Canto IX
La batalla había concluido, el campo
estaba sembrado de muertos ensangrentados, todos nuestros enemigos yacían
sobre la áspera grama mientras los hombres del rey lanzaban el
grito de victoria; un alarido nos alertó: alguien había
descubierto el lugar donde se escondían las mujeres y los niños,
los soldados se dirigieron hacia allá a paso de carga gritando,
el rey corrió detrás de ellos llamándoles, yo corría
detrás de él. Cuando llegamos ya estaban sacando a empujones
de una cueva poco profunda a las mujeres y litigaban entre ellos por su
propiedad o su disfrute; a los niños, que lloraban aterrorizados
en el interior de la gruta, no los habían molestado, no les interesaban;
entre los gritos de las mujeres y las agrias voces de la disputa este
pandemonium estaba alcanzando el paroxismo; ya se veían las primeras
espadas alzarse, cuando la potente voz del rey se elevó en medio
de la rebatiña.
-¡No toqueis a esas mujeres! -fueron sus primeras palabras- ellas
fueron arrebatadas por estos -dijo señalando al montón de
cuerpos exánimes que se podían ver más abajo, en
la ladera- a las aldeas del valle; son las mujeres y hermanas de aquellos
a quienes hemos vengado. ¿Como se podría presentar vuestro
señor como benefactor de estas gentes si permitiera que ultrajaseis
a sus mujeres, o que os quedaseis con ellas?.
-Señor, -contestó uno con aspecto de veterano- no sabíamos
que fueran prisioneras, dinos que hacer con ellas con ellas y así
lo haremos.
-Sacad a los niños de la cueva y conducidlos junto a sus madres,
los la aldea se ocuparán de devolverlos a sus casas. Recoged a
nuestros muertos y heridos, en marcha, la fiesta ha terminado.
Cabalgamos de regreso al poblado con las mujeres y los niños en
las grupas de los caballos; las mujeres eran todas jóvenes, aunque
estaban muy desaliñadas, entre todos ellos sumaban apenas el centenar,
me extrañó que no hubiera mujeres de más edad, tampoco
entre los combatientes enemigos había ancianos, lo que me llevó
a pensar que se deshacían de ellos cuando ya no eran de utilidad
para el grupo. Me sorprendió el contraste entre la conducta de
estos salvajes y la de los habitantes del valle, que trataban a sus ancianos
con gran respeto y miramiento. Pese a descender unos y otros de una estirpe
común, las condiciones de vida de los montañeses habían
endurecido su carácter hasta la ferocidad más inmisericorde,
mientras que había dulcificado a los del valle de modo que eran
incapaces de defenderse de los ataques de sus lejanos parientes, pese
a que por ellos corría la misma sangre.
Un heraldo partió a galope para comunicar la victoria y el regreso
de las mujeres a la aldea y al campamento, donde habían quedado
esperando los sacerdotes, también portaba instrucciones para que
se organizasen las honras fúnebres en honor a los caídos
en el combate, que no pasaban de la docena. Otro mensajero se dirigió
al exterior de los valles para informar al ejército de que no había
necesidad de refuerzos, ya que según supe después, habían
convenido en enviar varios escuadrones de caballería para ayudar
al rey en caso de que al mediodía no hubieran recibido novedades
o estas fueran alarmantes.
La llegar al poblado los aldeanos nos recibieron con muestras de gran
alegría, al tiempo que se acercaban para reconocer entre las mujeres
que nos acompañaban, las que habían sido sus compañeras;
unos se abrazaban a ellas cuando las encontraban, otros se acercaban a
algunas con alegría, pero al verlas de la mano de un niño
lloriqueante torcían el gesto, la mujer así recibida se
acercaba al hombre, que al principio mostraba ofendido, algunas hablaban
con dulzura, como disculpándose, otras recriminaban al esposo,
quizá su menguado valor, finalmente se marchaban juntos, algunos
cogidos del brazo, otros todavía discutiendo.
Algunas jóvenes eran recogidas por ancianos que se encargarían
de llevarlas a sus aldeas o avisarían para que vinieran a recogerlas,
pero pude ver que otras eran rechazadas de plano por todos los habitantes
del villorrrio, estas quedaron apartadas del resto, se acercaban mucho
unas a otras como para darse mutua protección y consuelo, miraban
a su alrededor con ojos entre asustados y feroces y los aldeanos hablaban
de expulsarlas enviandolas de nuevo a las montañas o entregarlas
a los soldados.; comprendí que aquellas criaturas eran descendientes
de los salvajes y que los lugareños ya no las consideraban de su
estirpe; el rey terció entonces decidiendo que estas se quedaran
de momento en un cercado que no lejos de allí estaba, luego se
resolvería su situación, aunque la condición desaliñada
y arisca de ellas, a diferencia de las otras que se habían criado
en el valle, las hacía poco apetecibles para los soldados. Lo más
seguro es que fueran condenadas a sobrevivir como pudieran en los hostiles
montes del Poniente
continuará
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