LA HISTORIA DE SURFIN TEQUILA
Me llamo Surfin Tequila... Bueno, para ser honesto, debo decir que yo no tengo de verdad un nombre real, porque soy una camiseta de algodón blanco. Pero así me han llamado siempre porque en mi espalda hay un dibujo xerografiado de una jovencita maciza haciendo surf en una playa paradisíaca con un vaso sugerente en su mano derecha, y, debajo, en letras curvas e insinuantes, la leyenda Surfin Tequila. De ahí mi nombre, evidentemente...
Mis recuerdos más antiguos datan ya de hace tres años cuando un jovencito de aspecto rapero y makineto, con el pelo como un fraile benedictino del siglo pasado, y con un hermoso y aparente aro de plata en lóbulo izquierdo de su oreja, me compró en una tienda de Sueca, allá por la zona valenciana de España. Mi vida con él no fue del todo mala, aunque, eso sí, recibí las mojadas más intensas que jamás pude imaginar. Porque el makineto-bakala se agitaba como un loco todos los sábados noche del año en cualquiera de los múltiples garitos de música sinéptica que pueblan la costa levantina. ¡Y no veas cómo sudaba el gachó del pendiente!: se pegaba a mi cuerpo un tufo agridulce, o agrisalado, que impregnaba todo mi ser con una mezcla extraña e indefinida de sudor, aromas de naranjos y efluvios de alcoholes y de ácidos. Y de lavar, lavar, más bien poco el makineto. A lo sumo alguna que otra remojada en las playas cálidas de la costa cuando el alcohol y la resaca, a eso de las 5 ó 6 de la madrugada, hacían que mi percha obligatoria saliera a despejarse las ideas.
Una extraña noche de Agosto, hace ya unos dos años, me vi, sin embargo, adornando el torso aguerrido y juvenil de un pijito madrileño que no sé si por equivocación, o por experimentar sensaciones novedosas durante las vacaciones de verano, se había asomado por la discoteca La Barraca a hacer un poco el ganso bakalaero. Sin saber muy bien por qué, aunque creo que más que otra cosa se trató de una confusión en el guirigay de sonidos sincopados y de copas, me vi de pronto enfundado en el torso de aquel pijo. La verdad es que ya le había tomado cierto cariño al makineto, pero el cambio, debo reconocerlo, fue altamente positivo para mi confortabilidad cotidiana. Aunque, no sé, no sé: el pijito, o más bien su señora y reverenda madre, me llevaba como un pincel, y un día sí y otro también me pasaba por la lavadora y me perfumaba agradablemente con jabón oloroso de Marsella. Otra cosa, sin duda, eran las vomitonas y las carreras patrióticas del pijito. Mi nueva percha había decidido que era necesario salvar a España de la pervertida y perversa democracia y estaba enrolado en un grupúsculo de lo más clandestino y guerrillero llamado Fuerza Nueva Española que, de tanto en tanto y luego de opíparas cenas en restaurantes de lujo, organizaban razias patrióticas para correr, asustar e incluso apalear a los pobres emigrantes clandestinos, a las prostitutas o a los homosexuales, dependiendo de las exaltadas consignas que emanaban de un local en la lujosísima calle Serrano. En muchas de esas escaramuzas mi pobre cuerpo quedaba hecho unos zorros. Menos mal que la señora madre del señorito pijo se afanaba luego en ponerme de punta en blanco como un dandi.
Un día me desperté perplejo comprobando que, lejos de estar en el cesto de la ropa limpia pendiente de la plancha, había sido abandonado, junto con otras prendas usadas o pasadas de moda, en una bolsa de plástico en el cuarto de la plancha del pijito. De ahí, al poco, fui trasladado, sin ningún miramiento, a un cuarto más bien destartalado de una Iglesia de la calle Serrano, donde me encontré, -ofendidísimo, debo aclarar-, con un montón de ropa usada y bastante impresentable. Hombre, mi currículum personal tampoco era para tirar cohetes: un makineto bakalaero y un pijito contracultural y antidemocrático, pero tanto como para dejarme abandonado en aquellas oscuras dependencias que olían a rancio, a incienso y a humedad, tampoco era la cosa. Pero lo más indignante fue cuando el Coadjutor de la Parroquia y aquel representante (u lo que fuera) de la ONG Salvad al Mundo empezaron a disputar a voz en grito y tomándolas con mi cuerpo como si se tratase más bien de una bola de goma elástica: que si para Cáritas, que si para Tanzania... Al fin el joven representante de Salvad al Mundo impuso su filosofía (o más bien su mala leche) y me empaquetó sin miramiento alguno para Mauritania, cosa que, puesto ya en lo peor, me pareció al menos un viaje algo más corto que el de Tanzania.
Pero no terminaba yo de levantar cabeza. Al poco de recalar en Nouakchott, bien embalado y empaquetado junto con un montón de ropa de segunda o de tercera mano que en nada favorecía mi autoestima, pasé a engrosar el contingente almacenado en un destartalado local próximo a las dependencias del Primer Ministro Cheik el Afic. En el fondo esperaba yo, resignado ya al menos en colaborar involuntariamente en una acción solidaria, que pronto adornaría uno de los torsos de ébano de los pocos elegidos por la fortuna mauritana, pero, quiá, al poco el orondo Ahmed Ould Daddah, a la postre Jefe de la Oposición Revolucionaria al Presidente Sid Ahmed Taya, se apoderó de todas las prendas almacenadas y fuimos trasladadas, cruelmente y sin cariño alguno por un grupo de sus secuaces, hasta la ciudad de Kaédi, al sur del país, y vendidas, con píngües beneficios, por cierto, a la trouppe de Ba Alus Ibra, otro de los políticos opositores y emergentes del contubernio, que nos dejó impunemente en el mercadillo ritual de los jueves en las afueras de la ciudad.
No duré mucho en el puesto caluroso y moscoso de Kaédi, y ese mismo día fui a parar al torso tostado y berebere de un pastor de la zona, de edad indefinida y con olor a dátiles y a cabras. ¡Quién me ha visto y quién me ve!: ahora mi elegante figura y diseño caribeño se pasea por las sabanas tristes y polvorientas del sur de Mauritania entre cabras y corderos con un olor inenarrable y un color de tierra apelmazada y de miserias que apenas reconozco.
Pero ya ni me quejo. Sé que cualquier día acabaré hecho jirones, decolorado y sucio, como un trapo miserable para cualquier miserable oficio indigno y cochambroso.
¡Si al menos hubiera conocido a mi madre o padre putativos..!
12-5-2001 Web del autor : El escribidor
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