(Carlos Martínez Rivas, Azarías H.
Pallais y "los otros".
Reproducido en OJO DE PAPEL No. 11)
Aún sin adjetivos, pacto es una mala palabra en Nicaragua; en el inconsciente colectivo
nacional evoca desde traición a la Patria y sometimiento gratuito al poder
extranjero hasta la renuncia de los derechos ciudadanos y de la lucha por la
liberación nacional, pasando, obviamente, por la venalidad política en su
expresión más repudiable: la compraventa de conciencias; todo esto
elegantemente envuelto con la cobertura del pragmatismo o de la táctica, según
la preferencia de los pactistas, y también de la época.
No siempre, sin embargo, en Nicaragua la palabra pacto
tuvo esta evocación psicológicamente cargada: desde la Independencia hasta
todo el régimen de José Santos Zelaya (1893-1909), en efecto, significó lo
mismo que en todas las latitudes universales: un
acuerdo político en aras de la gobernabilidad del país, con independencia
de las casi siempre inconfesables --aunque normales-- intenciones de las partes,
motivadas a su vez por su propia autoimagen político-militar.
Claro --como en el resto del mundo--, a lo largo del
siglo diecinueve, en Nicaragua la gobernabilidad (sería más apropiado
calificarla de "precaria estabilidad política") normalmente fue
producto de la dominación de una parte por la otra, mediante la guerra civil;
la búsqueda del consenso fue una quimera, pero hubo casos importantes, aunque
sin proyección histórica --excepto el llamado período de los Treinta
Años, cuyas causas, como acuerdo político exitoso, aún están pendientes
de desentrañar.
Hasta principios de este siglo --que es cuando,
realmente termina el siglo diecinueve en Nicaragua--, hubieron, por lo menos,
tres Pactos políticos entre las
fuerzas político-militares actuantes: los de Zelaya con los conservadores
granadinos, siempre con importantes disidencias de conservadores ilustres, líderes
de opinión dentro de su partido, es decir, jamás logrados como tales; el que
da inicio al período de los Treinta Años,
el Pacto Jerez/Martínez, cuyo
objetivo inmediato, pero histórico, fue lograr la unidad nacional para
preservar la paz --amenazada por el insistente regreso de las fuerzas
filibusteras de William Walker--, y reconstruir la República; y el Pacto
Núñez/Méndez, el primero que se da en la Nicaragua independiente y el
cual, por cierto, no lo registra la historia.
La cultura
pactista nicaragüense
* un objetivo coyuntural,
para cada una de las partes, con la modalidad de que el objetivo del adversario
siempre es de carácter concesional, es decir, de hecho es una concesión del
gobierno; y
un objetivo histórico, supuestamente perseguido
por ambas partes, y que -con independencia de la honestidad histórica de cada
una- siempre aparece como la causa de
la inestabilidad política nacional.
Expresamente o no, en efecto, todos los Pactos
subsiguientes al Núñez-Méndez han
perseguido como objetivos coyunturales integrar al adversario a las funciones de
la administración pública, permitiéndole, al mismo tiempo, su preparación
para acceder al gobierno, en igualdad de condiciones, en el siguiente período
constitucional; mientras que el objetivo histórico siempre ha sido lograr la
estabilidad política mediante el tratamiento consensuado del problema
estructural que divide a ambas fuerzas políticas.
A pesar de no haberse firmado (razón por la cual,
quizás, no lo registra la historia), el Pacto
Núñez/Méndez es conspícuo en términos de los objetivos: 1) Nombrar
Ministro de Defensa a Bernardo Méndez (El
Pavo), jefe de la oposición que había dirigido la conspiración contra el
Gobierno y que terminó con el asesinato de José Zepeda, entonces Jefe de
Estado, en enero de 1837; 2) Convocar a elecciones para Jefe de Estado --que El
Pavo pretendía-- para diciembre del mismo año, es decir, a menos de un año
del Pacto; y 3) Convocar a una nueva
Asamblea Constituyente con el objetivo fundamental de reformar la Constitución
y declarar la separación plena de Nicaragua de la República Federal de
Centroamérica, problema estructural que, en ese momento, mantenía dividido al
país.
Obviamente, como patrón de un acuerdo político, el Pacto
Núñez/Méndez, en términos generales, se ciñe a los parámetros
universales; en consecuencia --y a pesar de su origen repudiable: el asesinato
del Jefe de Estado-- no puede afirmarse que este Pacto
haya sido el origen de la acepción política negativa de esta palabra en
Nicaragua.
Como sustantivo, pacto
pierde su acepción de acuerdo, para
convertirse en un acto político execrable, con la intervención extranjera,
concretamente con la abierta intervención de Los Estados Unidos en contra del
gobierno de José Santos Zelaya, de la Revolución Liberal; a partir de entonces,
en efecto (en adición a los objetivos, más o menos universales, de los
acuerdos políticos), en Nicaragua el Pacto
adquiere sus tres características negativas fundamentales:
* Un acuerdo forzado por
Washington, en su propio beneficio;
* Un acuerdo que persigue la
perpetuación en el poder de la fuerza política nicaragüense obsecuente a
la política norteamericana; y, finalmente,
Un acuerdo manu militari es decir, cuyo cumplimiento está garantizado por
una fuerza militar norteamericana --como lo fue en su origen--, o apoyada por
Los Estados Unidos.
En Nicaragua la palabra pacto se convierte en traición a la Patria, en sometimiento
gratuito al poder extranjero, en renuncia de los derechos políticos y de la
lucha por la liberación nacional, y en venalidad política, esto es: en regresión
histórica, en 1909, con la caída del régimen de José Santos Zelaya,
abiertamente provocada por el gobierno norteamericano; entonces los líderes de
llamada revolución conservadora (Juan
José Estrada, en representación del Partido Liberal, y Adolfo Díaz y Emiliano
Chamorro, en representación del Partido Conservador) firmaron los Pactos
más abominables en la historia de Nicaragua, tanto que grabaron para siempre en
el inconsciente colectivo nacional el repudio popular a este tipo de negociación
política.
Los Pactos de la
Traición
Nada más execrable, en efecto, que los Pactos
Dawson, así denominados en referencia a su autor, Thomas C. Dawson,
Encargado de Negocios de Los Estados Unidos en América Central y enviado
especial a Nicaragua para garantizar la institucionalización de la restauración
conservadora, impuesta por Washington después de la caída de Zelaya; la
referencia es en plural porque estos Pactos
constan de cuatro convenios diferentes, todos denigrantes para Nicaragua, imponiéndole
una camisa de fuerza, económica y política, para zanjar las diferencias que lo
dividían --abiertamente fabricadas por Los Estados Unidos.
En el ámbito económico Washington le exigió a
Nicaragua: 1) adoptar "una Constitución
encaminada a la abolición de los monopolios, garantizando los derechos legítimos
de los extranjeros"; 2) cumplir con el compromiso asumido por la
dirigencia contrarrevolucionaria en el sentido de que "todos
los reclamos no liquidados, provenientes de la anulación de contratos y
concesiones relacionados con el régimen anterior de Nicaragua, serán sometidos
al examen imparcial de una Comisión Mixta nombrada por el gobierno de esta República,
de acuerdo con el de Los Estados Unidos"; 3) que "para
restablecer la hacienda pública y pagar los reclamos legítimos, tanto
extranjeros como nacionales, se solicitarán los buenos oficios del Gobierno
Americano, con el objeto de negociar un empréstito, el cual será garantizado
con un tanto por ciento de las entradas de Aduana de la República".
Y en el ámbito político: 1) convocar "a
elecciones para elegir una Asamblea Constituyente, en noviembre próximo (...)
que eligirá un Presidente y Vicepresidente para un período de dos años";
2) apoyar "en la dicha Asamblea
Constituyente a la candidatura del General Juan J. Estrada para Presidente
pro-tempore y a la de don Adolfo Díaz para Vicepresidente"; 3) "tomar en cuenta que el (presidente) escogido (del Partido Liberal) debe
representar a la Revolución y al Partido Conservador (...) que
no habrá reconcentración de las fuerzas armadas en ningún punto de la República
(...) que el General Estrada (liberal) no puede ser candidato para el próximo período (y) que
el Gobierno que se establezca en Nicaragua no debe permitir bajo ningún
pretexto al elemento zelayista en su administración".
Los Pactos
Dawson fueron firmados bajo la amenaza del uso de la fuerza y posteriormente
garantizados por las fuerzas interventoras, el United State Marine Corp (USMC),
más conocido en los países de América Central y El Caribe como la Infantería
de Marina de los Estados Unidos.
Después vendrían los Pactos del Espino Negro, con el mismo patrón, con la diferencia de
que no fueron firmados para evitar el exceso de brutalidad imperialista que
proyectaron los Pactos Dawson. Los Pactos
del Espino Negro escamotearon el triunfo de la guerra constitucionalista,
causa de la inestabilidad política, también provocada por la política de
Washington hacia Nicaragua; estos pactos tuvieron además el efecto de liquidar
al Partido Liberal, conservadurizándolo para siempre.
En esa ocasión, mayo de 1927, José María Moncada,
Jefe de la Guerra Constitucionalista --que traicionó--, y Henry L. Stimson,
enviado especial a Nicaragua del Presidente Calvin Coolidge, llegaron a los
siguientes acuerdos: 1) Garantizar el término del período presidencial
inconstitucional de Adolfo Díaz, mediante la renuncia explícita del Partido
Liberal de acceder al poder por la vía de las armas; 2) Iniciar el desarme
inmediato de las fuerzas liberales, virtualmente triunfantes en la guerra civil,
y del ejército Conservador, que actuaba como Ejército Nacional; 3) Asumir la
creación de la Guardia Nacional, como Ejército permanente de Nicaragua --profesional
y apartidista-- que sería organizado y dirigido por el ejército norteamericano
hasta alcanzar el suficiente grado de madurez; 4) Garantizar la continuación de
la ocupación militar de Nicaragua por las fuerzas interventoras norteamericanas;
5) Convocar, para octubre de 1928, a elecciones presidenciales supervisadas por
Washington, calificadas por jueces norteamericanos, y con comicios vigilados por
las marinos norteamericanos, como garantía de su honestidad y transparencia,
condiciones supuestamente exigidas por Moncada; y 6) Apoyar, en esos comicios,
la candidatura presidencial de José María Moncada.
No fue nada difícil llegar a estos acuerdos: bastó
que Henry L. Stimson le dijera a Moncada que tenía instrucciones del Presidente
de Los Estados Unidos de lograr la paz en Nicaragua "por bien o por la fuerza" para que José María Moncada
rindiera su ejército "porque --según
su respuesta a Stimson-- sería inhumano
aceptar una guerra con una nación de
ciento veinte millones de habitantes, teniendo apenas Nicaragua ochocientos mil.
No quisiera ver marinos ni nicaragüenses muertos en desigual combate. No sería
humano", terminó diciéndole Moncada a su plenipotenciario
interlocutor.
Igual que los gobiernos de Adolfo Díaz y de José
María Moncada --incluidos los presidentes que les sucedieron a cada uno, en sus
respectivos períodos--, la dictadura somocista fue producto de un pacto, también
no escrito y todavía pendiente de esclarecerse; este nuevo acuerdo con
Washington, que bien podría llamarse los Pactos
Stimson/Somoza porque también fueron dirigidos por el propio Henry L.
Stimson, entonces Secretario de Estado de Los Estados Unidos, perseguían la
liquidación del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional y de su Jefe
Augusto C. Sandino, que era el tema que entonces dividía a los nicaragüenses,
también como consecuencia de la política norteamericana hacia Nicaragua.
Consecuentemente, los Pactos Stimson/Somoza empiezan a gestarse en 1932 con la creación
de la Guardia Nacional y la casi inmediata decisión del Departamento de Estado
de retirar a los marines de Nicaragua,
en enero de 1933; toman cuerpo con el asesinato del General Sandino, en febrero
de 1934; y finalmente se consolidan en 1935 con los Pactos
Sacasa/Somoza --firmados con la participación de Emiliano Chamorro,
sempiterno Jefe del Partido Conservador--, que permitirían: 1) la prolongación,
por dos años, del período constitucional de Sacasa; 2) la Convocatoria de una
nueva Asamblea Constituyente, con la participación del Partido Conservador,
hasta entonces excluido; y 3) la preparación de las condiciones políticas para
que Anastasio Somoza accediera al poder al término del período ampliado de
Sacasa.
En otras palabras, con los Pactos Stimson/Somoza Washington impone la nueva modalidad de dejar
en manos de las principales fuerzas políticas nacionales las negociaciones y
posterior firma de pactos políticos dirigidos, controlados y administrados, es
decir, garantizados, directamente por el Departamento de Estado y el Embajador
norteamericano acreditado en Nicaragua.
Con la denuncia que hiciera el Presidente Juan
Bautista Sacasa de los Pactos Sacasa/Somoza,
en diciembre de 1935, y la persistente negativa de Sacasa de reconsiderar su
posición, Stimson/Somoza reformularon
el Pacto original con el objetivo de consolidar la liquidación física del
sandinismo y garantizar la estabilidad política nicaragüense, puesta en riesgo,
en la opinión de Washington, por el retiro de los marines
el 1 de enero de 1934; y esta reformulación --que les toma todo el primer
semestre de 1936-- sólo tenía una salida: el Golpe de Estado, pues ya no había
tiempo para una candidatura de Somoza a las elecciones programadas para el 8 de
diciembre de ese año, aparte de que Somoza estaba inhibido constitucionalmente
por estar en ejercicio de la Jefatura de la Guardia Nacional.
Obviamente, el Golpe de Estado de Somoza contra
Sacasa --el 6 de Junio de 1936--, contó con el aval de Emiliano Chamorro, es
decir, del Partido Conservador, que fue aliado fiel durante los primeros diez años
de la dictadura somocista, hasta 1947, y luego aliado circunstancial hasta 1979.
El Somocismo y la Dinastía, en efecto, firmaron con
los conservadores tres pactos, todos con el objetivo de oxigenar a la dictadura
y prolongar su existencia, a cambio de su participación en la función pública:
el primero, los llamados Pactos
Somoza/Cuadra-Pasos, del 26 de febrero de 1948; el segundo, los llamados Pactos
de los Generales, del 3 de abril de 1950; y el tercero el llamado Kupia-kumi,
o los Pactos Somoza/Agüero, del 28 de
marzo de 1971, que tuvieron su antecedente inmediato en la Declaración Somoza/Agüero, del 27 de noviembre de 1970.
La inesperada derrota electoral del Frente
Sandinista, en febrero de 1990, movilizó a las fuerzas políticas nacionales y
a la Comunidad Internacional --como siempre lidereada por Los Estados Unidos--,
para encontrar una salida institucional a la crisis política potencial
planteada por esta inesperada derrota; una salida que garantizara la nueva
restauración conservadora después de diez años de revolución popular, de
orientación socialista.
Entonces, la pregunta obligada, planteada por propios
y extraños, era: cómo garantizar la estabilidad política en una coyuntura
nacional de restauración conservadora, que, además, se daba en un momento histórico
de derrota del socialismo real; es decir, con un sandinismo poderoso,
sobrearmado pero sin poder político ni retaguardia internacional y frente a una
fuerza triunfante temerosa y desconcertada.
Dicho en otros términos, el problema planteado era:
cómo evitar la confrontación, aparentemente inevitable, entre vencidos y
vencedores, estos últimos envalentonados por su propia lectura del apoyo
incondicional que hasta entonces habían gozado de Washington; no solamente del
Departamento de Estado --y también del Congreso--, esto es, en términos políticos,
sino, además, de todas las estructuras norteamericanas de seguridad: la
Secretaría de Defensa, el Consejo de Seguridad Nacional, la Agencia Central de
Inteligencia, y hasta el Buró Federal de Investigaciones.
El resultado fue la firma del Protocolo de Transición, cuyas negociaciones se iniciaron el propio
25 de febrero, a las once de la noche, cuando ya se conocía la tendencia
irreversible de los resultados electorales dándole el triunfo a Violeta Barrios
de Chamorro; por primera vez, en Nicaragua, un acuerdo político nacional dejó
de llamarse pacto, una decisión que,
con independencia del grado de conciencia con que se tomó, interpretaba
fielmente el rechazo del inconsciente colectivo nacional a este tipo de
negociación.
Con independencia de su inevitable impacto sobre el
Frente Sandinista (por lo demás, ampliamente analizado, a favor y en contra, a
estas alturas), el Protocolo de Transición
ha logrado cierto margen de estabilidad política en el país sobre la base de
los siguientes acuerdos:
I)
De parte del nuevo gobierno: 1) Aceptación del carácter
nacional de los organismos coercitivos del Estado nacidos en el marco de la
revolución sandinista; y 2) Aceptación de las instituciones del estado
revolucionario en beneficio de las grandes mayorías populares, por ejemplo la
propiedad, urbana y rural, y las organizaciones populares.
II)
De parte del Frente
Sandinista: 1) Renuncia al carácter
partidario de los organismos coercitivos del estado, creados por la revolución,
y su consecuente subordinación al poder civil; 2) Aceptación y apoyo al carácter
de Reconciliación Nacional proclamado por el nuevo gobierno; y 3) Compromiso
del FSLN con el proceso democrático y el estado de derecho.
III)
De parte de ambos: 1) Conjugación de
esfuerzos Gobierno/FSLN para la gestión de recursos económicos ante la
Comunidad Internacional.
Sea por la causa que fuere, hasta el 2 de septiembre
de 1993, el Protocolo de Transición
también propició cierto grado de co-gobierno con un importante sector del
Frente Sandinista, sin el rechazo explícito de su dirigencia orgánica; un
co-gobierno explícitamente negado, pero visible y activo, que auspició la idea
de un Proyecto Nacional compartido con el propósito de perpetuar el llamado
Gobierno de Transición y consolidar las bases de la conciliación nacional.
Finalmente la idea de perpetuar la transición fue
capitalizada por los llamados Partidos de Centro, con cuyos representantes a la
Asamblea Nacional el Gobierno firmó --el 14 de junio de 1995-- el pacto
popularmente conocido como Ley Marco,
que funcionó como pivote jurídico del acuerdo; último pacto en el sentido
histórico, esto es: propiciado por la Comunidad Internacional --con la venia de
Washington--para perpetuar al gobierno en ejercicio, con el apoyo del ejército,
y con la participación de la oposición pactista en la función pública.
En efecto, a cambio de la Ley Marco absolutamente inconstitucional --por la cual la Asamblea
Nacional renunció a la vigencia inmediata de las Reformas a la Constitución de
la 1987, concediéndole, además, al Ejecutivo poderes virtualmente
dictatoriales hasta el término de su mandato--, los llamados Partidos de Centro
entraron a formar parte del Gobierno, con importantísimos cargos públicos; una
concesión desproporcionada con relación a sus respectivas bases sociales y/o
caudales electorales.
Entre otros cargos públicos, los llamados partidos
de centro recibieron: el Movimiento de
Renovación Sandinista, la Presidencia y dos Magistrados del Consejo Supremo
Electoral, además de tres Magistrados de la Corte Suprema de Justicia; el Partido
Social Cristiano, la Presidencia de la Junta Directiva de la Asamblea
Nacional, la Contraloría General de la República y un Magistrado de la Corte
Suprema de Justicia; el Proyecto Nacional,
la Subcontraloría General de la República y un Magistrado de la Corte Suprema
de Justicia; y el resto de partidos de centro, los otros Magistrados, tanto de
la Corte Suprema de Justicia como del Consejo Supremo Electoral.
Precisamente, el hecho de que --con independencia del
grado de conciencia de las partes--, el Pacto
de la Ley Marco hubiese reivindicado las características históricas de los
pactos políticos en Nicaragua, revivió en el inconsciente colectivo nacional
el rechazo al pactismo; potenciado, además, este rechazo por las consecuencias
negativas derivadas de la pérdida del poder del llamado Gobierno de Transición:
los actores de la realidad política nacional post-electoral, en efecto, no se
sienten vinculados a los acuerdos Ejecutivo/Legislativo del 14 de junio de 1995,
que dieron origen a la Ley Marco.
Sin embargo, a nivel del establecimiento político de
derechas y de centro, la Ley Marco no
es juzgada como pacto sino como un acuerdo de gobernabilidad, como un acuerdo de
Estado, y actúan en consecuencia; así lo hicieron durante la llamada Piñata
Legislativa (el período comprendido entre la derrota electoral de los
candidatos de centro, autoproclamados continuadores del Gobierno de Transición,
y la toma de posesión del nuevo gobierno) con la aprobación de las leyes
derivadas de la Reforma Constitucional, por cierto declaradas nulas por la Corte
Suprema de Justicia, que ellos controlan (habría que profundizar en el análisis
sobre este punto); y así lo continúan haciendo frente a cualquier posibilidad
de un nuevo acuerdo político nacional.
Los acuerdos políticos
del Frente Sandinista
Con el triunfo de la revolución sandinista el pacto
político recuperó su acepción de acuerdo;
más aún, tanto desde el gobierno como de la oposición, el sandinismo siempre
se ha cuidado de manejar sus negociaciones políticas con los adversarios como
acuerdos y no como pactos, o como Protocolo, o como Diálogo Nacional.
Lo paradójico de esta nueva modalidad impuesta por
el Frente Sandinista es que, a pesar del altísimo grado de cumplimiento en
todos sus acuerdos, el sandinismo jamás ha logrado un nivel aceptable de
credibilidad de parte de sus adversarios; éstos siempre han acreditado a
presiones de terceras partes, siempre externas --concretamente de Los Estados
Unidos--, el grado de cumplimiento de los acuerdos sandinismo/oposición.
El Frente Sandinista, en efecto, honró cabalmente
sus compromisos con Esquipulas II y los acuerdos nacionales derivados de este
acuerdo centroamericano: basta mencionar los Acuerdo de Sapoá y el maratónico
Diálogo Nacional del 3 y 4 de agosto de 1989; y, el más importante de todos,
la aceptación de los resultados electorales del 25 de febrero de 1990.
Asimismo, nadie puede dudar del grado de cumplimiento sandinista con relación
al Protocolo de Transición.
Y desde la oposición el Frente Sandinista firmó con
el llamado Gobierno de Transición varios acuerdos, siendo los más importantes
--en términos de estabilidad político naacional-- los Acuerdos de la Concertación
Económica y Social, en dos fases; que también cumplió a cabalidad, con
independencia de sus consecuencias políticas, aún pendientes de una evaluación
objetiva. La misma honrosa actitud adoptó frente al actual gobierno con relación
a los nuevos acuerdos sobre la propiedad.
Los hechos, sin embargo, han demostrado todo lo
contrario: han sido las contraparte del Frente Sandinista quienes no han
cumplido sus compromisos, o lo han hecho en forma muy limitada o leguleyesca; y
lo más lamentable de este gigantesco "sin embargo" es que las
contraparte han dejado de honrar sus compromisos con la anuencia --implícita o
Tácita-- de Washington, ahora con la mediación de los Organismos Financieros
Internacionales y, más ampliamente, por la Comunidad Internacional.
Y es que, a lo largo de este Siglo que termina, la
estabilidad política nacional ha estado ligada a la política norteamericana
hacia Nicaragua; más aún, sin demagogia, puede afirmarse que ésta política
ha sido la causa fundamental de la histórica inestabilidad política nicaragüense.
Y si se profundiza en el análisis se llega a la
conclusión incuestionable de que el desconocimiento de Washington al derecho de
autodeterminación de los nicaragüenses siempre ha estado detrás de la
inestabilidad política de este país: primero rechazando la Revolución
Liberal, luego enfrascándose en una guerra abierta contra el Ejército Defensor
de la Soberanía Nacional, del General Sandino, posteriormente rechazando la
Revolución Sandinista, y finalmente luchando por deslegitimar al Frente
Sandinista.
Entonces, sin ánimos de dramatizar, es obligado señalar
que durante los últimos 71 años --desde el 4 de mayo de 1927--, la política
del gobierno de Los Estados Unidos hacia Nicaragua se ha cimentado en su rechazo
al sandinismo, algo que difícilmente cambiará en el corto plazo.
Lo que si ha cambiado es la forma en que Los Estados
Unidos aplica su política hacia los países del Sur, y desde luego, hacia
Nicaragua: con la caída del socialismo real y la consecuente globalización de
la economía neoliberal, Washington se da lujo de no aparecer como actor
principal en el escenario internacional; ahora, en efecto --y con los límites
discrecionales que cada situación le impone--, se da el lujo de subrogar su
poder imperialista en los Organismo Financieros Internacionales --que controla
casi en términos absolutos--, y en sus socios de los países superdesarrollados
que lo acompañan en la administración de estos Organismos.
Obviamente, tampoco ha cambiado el fundamento de la
política exterior de Los Estados Unidos: los beneficios económicos, ahora muchísimo
más dependientes del capital financiero, lo cual explica la desmesurada
importancia de los Organismos Financieros Internacionales. Actualmente,
entonces, para Washington la estabilidad política del Sur está ligada a la
aplicación ordenada y sin restricciones de las políticas económicos
neoliberales que, en su nombre y representación, dictan estos Organismos, cuyos
objetivos se centran, principalmente, en el pago de la deuda externa y la
ampliación de los magros mercados de estos países.
Nuevos acuerdos
políticos en ciernes
En este sentido, la situación de Nicaragua es mucho
más compleja que la del resto de los países del Sur: con una gigantesca deuda
externa, con una economía nacional destruida, con un sistema de propiedad
anarquizado, y --lo más preocupante para Washington-- con un sandinismo todavía
muy poderoso en términos políticos, a pesar de sus ingentes y continuados
esfuerzos por liquidarlo, a partir de la guerra de agresión de la década de
los ochentas.
Se comprenderá, pués, que la situación actual de
Nicaragua es un escenario no solamente ideal sino tentador para los Organismos
Financieros Internacionales: un buen laboratorio, en todo sentido, en primer
lugar con relación al consenso nacional acerca de la aplicación de sus propias
políticas.
Hasta ahora el consenso se había logrado entre el
gobierno y los llamados Partidos de Centro con representación en la Asamblea
Nacional, por todos los medios: desde la coincidencia hasta los llamados cañonazos,
pasando por la aplicación discrecional de la ley y la concesión de cargos públicos,
abiertamente o a través de asesorías, reales o fantasmas; un consenso que, a
todas luces, ha resultado ser igualmente fantasma, y que nunca ha logrado el
apoyo pleno de los Organismos Financieros Internacionales ni de la Comunidad
Internacional.
Se requiere, pues, un consenso real, que sólo puede
lograrse con el Frente Sandinista: ¿a qué precio?, es la pregunta obligada. Y
no es que el país no necesite un acuerdo nacional que le permita remontar su
propia crisis general --política, económica y social--, sino de advertir las
contradicciones implícitas en este acuerdo, a fin de evitar su fracaso.
A pesar de todo, el Frente Sandinista tiene la
obligación histórica de hacer todo los esfuerzos razonables a su alcance para
destrabar la situación del país y reencauzarlo por el sendero del desarrollo
en paz y con justicia social; es decir, sin abandonar sus objetivos históricos,
base fundamental de las contradicciones potencialmente implícitas en el
acuerdo.
Pero cuidado: coincidir con el gobierno y sus
mentores externos, los Organismos Financieros Internacionales, últimamente
puestos en entredicho, es decir, aparentemente en franca descomposición, sería
un mal síntoma.