La Muerte Negra (final)

 

Siete días después la factoría era una alfombra de cadáveres.
Los primeros síntomas se habían mostrado en axilas e ingles, grandes hinchazones negros en forma de bulbas, tras esto todo el cuerpo se llenaba de estas dolorosas pústulas hasta que los enfermos morían. Los cuerpos se amontonaban en los patios, mercados, hogares, comercios... El agua del puerto estaba recubierto de muertos. Las sucesivas cuarentenas a las que se había sometido a los infectados fueron inútiles y la peste se había extendido como un reguero de pólvora, jamás se había visto enfermedad tan rápida y mortífera. Pronto las escenas de locura se extendieron por todas las esquinas de la fortaleza, afectando a mercaderes y soldados por igual. Las ordenes de Zaccaría eran estrictas en cuanto a abandonar por mar la factoría pues el peligro de contagiar otros puertos era demasiado terrible. Día y noche soldados recubiertos de arriba abajo con ropas y velos para evitar el contagio hacían guardia, evitando la huida de los más desesperados.

Arreste y Zaccaría habían presenciado la imposibilidad de evacuar el complejo dada la rapidez con que se había propagado la enfermedad. Era una locura hacer zarpar barcos cargados de mercaderes y soldados sin la certeza de que estuviesen todos sanos, la presencia de un solo enfermo podía condenar a todos. Desde lo alto de una atalaya Zaccaría y su cada vez más reducida corte de asistentes habían intentado detener el flujo de muertes con medidas cada vez más drásticas. Pero todo fue en vano. Fuera de las murallas, una parte del ejercito tártaro parecía haber escapado a la enfermedad y mantenía sus posiciones alrededor de la factoría.

Los supervivientes subieron en una barcaza de cabotaje, y extendieron el velamen triangular con desesperanza. Seguir la linia de costa hasta la desembocadura del Dniester en la cercana Moldavia parecía el trayecto más lógico, rodear la península de Crimea hasta llegar a alguna zona amiga. Los veinte individuos que quedaban a salvo de la peste no era otra cosa que la corte de emergencia que había utilizado Zaccaría y que se había aislado desde el principio. El poco viento que soplaba impulso la barcaza a través de un extraño sueño de neblina. La pequeña embarcación se balanceaba entre gigantescas galeras fantasmales que quedaban poco a poco atrás. El rostro de los supervivientes mostraba el desgarro emocional que les producía el abandono de la fortaleza. Dos semanas antes 5000 personas habitaban Kaffa, hoy 20 huían por mar tras comprobar que eran los únicos supervivientes. Atrás quedaban mercancías de un valor incalculable, una fortaleza inexpugnable y una flota de galeras que era el orgullo de la República de Génova. Todo perdido.

Al día siguiente el cielo amaneció teñido de rojo por el este. La barcaza avanzaba a paso de tortuga al tiempo que una extraña desconfianza se adueñaba de la nave. Arreste, sentado en un reposapiés, presenciaba miradas furtivas por doquier, los supervivientes se examinaban de arriba abajo intentando descubrir en el compañero alguna muestra de la enfermedad, la tensión era grande y la tormenta podía desencadenarse a la mínima sospecha. Para colmo se decidió que tan pronto se descubriese un infectado se lanzaría por la borda para no poner en peligro a los demás. Arreste se mostró totalmente en contra y así se lo hizo saber a Zaccaría y al resto de la tripulación.
- ¡Esta decisión convertirá el trayecto en un maldito Apocalipsis si se declara la peste!- pero a decir verdad no se le ocurría una solución más humana de no condenar a todo el grupo.

Y ocurrió. La mañana del tercer día el primer hombre fue lanzado al agua entre gritos de clemencia. Unas marcas negras en el antebrazo le delataron. Poco a poco los casos se fueron multiplicando haciendo de la vida en el pequeño barco un verdadero infierno. Cualquiera podía ser el siguiente. Llegó el caso, cuando apenas quedaban una docena de supervivientes, en que los infectados, que ya prácticamente eran la mitad, decidieron enfrentarse a sus ejecutores. La pelea fue terrible. Arreste intento mantenerse al margen pero Zaccaría fue herido mortalmente de un dagazo en el cuello. Cuando todo termino el panorama se mostró tan desolador que a Arreste automáticamente le recordó las imágenes de la factoría. Los cuerpos yacían unos encima de otros llenos de sangre y el podestá miraba al cielo sin parpadear. De repente Arreste miró a su alrededor y vio que era la única alma viva del barco. Lanzó los cuerpos al mar y se sentó en una esquina a comer algo.

El rum rum del mar, el silencio y el balanceo de la embarcación le parecieron propicios para echarse un rato a descansar. Perdida ya toda esperanza importaba poco estar despierto o dormido. Era una locura pensar que él no iba a estar infectado por la enfermedad, una locura y una necedad. Era mejor asumir y desear no ser encontrado por nadie, no ser rescatado por ningún barco de pescadores a los que contagiar, pues cuando se diesen cuenta ya habrían contagiado a sus familias, y las familias a las aldeas, y las aldeas a las ciudades, y las ciudades a otras ciudades hasta que no quedase títere con cabeza. Horas mas tarde notó como la enfermedad entraba en él, un dolor ronco que atravesaba el intestino hasta llegar a la garganta, y pensó que nunca más volvería a ver los valles del Polcevera y del Bisagno, sus pies jamás volverían a mojarse en el Orba ni regresaría a su casa natal en Pontedecimo. Un profundo sueño lo ayudó a visitar todos estos lugares, también a hablar con su ceñuda madre que le regañaba por no estar nunca en casa y a recordar amores perdidos, recuperados y perdidos de nuevo. Todo antes de que un ajetreo inusual, un golpe seco en el lateral de la barcaza, unos gritos ásperos y curtidos lo despertaran casi sin habla. La enfermedad había avanzado por la noche y le impedía avisar a los marineros del Negroponto (pues eso ponía en el lado de estribor por el que lo estaban subiendo) y decirles que estaba enfermo, que los iba a contagiar, que era el único superviviente del infierno y que en su interior portaba parte de él.


 

Cristian Rubio Villaró
Nov. 2003

"Digo, pues, muy amadas señoras, que habían llegado ya los años de la fructífera encarnación del glorioso Hijo de Dios al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando (...), llegó aquella cruel y mortífera epidemia, la cual por efecto de los cuerpos celestes, o por grandes pecados, fue enviada por justo designio de Nuestro Señor sobre los mortales; y habiendo comenzado algunos años antes, en las partes de Oriente y tras haber privado a sus provincias de innumerable cantidad de vivientes, prosiguió su crudo y horrible progreso, viniendo de un lugar a otro, y se extendió por el lado de Occidente..."
G.Boccaccio, "Decameron" 1349
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