La muerte de Benito.
María Eugenia Caseiro.
Las rameras cuidaron de él en el oscuro cuartucho
de la calle Sol, pero no hubo tiempo, en unos instantes la vida se le
fue del cuerpo y a ellas las manos se les quedaron vacías. Lo rasuraron,
lo bañaron con el agua de lavanda, esa lavanda barata y escandalosa
que alborotaba a la mulata Luisa, la que trabajaba en el café La
Estrella, donde Benito tenía asegurado cada mañana, sin
más costo que la facundia que brotada de sus labios carnosos, una
taza de café humeante y su cajita de cigarros Competidores. “Que
sean Competidores, Luisa, no te equivoques de caja." -Decía
Benito con la camisa medio abierta, abanicándose el pecho con el
sombrero mientras Luisa lo miraba alelada.
Ellas, las putas del barrio Jesús María, mezclaron el sabor
medio dulzón de la muerte con el deseo de la vida; le acariciaron
el cuerpo con ternura, lo frotaron todo con el agua de lavanda, con tal
suavidad, que hicieron palidecer de envidia las gardenias que había
traído Luisa. Vistieron a Benito con el traje blanco y reluciente
de los domingos que recién planchara Aurelia, la mulata blanconaza
de asentaderas grandes y jugosas como hojas de caisimón, que si
no le hubiera recordado tanto a su madre, Benito hubiese pasado por la
piedra de su sexo sin mayor complicación, pero le tenía
lástima, y por más que trató de verla con otros ojos,
no pudo con la estampa del parecido ligada a la de sus cuatro negritos
como ángeles de chapapote pululando por el solar con las barrigas
hinchadas por los parásitos.
Las mujeres seguían acariciándolo, llorándolo suavemente
con aquellas lágrimas que caían sobre el cuerpo de Benito
como un manantial salado y pegajoso por el rimel que llevaban adherido
al rostro como una etiqueta espantosa de la que ya no podrían librarse
jamás. Le pusieron aquellas medias nuevecitas que el negro Bartolo
tenía guardadas en un cajón para una ocasión especial
y con gusto ofreció para que el difunto emprendiera con buen pie
el viaje al otro mundo. También lo calzaron con sus zapatos de
dos tonos, a los que el propio Bartolo había sacado un brillo tan
destellante como si Benito fuera a lucirlos en su último baile.
Luego el clavel, un clavel rojo en la solapa del muerto las hizo quedar
a todas con las gargantas, y hasta con los ojos, hechos un nudo de la
admiración que le profesaban al chulo más guapo de Jesús
María y sus alrededores.
Lo lloraron con todas sus lágrimas, con todas sus gargantas y con
todos sus clamores, hasta quedar exánimes y gastadas todas las
caricias y palabras de que disponían en su extenso repertorio de
burdeles y callejuelas oscuras. Luego lo llevaron a enterrar... Caminaron
bajo la lluvia, una lluvia fría y naranja en la que se perdiera
el singular cortejo por las ruinosas callejuelas del cementerio, y los
negritos de Aurelia convertidos en diablitos, chapoteaban felices en los
charcos animados por el croar de los sapos y la belleza de las lagartijas
que sacaban sus pañuelos en espera de un nuevo arcoiris.
Las rameras de Jesús María rindieron tributo a Benito, lo
lloraron, llenaron el humilde féretro de besos de colores, ligueros,
lazos, peinetas, zarcillos, algunas estampillas de santos y hasta fotografías
a las que borraron viejas dedicatorias. Por última vez, besaron
el ataúd, lo vieron bajar a las profundidades de la fosa cuando
Bartolo y el resto de los hombres lo enterraron tapándolo con paletazos
de tierra negra y fértil, donde rojos y hermosos gusanos tendrían
la fiesta de la carne, el debut de un baile nuevo en que las prendas íntimas
ligadas a las estampillas y el resto de la bisutería obsequiada
a Benito, sería saqueada y revolcada para celebrar la entrada del
difunto al seno de la tierra.
Las mujeres regresaron tristes a casa, con triste paso en medio de una
lluvia triste en el triste día de la despedida. Abrieron las puertas
a un sentimiento nuevo, con el recuerdo de Benito convertido en santo,
un santo hermoso y admirado al que pondrían en el altar de sus
corazones lleno de velas e inciensos, de flores y escapularios, de tragos
de ron y tabacos humeantes, ofrendas como ecos de las mixturas de todos
sus credos. Un santo al que ya nunca volverían a escuchar hablar
de sus andanzas, de sus bravuconerías, de sus conquistas…,
un nuevo santo callado que les recordaría tal vez a San Francisco
de Asís, o quién sabe si mejor fuera compararlo con Changó
de las legiones.
Pero muy pronto, aquel chulo, el mejor plantado de Jesús María,
transformado en santo por el amor ciego y desenfrenado de las putas, se
identificaría como espíritu renovado y feliz. Las mujeres
no tardaron en darse cuenta de que el chulo sandunguero vendría
a habitarlas en sus sueños de lluvias, volvería a vivir
y a morirse nuevamente en los brazos de sus desazones, a quedarse dormido
en las noches de juerga y a desaparecer como siempre: con el alba.
Aquel terrible agujero apenas sin sangre, por donde había
entrado la bala, parecía el causante de que el alma se le saliera
constantemente del cuerpo.
zzz
La muerte de Benito. Cuento relacionado: El Círculo, de María
Eugenia Caseiro, publicado en Letralia y otros espacios. Hiperlink relacionado:
http://www.letralia.com/127/letras02.htm
La muerte de Benito. María Eugenia Caseiro©
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