La emperatriz y la Luna


Laura estaba sentada en aquel sillón que para ella era su trono. Absorta, meditaba sobre lo ocurrido la noche anterior. Sus ojos inexpresivos estaban fijos en un punto. Era como si algo la hubiera poseído. Sonó repetidamente el teléfono, pero ella no contestó. Después volvió el silencio.
Durante media hora estuvo así, inmóvil. Apenas se la oía respirar. Tosió con fuerza, y al hacerlo fue como si volviera a la realidad. Mientras miraba a su alrededor sus manos empezaron a temblar. Quizá por el frío, o quizá por el miedo. Se levantó y, paso a paso, despacio, como temiendo despertar a viejos fantasmas, fue hacia la puerta. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto, con las persianas echadas y las cortinas echadas. Y lo mismo ocurría con la puerta. Se aseguró de cerrar bien todos los pestillos y, de nuevo, entró en la sala rectangular donde se encontraba desde hacía horas.
Estaba a oscuras y, sin saber cómo, un resplandor entró por alguna rendija de la puerta ventana. La estaba buscando, y por mucho que huyera la encontraría.
Laura lo sabía, pero estaba esperanzada en que aquellas cuatro paredes solaparan su miedo. Poco a poco, la luz era más cegadora. Entonces recordó con todo detalle lo que le había ocurrido la noche anterior.
Salió del trabajo la noche anterior algo más tarde de lo normal y perdió el autobús. Aún no había anochecido, así que se fue andando a casa. En cuestión de diez minutos se hizo noche cerrada. Y apareció, como nunca, la luna, rebosante y luminosa. Laura la miró, y le entró un escalofrío. Sentía ganas de correr, y cuando comenzó a hacerlo notó que el aire le faltaba. Tenía miedo de verdad. Buscó desesperada un sitio que le pudiera proteger, pero inexplicablemente no encontró nada. Oía pasos y ya no sabía si era el eco de los suyos o alguien real que la seguía. Empezaba a pensar que se estaba volviendo loca, cuando sintió su presencia.
Aquel olor a sangre gélida la alertó sobremanera. Aquella luna llena sobre su cabeza planeando como un buitre sobre su presa, la hizo temblar. El filo helado de la navaja encontró su cuello desnudo y le hizo pararse en seco. La luna se reflejaba en él y tuvo la impresión de que se reía de ella. El hombre que manejaba el arma de acero frío le susurró al oído: "entra en el callejón y no te pasará nada" Laura, paralizada por el pánico obedeció. Entraron en el callejón oscuro, únicamente iluminado por el resplandor de aquella esfera blanca.
La colocó de cara a la pared y, con desesperante lentitud su mano subía palpándole la piel. La navaja cada vez le apretaba más. Pensó que moriría allí mismo y sintió la sangre correr por su pecho, mientras ese hombre la manoseaba tranquilamente. El terror dejó paso a la rabia, y en un arranque de valentía, Laura consiguió zafarse, no sin mucho esfuerzo, de aquella navaja cubierta por su sangre. Vio los faros de un coche y, al notar que el hombre se había distraído, echó a correr. Por suerte pudo coger el autobús en la parada más cercana. No habló con nadie del incidente. En realidad, no ha hablado con nadie desde entonces.
Y al acercarse de nuevo el momento en que la luna, la misma luna se rió de ella la noche anterior, resplandecía de forma sobrenatural, el miedo volvió a aflorar an su mente. Supo que estaba atrapada y su vida se desvaneció en las sombras de aquellas cuatro paredes.

Teresa Gómez Montero.

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