Las mejores ideas, sin poder


BEATRIZ SARLO

Hacer sentido: la expresión quiere decir encontrar la clave de acontecimientos cuyo significado no es evidente. También quiere decir que se establecen conexiones, que se hace un sentido, precisamente como se hace algo nuevo a partir de materiales que se han encontrado o que se han impuesto. Hacer sentido es una práctica intelectual que, por supuesto, no ejercen sólo los intelectuales. Aunque los intelectuales hayan tenido como oficio hacer sentidos, ofrecer explicaciones y discutirlas, la fabricación del sentido es lo que podría llamarse una práctica cultural tan inherente a la sociedad como los lazos materiales.

Tradicionalmente, las ideologías hicieron los sentidos. Las religiones o los sistemas de pensamiento fuertes ofrecieron sentido y, mucho más que sentido, construyeron formas materiales de vivir en sociedad. La posmodernidad es, para muchos, una era en que esos sistemas fuertes han quebrado y no habría ni grandes mitos, ni esquemas globales que ordenaran los hechos. Por más seductora que parezca la definición, quizá no sea completamente adecuada. Quizá lo que sucede es que muchos no se sienten representados en los sentidos fuertes con que hoy se organizan algunas sociedades.

Por ejemplo, el mercado es un gran constructor de sentidos, aunque parezcan mezquinos y, muchas veces, tan crueles como injustos. Y, por lo tanto, más que un retiro del sentido, hay sentidos con los que se está sordamente en desacuerdo. Se piensa, con razón, que los sentidos que proporciona el mercado y sus ideólogos no son "buenos" sentidos, sino que desorganizan, cortan y hieren a la sociedad. Pero también están quienes piensan que es allí donde se construyen hoy los únicos sentidos que hacen sentido en relación con el oscuro movimiento de las cosas.

Los intelectuales del mercado (y la Argentina los ha visto crecer en la política y en los medios durante más de una década) hicieron los sentidos que una mayoría aceptó en los primeros años del menemismo. También es un sentido fuerte el que trasmiten las críticas a la política. Se piensa que la política es una actividad despreciable e inútil, se lo repite en los medios audiovisuales, se lo cultiva con el entusiasmo con que se apoya una idea verdadera.

Las ideas sobre el mercado o las denuncias de la política ofrecen sentidos tan fuertes como otras ideas que probablemente nos resulten más atractivas o más justas. Tanto la religión del mercado como un sistema de razonamiento fuertemente antipolítico son el núcleo durísimo del sentido común.

El escándalo aparece cuando se comprueba que esas ideas han tenido horribles consecuencias. ¿El voto que refrendó a Menem en su segundo período presidencial no estuvo sostenido por esas ideologías? ¿No representó el triunfo de una idea de lo que la sociedad debía ser por sobre otras ideas? ¿El individualismo feroz es solamente un elemental reflejo preideológico o algo salvaje que se impuso como el sentido común sobre economía y política?

No es aconsejable que las sociedades tengan una visión blandamente difusa de las consecuencias de sus elecciones y de sus entusiasmos. Sobre todo, no es bueno olvidar que, en los años noventa, hubo un fuerte sentido colectivo sobre lo que había que lograr y lo que había que sacrificar para lograrlo. Hoy comprobamos que esos sacrificios resultan intolerables, que no podemos encontrar un principio de identificación mínimo en la victoria de ideas bien precisas, bien sistemáticas y bien globales sobre lo que la sociedad debe ser y, en especial, sobre lo que puede exigir como inmolación de sus miembros más débiles. Se hizo sentido y también se perdieron sentidos.

Se perdió un sentido mínimo de justicia, que no articuló solamente las viejas ideologías fuertes sino que todavía es un principio de orden incluso en sociedades (como muchas de las europeas) donde esas ideologías han sido desalojadas por sucesivas crisis históricas.

No fue el marxismo el único sistema de ideas donde el principio de justicia pudo desplegarse. Esto es bien evidente si se piensa en las diversas historias de la idea socialista y también en ramas generosas del pensamiento liberal. La quiebra de una idea de justicia no negociable es una de las pérdidas decisivas del sentido común en la última década.

 

La batalla perdida

Pero este naufragio hizo sentido con el fracaso de las instituciones democráticas. Hoy podemos decirlo y también debemos temer las consecuencias. Lo que sucedió en la Argentina es un fracaso de la democracia para intervenir en los enfrentamientos entre el interés general y los intereses de los sectores económicos más concentrados.

La crisis de sentido de la democracia es, en verdad, una crisis de poder, una crisis tanto de ideas como del poder necesario para modificar relaciones de fuerza. Y me atrevería a decir que esta segunda dimensión de la crisis, que está referida al poder político, es más fuerte que la primera.

La democracia se ha demostrado inerme e inerte para enfrentar las ambiciones, que ignoran toda medida, del poder económico. Las instituciones soportaron la pobreza de ideas pero, de modo mucho más dramático, son el escenario donde se perdió una batalla por la justicia. Tanto como la corrupción (y me animaría a decir: más que la corrupción), la democracia ha sufrido una debilidad que desarmó cualquier articulación de ideas diferentes a las del fuerte sistema impulsado por el poder económico.

La dificultad de hacer sentido entonces no responde claramente a la ausencia de ideas, ni siquiera a que no se haya repetido muchas veces que es necesario cambiar de rumbo. No responde a una explicación sólo cultural.

Los sentidos son escasos porque los bienes materiales también son escasos y están injustamente distribuidos, de acuerdo con un patrón que rompe cualquier imagen de unidad nacional. Lo que se ha debilitado es la sociedad, y en una sociedad débil, es casi imposible hacer sentido, porque las expectativas están atadas a la cotidianeidad más imperiosa, porque no existe la capacidad colectiva de pensar un proyecto que se sostenga en el tiempo.

Hacer sentido quiere decir disponer las experiencias según un orden que les restituya su lógica y permita pensar tanto su causalidad como la posibilidad de sostenerla o cambiarla.

Hoy en la Argentina, sólo una minoría relativamente privilegiada de ciudadanos tiene el tiempo y la disposición para realizar estas operaciones complejas. La miseria no deja pensar y la necesidad es contraria a toda construcción que tenga el futuro como horizonte. A esta situación hemos llegado no tanto por la falta de ideas, sino por la ausencia de poder detrás de las ideas y por la acumulación de poder impulsando otras ideas, sistemáticas y totalizantes.

Esta comprobación, por supuesto, no exime a los intelectuales. Diría, en primer lugar, que deberíamos explicar muy bien cómo llegamos a vivir en este paisaje desértico y desesperanzado. Esto exige formular preguntas adecuadas, bien construidas, que hagan sentido. Implica también considerar todos los rasgos de la situación. En los últimos veinte años, el pensamiento progresista atravesó mutaciones enormes. No es posible rechazar de plano la posibilidad de que esas mutaciones puedan ser juzgadas bajo la luz de la defección e, incluso, de la traición. Pero, sobre todo, no se puede pasar ligeramente por sobre la crisis descomunal que hirió al progresismo.

En los últimos veinte años cayeron todos los íconos cuyo núcleo todavía estaba ocupado por el marxismo; esta caída no afectó sólo al marxismo, sino a las estrategias y los fines de cualquier transformación. Hubiera sido milagroso salir intacto del derrumbe y sólo quienes decidieron blindarse frente a estos cambios pudieron seguir manteniéndose en los mismos lugares donde los sorprendió ese terremoto ideológico y cultural. Hacer sentido de estas transformaciones es tan importante como hacer sentido de los cambios radicales que atravesó la Argentina. Pasarlas por alto, como si fueran un detalle secundario de la historia, implicaría no plantearse las preguntas adecuadas y, por supuesto, no alcanzar las respuestas.