, hambriento de cariño, de SU cariño.

- Vuelve, Hikaru. – suspiró con tristeza – Te necesito.

Mientras tanto, y sin que él se diera cuenta, una extraña brisa se había levantado a su alrededor...

 

ºººººººººº

 

La discusión entre Umi y Fuu era interminable e inútil, pero hacía ya un rato que Hikaru no las escuchaba. Sumida en sus propios pensamientos, no se percató de que el aire, antes en calma absoluta, había comenzado a arremolinarse en torno a ella. Sin embargo, no pudo dejar de notar la presión que crecía sobre su pecho, a medida que aferraba el medallón con más fuerza. En un instante, sus ojos dejaron de responderle y todo se oscureció. Entonces, privada de uno de sus sentidos, Hikaru sintió la brisa que azotaba su rostro, y se dio cuenta de que aquella no era de su mundo. Como mismo la había abandonado antes, la visión volvió a ella repentinamente, haciéndole daño tanta luz de golpe. Pero lo que se ofrecía a su vista ya no era la ciudad a sus pies. En cambio, vio un panorama de verde hierba que se extendía hasta el horizonte, dominado por una mole cristalina que se levantaba airosa sobre una montaña, recortándose contra un cielo sobrenaturalmente azul celeste. Y en medio del prado, una figura humana enfundada en una armadura, con la empuñadura de una espada sin hoja colgada a un costado de su cuerpo. Un hombre vestido totalmente de negro, cuya capa y cabellos, también negros, se movían suavemente al compás de la brisa. Hikaru abrió los ojos desmesuradamente, y su corazón se detuvo por unos instantes, para luego desbocarse en desenfrenado latir. Aunque pasara un millón de años, aquella imagen nunca se borraría de su memoria. Ella lo conocía, lo hubiera reconocido entre miles. Un grito ahogado se escapó de sus labios:

- ¡Lantis!

Como si de una palabra mágica se tratara, Umi y Fuu olvidaron su discusión en el acto al oír gritar a Hikaru, y la buscaron con la vista. La pelirroja se había apartado un tanto de ellas, mientras divagaba perdida en sus pensamientos, pero no tardaron en encontrarla... ¡y asombrarse al máximo! Una luz blanca cubría casi completamente a la joven pelirroja, y sus pies se habían separado unos centímetros del suelo. Una más rápido que la otra, las dos comprendieron lo que sucedía.

- ¡Hikaru! – corrió Fuu, sin perder ni un segundo, olvidando y rechazando cualquier consideración racional en la euforia del momento - ¡Llévame contigo!

Umi sacudió la cabeza. No podía ser... ¿o sí?

- ¡Hey! ¡Espérenme! ¡Yo también quiero ir!

Con esto se abalanzó hacia sus dos amigas, que pendían del aire fuertemente abrazadas, casi cubiertas por aquel fulgor deslumbrante, llegando hasta ellas y colgándose del brazo de Fuu justo un instante antes de que las tres desaparecieran sin dejar rastro, ante las miradas indiferentes de todos los visitantes de la torre de Tokio, que ignoraban que muy cerca de ellos, el más profundo deseo de tres jovencitas acababa de cumplirse.

 

ºººººººººº

 

Súbitamente, en el salón del trono del castillo de Céfiro, Guru Clef se levantó sobresaltado. Acababa de sentir una fuerte presencia en el aire, una sensación  que no sentía desde hacía mucho tiempo atrás, tanto, que ya casi la había olvidado. Presea, que entraba en ese momento, se dio cuenta de la palidez del mago.

- ¿Guru Clef? – lo miró con preocupación - ¿Te encuentras bien?

- ¡Seijyuu! – exclamó él, y antes sus ojos apareció un enorme pez volador, al que el mago acarició – Ve pronto, Fiura, ve por ellas.

La criatura se transformó de inmediato en una pequeña esfera brillante que salió volando por la ventana, a tal velocidad que hubiera sido difícil determinar si solo se había marchado o sencillamente se había desvanecido en el aire. Todo esto había ocurrido ante los asombrados ojos de Presea, que no recordaba ninguna ocasión en la cual Guru Clef hubiera hecho uso de Fiura. Excepto...

- ¿Guru Clef... es que acaso... las Guerreras Mágicas...?

- Sí, Presea. Han regresado.

 

ºººººººººº

 

Lantis abrió los ojos con estupor. Los había cerrado mientras aquella brisa salida de la nada acariciaba su rostro suavemente, cargada de un perfume desconocido. Y estando así, con los ojos cerrados, la había VISTO... como en un sueño, asomada por sobre una construcción de apariencia metálica, con la mirada húmeda y una joya entre sus manos, el medallón que él le había regalado, y que había pertenecido a su madre. Sí, era ella, no podía equivocarse. Tal vez más crecida, más mujer, definitivamente más bella que nunca, pero no hubiera vacilado aunque hubiese alcanzado a verla entre millones de jóvenes parecidas. Era ELLA, y lo había llamado, había gritado SU nombre. ¡Qué hermosa visión! Pero... ¿habría sido solo eso, un engaño de su mente enardecida? ¿Sería tan solo que ya estaba medio trastornado de tanto pensarla, de tanto dibujarla en su imaginación? ¿O tal vez era que...?

Miró nuevamente a su alrededor. Todo seguía igual que antes, y sin embargo, algo había cambiado. Algo en el aire, o en la iluminación, o quizás en el aroma de las flores. Y de repente, lo supo. La revelación lo golpeó como una sensación cálida que se extendía por todo su cuerpo, como antes lo había hecho aquella brisa saturada de un aroma dulce y misterioso. La naturaleza resplandecía, más brillante y bella que antes, porque todo Céfiro se regocijaba con el regreso de la última persona que había sido investida con el poder de la corona. Lantis contuvo el aliento, no atreviéndose a dar crédito a sus propios sentidos, que le anunciaban la reaparición de un aura harto conocida para él. Después de cinco largos años... el aura del Pilar volvía a manifestarse.

- ¡Tempestad!

Con un fuerte grito y un movimiento de su espada, aparecida en sus manos por arte de magia, Lantis hizo venir a su caballo de la dimensión en la que habitaba. Montó ágilmente y espoleó con impaciencia al corcel, que salió como un bólido en línea recta. Si el espadachín había sido capaz de percibir aquella presencia, que por demás era fortísima, entonces nada más lógico que Guru Clef también la hubiese notado. Si hubiese “visitantes”, el mago más poderoso de Céfiro ya debía haberse encargado de darles un recibimiento apropiado. Y de ser así,  entonces solo había un lugar a donde podía ir en busca de respuestas. El mismo lugar que antes le repugnaba por todos los recuerdos que guardaba en su interior: el castillo.

La cabalgadura era veloz como un vendaval, pero no lo suficiente para la desesperación que se había apoderado de su jinete. Si lo que sentía era cierto, entonces su deseo había sido cumplido. Con el viento azotando fuertemente su rostro, Lantis aún dudó de tanta buenaventura. Pero no dejó de incitar al caballo, que prácticamente volaba, mientras sus labios murmuraban una y otra vez, como en un conjuro, el nombre del Pilar:

- Hikaru...