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Odios y rencores entre Cerda y Argüello
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Karlos Navarro
Manuel Antonio de la Cerda y Don Juan Argüello habían tenido
una amistad desde que tenían cinco años. Juntos habían aparecido como
miembros del Ayuntamiento cuando eran jóvenes, así mismo habían dirigido la
revolución libertadora de 1811 y ambos, ante el fracaso, fueron condenados a
muerte, pero después los pasaron como prisioneros de guerra a Cádiz y fueron
indultados en el año de 1817. Una vez consumada la independencia, por voto
popular fue nombrado para Jefe de Estado Manuel Antonio de la Cerna y para
Vice-Jefe Juan Argüello. No había pasado mucho tiempo de estos nombramientos
cuando ambos se hicieron enemigos. Argüello acusó a Cerda de abusos en el
ejercicio de su cargo. El poder legislativo luego de investigar mandó a
suspender a Cerda de su responsabilidad y se le trató de inculpar bajo
responsabilidad criminal. Bajo este panorama estalló la guerra civil de 1827,
con mayor crueldad y barbarie que la acontecida en 1824. Cuenta Gámez en su
historia de Nicaragua que «los jefes militares de Cerda parecían competir
con los de Argüello, dando espectáculos sangrientos de verdadero vandalismo,
que sembraban el terror por todas partes y llevaba la consternación al seno
de las familias. En esos duros años combatieron «pueblo contra pueblo,
familia contra familia, parientes y vecinos, unos contra otros, sin otro móvil
que el insensato deseo de destruirse». El mismo Gámez escribe que «uno de
los jefes de Cerda acostumbraba presentar a éste, ensartadas en su espada,
las orejas de los infelices prisioneros de guerra y de las personas que creía
enemigas; mientras los de Argüello mutilaban las narices de muchos de
aquellos a quienes se perdonaba la vida». Cerda fue juzgado y sentenciado en
1828 por un Consejo de guerra, compuesto de oficiales enemigos y fue fusilado
en Rivas. Un compañero de armas cuenta que «Cerda era incapaz de robar un
centavo; pero sonreía gustoso, cuando le presentaban las orejas de los
enemigos, ensartadas en una tizona». Por su parte Juan Argüello fue
desterrado sin recursos y sin protección por Dionisio Herrera a Guatemala y
sus últimas horas las pasó solo y triste en un hospital de los indígenas.
«No hubo una mano amiga que cerrara sus ojos, ni nadie que marcara su
sepultura a la posteridad».