Canto VIII
Escuchabamos un griterío como de bestias
salvajes montaña arriba, nuestros enemigos debían haber
empezado a celebrar la victoria, estaba claro que no conocían a
sus rivales. Nuestro capitán estaba parapetado detrás de
una roca que se encontraba delante de la que a mí me guardaba.
Hablaba con uno de los generales seguramente sobre la estrategia a seguir,
mientras, el griterío había cesado, debían de haberse
percatado de que nos habíamos detenido en nuestra huída
y que ahora aguardábamos en sitio seguro.
El rey entonces dispuso que los arqueros disparasen sus flechas sobre
las zarzas que se encontraban delante de nuestros agresores, pero esta
vez lanzarían flechas incendiarias. Rápidamente el espacio
que teníamos delante de nosotros se cubrió de saetas ardiendo
que ofrecían un bello espectáculo crepuscular a nuestra
vista, el cielo se veía encendido de llamas que iban a clavarse
en el blanco elegido que ya daba muestras de sufrir los efectos del ataque.
Las llamas y el humo surgieron rápidamente de los matorrales y
se escucharon las primeras voces de alarma en el campo contrario.Cuando
los generales consideraron que ya la zona por encima de las zarzas había
sido desalojada iniciamos otra vez la ascensión por el centro que
esta vez no ofrecía peligro; ya no caían piedras sobre nosotros
y pudimos llegar sin dificultad junto a los matorrales. Allí descubimos
dos pasos accesibles a ambos lados de las zarzas, pero podían estar
cubiertos por enemigos. A ellos nos dirigimos con cautela para descubrir
finalmente que no había nadie esperándonos. Subimos por
allí a paso de carga y una vez salvada la ardiente barrera vegetal
pudimos comprobar que el enemigo huía montaña arriba. Lo
que ocurrió a continuación fue una carnicería.
Los rezagados son alcanzados por nuestros soldados más veloces
y rematados sin contemplaciones, los que han alcanzado cierta ventaja
son abatidos por las flechas de nuestros arqueros, algunas de ellas son
todavía incendiarias y los salvajes se debaten en una terrible
agonía, ante una coyuntura tan desesperada, se giran dándonos
la cara; a estas alturas ya se han dado cuenta de que seguir huyendo significa
la muerte y deciden atacarnos con los enormes garrotes que portan. Nuestros
hombres se agrupan disciplinadamente y avanzan hacia los salvajes en formación
cerrada de cuatro en fondo, mostrando un pequeño pero muy compacto
frente, y cerrando el avance los arqueros que continúan arrojando
saetas para cubrir nuestro avance. Los salvajes, no obstante las flechas
que reciben se lanzan sobre nuestra tropa con gran griterío, pero
se encuentran con un muro de escudos erizado de picas que los atraviesan
sin piedad. Según avanza nuestra formación va quedando detrás
de ella una alfombra de cadáveres ensangrentados, algunos soldados
caen, pero otros acuden a cerrar las filas, ofreciendo siempre un frente
inexpugnable; pese a ser nuestros enemigos varias veces más numerosos
que nosotros, no son capaces de hacer mella en estos experimentados soldados.
Yo, pese al horror que siento al ver tal zarabanda de sangre y muerte,
de carne rota y huesos hastillados, no puedo dejar de maravillarme ante
esta perfecta máquina de guerra que aplasta todo lo que encuentra
delante. Ahora comprendo porqué tienen ese aire de seguridad, esa
sensación que producen de ser invulnerables, tambien comprendo
la facilidad con que nos derrotaron y el motivo por el que somos prisioneros.
Los salvajes ceden en su empuje y empiezan a reroceder dispersándose,
los soldados abren filas e inician la persecución, la lucha se
torna individual; un soldado, emerge a golpe de mandoble de entre un grupo
rival que le había rodeado, el soldado sangra abundantemente por
la cabeza, pero ataca con ímpetu y los otros van cayendo entre
alaridos de dolor, algunos escapan del ataque; uno de los generales recibe
un garrotazo en el hombro del brazo donde porta el escudo cayendo de rodillas,
cuando el salvaje alza el garrote para asestarle el golpe de gracia, el
general incorporándose inesperadamente le atraviesa la cabeza con
su espada desde la quijada hasta la coronilla, el salvaje se desploma
con el cuerpo completamente bañado en su propia sangre; cerca de
él otro enemigo recibe el filo de una espada en plena espalda y
queda tendido en el suelo al tiempo que sus miembros se agitan de un modo
horrible; yo sigo al rey con mi improvisado estandarte por todo el campo
de batalla al tiempo que él imparte órdenes y se quita de
encima a espadazos a todo aquel que le enfrenta; un brazo cae a mi lado
agarrado todavia a un imponente garrote, su antiguo dueño huye
dando berridos mientras un soldado corre detrás de él gritándole
que aguarde, que todavía no ha terminado; toda clase de escenas
de inimaginable horror se suceden a un tiempo a mi alrededor mientras
continuo en pos de mi señor, cabezas que ruedan por el suelo, cuerpos
despedazados, heridas de las que mana la sangre como del surtidor de un
jardín, miembros que parecen tener vida propia, heridos que miran
con ojos enloquecidos a sus heridas o al soldado que esta en trance de
dar el golpe final; el rey está luchando con un salvaje que se
defiende con una pica arrebatada a un soldado moribundo; en ese momento
el rey me da la espalda, la insidiosa idea vuelve a aflorar en mi cabeza
como un torrente impetuoso, ¡Ahora puedo vengar a mi antiguo señor!
¡Ahora puedo vengar la muerte y la esclavitud de mis compañeros!
Nadie mira, todos están ocupados en la batalla y no podrán
salvarle, lo que voy a hacer es ignominioso y me va a llevar a la muerte,
pero recuperaré el honor ante los míos. Le doy la vuelta
al estandarte, del que sobresale la punta y dos codos de la pica, ya estoy
alcanzando la espalda del rey cuando inesperadamente aparece un enemigo
a su espalda presto para golpearle, tras un instante de indecisión
me arrojo sobre él y lo atravieso con la lanza...
al salvaje, que se desliza hasta el suelo y la muerte con un gruñido
sordo. El rey, que acaba de rematar a su antagonista se gira alertado
por el ruido a su espalda, contempla con mirada sorprendida al enemigo
caido, atravesado aun por la pica, luego me mira a mí, que la sostengo,
todavía más sorprendido; a mí me tiemblan las piernas,
no llego a comprender mi propia decisión; quería matarle
y cuando se presenta la oportunidad de que muera, sin que ni siquiera
tenga yo que intervenir ¡le salvo la vida!; no sé si me ha
faltado el valor en el último instante o si en mi corazón
ha nacido una nueva lealtad. El rey me sigue mirando de un modo extraño,
parece como si comprendiera algo... me da las gracias en voz baja, como
si le costase trabajo hablar, en un tono entre sorprendido y admirado;
de pronto lanza una potente carcajada que se deja oír por encima
del fragor del combate.
continúa
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