Designios
Mi nombre es Pedro Damián Rojo y nací en
Alburquerque. Al amanecer seré decapitado por loco y asesino. Los
preceptos de mi cometido me fueron manifestados en "Puerto de Caballos" a
cuatro días del mes de agosto del presente de Nuestro Señor. Una noche de
luna llena, las inundaciones anegaron nuestro precario campamento militar
y en lo alto de un cerro y al amparo de unas pocas mantas vino a
desvelarme un susurro quedo al oído. Lo que oí es difícil de transcribir,
¿pues quién podría pronunciar las palabras de un Dios? El mensaje me fue
revelado y tras la consternación comencé a pensar en como llevar a cabo
Sus designios. Una vez cumplidos, el terror se apoderó del nuevo
campamento. Me encontraron durmiendo en mi camastro y al despertarme y
comprobar que mis ropajes estaban empapados en sangre me trajeron a esta
cabaña. Sin duda ha sido duro para mí, pues llevo en la expedición
desde su partida de La Habana dos años ha, como hermanos eran los hombres
que he tenido que sacrificar y como los Mares Océanos la pena que me
invade. Pero no me arrepiento de nada, sé que mi capitán considera que
me he vuelto loco, mas yo no le guardo ningún rencor. Sin duda mi destino
era estar aquí esta noche y haber hecho lo que hice. Él sabe la Verdad y
Él procede. Los atropellos que acontecieron y que nosotros en nuestro
poco temor de Dios fabricamos fueron, desde el mismo principio, una ofensa
para Su misericordia. Todavía sin saber como, en nuestro afán por saciar
nuestras materiales ambiciones, ira, lujuria y fuego substituyeron las
palabras del Señor y de Su Hijo. Las aldeas que asolamos, las poblaciones
que "aperreamos", no solo claman venganza, piden justicia. Cuando caigo
dormido a menudo me veo de nuevo en estos lugares, en poblados ya
visitados, en medio de una vorágine atroz de rostros que, perplejos, son
degollados sin cesar. Ojos fijos que no puedo evitar hasta que consigo
despertar entre sudores, después, una vez fuera del sueño la presencia de
Él me reconforta. Es increíble la cantidad de pistas de Nuestro Señor
que no supimos, o no quisimos ver, como tener a toda la Creación
advirtiéndote y no verlo, como percibir a Dios en todas las cosas y no
rectificar. Sin lugar a dudas estábamos ciegos de pura ira y
codicia. Sé que el castigo será el Anatema, el exterminio, bien si así
ha de ser, yo por mi parte no puedo hacer más de lo que ya he hecho,
haberlo empezado, y por ello mis privilegios son insondables, pues, como
me fue revelado, estos actos son mi salvación. Peor suerte correrán mis
compañeros, ellos no han sido elegidos y pagarán en el erebo sus dolorosas
acciones. Los primeros rayos de sol atraviesan el cañamar, la hora se
acerca. Pronto uno de mis compañeros será mi verdugo. Creerán que estoy
loco. Lo que hice, pese a lo brutal de su factura tuvo un fin y una
justificación. Que no sean capaces de vislumbrar algo tan elevado me es
totalmente ajeno. Los acontecimientos estaban ya decididos y todos
recibiremos nuestro castigo o premio a su debido tiempo, yo tengo claro de
que soy merecedor, y gozo con la simple idea de haber sido el ejecutor de
unos designios superiores. La violencia que ha engendrado nuestro camino
sólo podía generar una reacción. Esta reacción segará las malas
hierbas para ofrecer ejemplo y cumplir los designios del Creador, quizás
no será entendido y tras nosotros vengan más y más, pero ante la capacidad
de autodestrucción del hombre los acontecimientos marcarán Su juicio, pues
nefasto es el alumno que no escucha a su maestro y nefastas sus
consecuencias. La luz crece, el momento ha llegado, la puerta se abre.
Un compañero perfectamente uniformado entra en la choza, detrás, el
capellán de negro riguroso canta en latín las excelencias del "Padre".
Al salir me recibe el alba y con ella un pasillo de rudos hispanos en
formación. Ningún redoble, ningún sonido, tan solo el viento. A lo largo
de mi penoso avance me percato del terror que impregna sus miradas, si me
abalanzase, sin duda huirían como conejos. Sí, percibo esas "indias"
miradas de incomprensión ante el horror de lo desconocido. En mi persona y
mis actos han experimentado la medicina que les dimos a ellos. La
presencia de Él es constante, me recreo comprobando Su proximidad. Los
soldados se arremolinan, ansiosos y temerosos, sin duda imaginan que
cayendo mi cabeza la pesadilla habrá terminado, ¡pobres infelices!, no
saben que la rueda girará y todos Sus designios se irán cumpliendo con la
inercia de un molino de agua. La expedición está perdida, jamás volverán.
El verdugo levanta el filo y se prepara para descargar con todas sus
fuerzas. De rodillas y con la cabeza en el yunque palpo el silencio y la
tensión en los rostros, al momento la explosión de gozo me
sobrecoge.
Cristian Rubio Villaró. Barcelona Agosto
2003
cristianguay@hotmail.com
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