Prof.
Flavio Gigli
Universidad
Nacional del Comahue
Ciertamente
es una tarea difícil el intento de encasillar a Michel Foucault
dentro de un ámbito determinado del saber, porque ¿qué
es en última instancia? ¿un historiador, un historiador de
las ideas, un filósofo -con pleno derecho a la palabra-, un intelectual
o un simple profesor -como gustaba definirse-? Fiel al estilo de la singularidad
y preocupado por darle a su trabajo un sesgo propio, la obra y el pensamiento
de Foucault rebasan de lleno estas totalizaciones. No obstante, es preciso
reconocer que algunos núcleos problemáticos aparecen en su
obra de manera más o menos constante, lo que permite ubicar estos
problemas dentro de ciertos campos con alguna precisión. En realidad
la riqueza del pensamiento de Foucault reside en el hecho de combinar algunos
temas ya clásicos de la filosofía -como el problema del poder,
la historia o la ética- con algunas otras cuestiones absolutamente
nuevas y originales -como el problema de la sexualidad, la locura y el
encierro. Es posible enhebrar todas estas cuestiones a partir de una posición
fundamental: en esencia la filosofía es, para Foucault, una ontología
del presente.
Sin
embargo el planteo del presente ha implicado para Foucault la necesidad
de considerar el modo de constitución de la sociedad y del régimen
de verdad también presentes. Siguiendo la línea trazada por
Nietzsche, Foucault afirma que la verdad no queda ajena a la cuestión
del poder; la verdad se produce de acuerdo a múltiples relaciones
y luchas por el poder, a disputas, a agonísticas constantes que
conllevan efectos en los individuos, en las instituciones, y por supuesto
en el amplio dominio del saber. Cada sociedad construye su régimen
de verdad, su “política general de la verdad”; lo que equivale a
decir que cada sociedad produce históricamente los rituales y mecanismos
que permiten aceptar lo verdadero y rechazar lo falso. La verdad, por lo
tanto, no se encuentra fuera del poder ni carece de efectos de poder.
De este modo el planteamiento de la verdad conduce a la política.
Como el mismo Foucault lo expresa “el problema político esencial
para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que
estarían ligados a la ciencia, o de hacer de tal suerte que su práctica
científica este acompañada de una ideología justa.
Es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad.
El problema no es cambiar la conciencia de las gentes o lo que tienen en
la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional
de la producción de la verdad”.
La
relación entre la actividad filosófica de Foucault y sus
consecuencias políticas ha sido retomada recientemente por Michel
Onfray en Política del rebelde. De acuerdo con este autor, los sucesos
de mayo del ’68 pusieron en cuestión al llamado ‘monoteísmo
del poder’: su unidad, centralidad y ubicación fundamental como
poder de Estado. De allí partió la necesidad de pensar el
poder en forma múltiple, plural y diseminada así como las
nuevas modalidades de resistencia y de insumisión por parte de una
nueva generación de pensadores. Foucault, Deleuze y otros intelectuales
de la época comenzaron a trazar ese camino privilegiando la dispersión
y la difícil identificación de los poderes que se encuentran
actuando allí donde haya fuerzas y resistencias recíprocas.
Sin embargo Onfray reduce los aportes de Foucault al simple análisis
del funcionamiento del poder, minimizando su participación política
y compromiso militante y haciendo de su pensamiento una fuente de la que
bebe una nueva versión del anarquismo. Onfray parte de manera más
o menos conciente de tres premisas erróneas, a saber:
1.-
El poder es esencialmente negativo. En cualquier lugar que se lo ejerza,
de cualquier modo que se lo ejerza este ejercicio será inexorablemente
malo, destructivo y perjudicial.
2.-
El poder pervierte a quien lo ejerce “Estas son pues las lecciones anarquistas
de hoy: la eterna perversión de quienes ejercen el poder, sean quienes
fueren, sean filósofos que se volvieron reyes o reyes con veleidades
filosóficas”.
3.-
El poder produce la división salomónica de la sociedad y
del género humano entre aquellos que lo detentan y aquellos que
lo sufren. “Por un lado, los que tienen el poder, lo ejercen, lo aman,
lo desean, lo reclaman y casi siempre disponen de él; por el otro
aquellos sobre los que se ejerce”.
Esta
visión tan estrecha del poder, que no permite pensar sus efectos
positivos ni su capacidad productora, no puede asociarse ni siquiera remotamente
con el pensamiento foucaultiano. Por el contrario, lejos de postular un
modo original de anarquismo o neo anarquismo Foucault luchó por
la creación de nuevas formas individuales y colectivas de poder
que pusieran en jaque sus modos habituales de realización y concentración.
Este trabajo sostiene la tesis que hoy más que nunca es necesario
repensar las formas de militancia y compromiso con los otros por él
inauguradas: su forma de concebir la práctica militante signada
por una indeclinable resistencia a los poderes, por la originalidad en
la gestación de nuevas microfísicas y por la defensa de los
derechos de las minorías y los Derechos Humanos marcan un rumbo
fundamental en el momento de plantearse una nueva filosofía política.
En
este sentido el pensamiento foucaultiano se encuentra sosteniendo un entrecruce
de caminos entre la filosofía y la realidad histórico - social.
Quizás haya que entender de este modo aquella frase que afirmaba
‘todos mis libros deben ser leídos como fragmentos de una biografía’:
si en las obras foucaultianas pueden encontrarse algunos signos, algunos
trazos que remiten a la propia vida de Foucault es entonces en la vida,
en la vida material de Foucault, donde deben rastrearse algunas rúbricas
propias de su obra. Y si su obra ha señalado nuevas rutas para el
pensamiento filosófico occidental, en lo relativo a la analítica
del funcionamiento del poder por ejemplo, entonces es su propia militancia
la que ha señalado nuevos caminos para la participación política.
Tal como lo señalaba a comienzos de los años ´70, un
intelectual no puede convertirse en un consejero de los demás, no
puede erigirse en una conciencia supra universal, no puede ser el detentador
de la verdad (al estilo de J. P. Sartre, dicho sea de paso). Lo que el
intelectual puede hacer es brindar instrumentos de análisis para
una mejor comprensión de la realidad presente, investigación
que requiere necesariamente de la matriz histórica al menos en algunas
de sus dimensiones. “Se trata en efecto de tener del presente una percepción
espesa, amplia, que permita percibir dónde están las líneas
de fragilidad, dónde se han aferrado los poderes (...), dónde
estos poderes se han implantado. Dicho de otro modo, hacer un croquis topográfico
y geológico de la batalla... Ahí está el papel del
intelectual. Y ciertamente no en decir: esto es lo que debéis
hacer”.
Luego
de su ingreso al Còllege de France, Foucault se volcó con
suma decisión a la participación política, en contraste
con sus años de juventud de relativa indiferencia y sólo
signados por el acercamiento al Partido Comunista Francés durante
un breve período. Con el correr del tiempo su distanciamiento con
el PCF se fue transformando en una honda repulsión por el dogmatismo
y la verticalidad, síntomas que percibió impresos no sólo
en el ámbito de la praxis sino incluso en el núcleo de la
teoría marxista. De los años de mayor fermento y ebullición
social, sobresalió sin duda su participación en el Grupo
de Información sobre las Prisiones. El GIP se constituyó
con el apoyo y el compromiso efectivo de ciertos intelectuales de prestigio,
tales como Jean Marie Domenach, Pierre Vidal Naquet y el propio Michel
Foucault. A todos los unía una profunda desconfianza, e incluso
desprecio, hacia un sistema que había abierto las puertas a la ocupación
nazi, que había avalado las violaciones a los derechos humanos en
Argelia y que sostenía en ese momento particular uno de los regímenes
carcelarios más retrógrados de Occidente. Es interesante
citar textualmente una parte del manifiesto fundacional que, en formato
de opúsculo, se presentó con el nombre de Intolerable. “Son
intolerables: los tribunales, la bofia, los hospitales, los manicomios,
la escuela, el servicio militar, la prensa, la tele, el Estado”. Pero como
correctamente afirma Didier Eribon el objeto de fondo lo fueron las prisiones.
La declaración fundacional del GIP denunció duramente un
‘nuevo estado de cosas’ con respecto al encarcelamiento: “ninguno de nosotros
puede estar seguro de no ir a la cárcel. Hoy menos que nunca, el
control policial de nuestras vidas diarias se hace más estrecho:
en las calles y en las carreteras, sobre los extranjeros y los jóvenes,
una vez más es un delito expresar una opinión; las medidas
antidrogas están llevando a un incremento de las detenciones
arbitrarias. Vivimos el signo de la garde à vue (detención
por averiguación de antecedentes). Nos dicen que los tribunales
están empantanados. Podemos verlos. Pero ¿y si fuera la policía
quienes los hubiera empantanado? Nos dicen que las prisiones están
sobrepobladas. Pero ¿y si fuera la población la que estuviera
siendo sobreencarcelada?”.
Ahora
bien ¿de qué manera se debe luchar contra los mecanismos
de represión, más allá de las movilizaciones, denuncias
y acciones reformistas? Michel Foucault pensaba en ese momento que las
acciones puntuales al estilo del GIP podían llegar bien lejos. Sus
objetivos no se limitaban a producir beneficios o mejoras en las prisiones;
por el contrario buscaban que se pusiese en debate la división social
entre inocentes y culpables a partir de denuncias de la situación
carcelaria elaboradas de acuerdo a informaciones provistas por los propios
presos, familiares, ex convictos y hasta integrantes arrepentidos del Servicio
Penitenciario. Estas informaciones no perseguían objetivos humanistas
ni reformistas; sino que pretendían ser un ataque directo al corazón
del sistema penal vigente que alcanzase las fibras más íntimas
de la sociedad. “(...) el humanismo consiste en querer cambiar el sistema
ideológico sin tocar la institución; el reformismo en cambiar
la institución sin tocar el sistema ideológico. La acción
revolucionaria se define por el contrario como una conmoción simultánea
de la conciencia y de la institución; lo que supone que ataca a
las relaciones de poder allí donde son el instrumento, la armazón,
la armadura”.
A
comienzos de la década del ’70 Foucault dio inicio a su militancia
no como práctica de caridad o de justicia sino con la idea de generar
tantos frentes de batalla donde el combate pareciese posible. Actualmente
sorprende el uso de algunas frases con las que calificaba la coyuntura
histórico - política de entonces tales como “movimiento revolucionario”
o “luchas radicales”, y de ciertos términos como “proletariado”,
“clase dominante”, “sistema ideológico” y otras por el estilo, aunque
en general se expresaba de esta manera en diálogos y entrevistas
para los medios de comunicación donde la rigurosidad terminológica
no siempre estaba a la orden del día. A menudo Foucault se vio en
la necesidad de explicar sus posiciones políticas en estas entrevistas
o incluso participó en diálogos y debates como los que llevó
a cabo con Gilles Deleuze y con los maoístas de Izquierda Proletaria.
En esas situaciones echaba mano de una prosa encendida, a veces dura y
agresiva, lo que revela no tanto la falta de precisión de un filósofo
profesional sino más bien el compromiso de un pensador con la urgencia
de los tiempos. Son estos años de preocupación por los grupos
inmigrantes de países subdesarrollados (como el caso del Comité
Djellalí), de la creación junto a un grupo de amigos y militantes
de la Agencia de Prensa Libération, del incidente internacional
producido por la condena a muerte de los militantes de la ETA por el gobierno
de General Franco y otros casos semejantes.
Pero
hacia fines de esa misma década y comienzos de la del ’80
Foucault “se estaba desplazando hacia una arena política dominada
por la disidencia y los derechos humanos”, como afirma uno de sus biógrafos
más importantes. Su militancia se vio orientada a crear y defender
espacios nuevos para las minorías, entre las que sobresale su preocupación
por los grupos homosexuales. Foucault estaba interesado por gestar una
suerte de ‘cultura gay’ a partir de nuevas formas de constitución
de sí mismo que incluyera, entre otras cosas, la experimentación
con el placer. Las líneas de trabajo de El uso de los placeres y
La inquietud de sí proponían, en esencia, ciertas formas
de combate contra el ejercicio de un poder pequeño, sutil y disciplinario,
que operaba no sólo a niveles colectivos sino más que nada
sobre la propia singularidad de los sujetos. La puesta en cuestión
del hedonismo, la conformación de una nueva erótica, la revitalización
de la amistad, la fundación de una política de la templanza
apuntaban a un proyecto de envergadura que pretendía marcar rumbos
para construcción de una reflexión sobre el individuo soberano.
Todo este propósito guiado por el estandarte estoico de hacer de
la propia vida una obra de arte, en donde ética, estética
y existencia quedaran fuertemente comprometidas. En consonancia con estos
temas Foucault desarrolló una honda preocupación por el avance
arrollador de los poderes del Estado sobre los derechos de los ciudadanos,
situación que resumía con su postulado “Frente a los gobiernos,
los Derechos Humanos”.
Es
interesante rescatar los orígenes de esta declaración. El
texto fue leído en julio de 1981 en Ginebra en una conferencia de
prensa en la que se anunciaba la creación de un Comité Internacional
para la defensa de los DD HH (aunque recién fue publicado por primera
vez en Libération el 1 de julio de 1984). Los corredores del recinto
se encontraban repletos de fotografías gigantes de refugiados políticos
de países orientales los cuales, bajo condiciones paupérrimas,
pugnaban por ingresar en las naciones protectoras. Foucault se había
hecho presente junto a algunos integrantes de la asociación Médicos
del Mundo; redactó su intervención rápidamente y la
leyó a la conferencia sin ninguna corrección. “Los aquí
reunidos somos únicamente hombres privados que para hablar, para
expresarse juntos no poseen otro título que una cierta dificultad
común para soportar lo que está pasando”. A continuación
enumeraba tres principios que, a su juicio, debían ser fundamentales
para llevar a cabo esta iniciativa. Resumidamente proponía:
La
existencia de una ciudadanía internacional que, con sus deberes
y derechos propios, asume el compromiso de alzarse contra todo abuso de
poder sea quien fuere su autor y sean quienes fueren sus víctimas.
Uno
de los deberes de esta ciudadanía internacional consiste en mostrar
a los gobiernos los sufrimientos de los hombres, ya que en definitiva ellos
son responsables por tales sufrimientos.
Los
individuos particulares tienen derecho a intervenir efectivamente en el
orden de la política y las estrategias internacionales. La voluntad
de los individuos debe inscribirse en una realidad que los gobiernos han
pretendido monopolizar, pero que hay que socavar día a día.
Estas
palabras estarían destinadas a una realidad más inmediata
y comprometida unos pocos meses más tarde. En diciembre de 1981
las fuerzas armadas de Polonia dieron un golpe de estado declarando el
‘estado de guerra’ e imponiendo la ley marcial contra todo sospechoso.
Los líderes de la oposición fueron arrestados (sobre todo
del movimiento sindical Solidaridad) y se montaron importantes dispositivos
de control en las principales ciudades del país. El silencio con
que recibió estos hechos el gobierno socialista de François
Mitterrand fue notable. Más tarde expresó la esperanza de
que los polacos resolvieran la crisis sólo por sí mismos
y se deshizo en excusas argumentando en base al Principio de no intervención
de los pueblos. Por su parte, Foucault no se iba a quedar quieto. Junto
a Pierre Bourdieu redactó un texto de protesta que fue publicado
por completo en Libération y fragmentariamente en Le monde al que
adhirieron unos cuantos intelectuales y hombres de la cultura francesa.
A partir de este hecho comenzó una verdadera avalancha de peticiones,
cartas abiertas y declaraciones en contra del régimen de facto polaco
y de la pasividad (o complicidad) del gobierno francés. Nombres
conocidos y desconocidos, de artistas y universitarios, líderes
sindicales y religiosos expresaron su indignación por la prepotencia
militar y por el silencio cómplice de los sectores dirigentes. Una
vez más los gobernados hacían suyo el derecho de alzarse
contra los gobiernos; una vez más los individuos se levantaban contra
todo abuso de poder. Rápidamente estas declaraciones ganaron la
simpatía de la mayor parte de la población. Como corolario
se organizó una movilización de repudio que congregó
en las calles de París a más de 50 mil personas.
Para
finalizar ¿por qué el pensamiento y la vida material de Michel
Foucault pueden ser entendidos como un aporte a la reflexión política?
¿De qué modo pueden ser interpretados hoy en día su
militancia y compromiso con los otros? ¿Qué entiende Foucault
por ‘política’? Invirtiendo la sentencia de von Clausewitz Foucault
piensa que la política es la continuación de la guerra por
otros medios. Si es evidente que las relaciones de poder existentes en
una sociedad constituye el dominio de la política, pero que a la
vez una política es una estrategia más o menos global que
intenta coordinar este tipo de relaciones entonces:
1.-
Es necesario plantearse la tarea de investigar a fondo el tejido reticular
que constituye las relaciones de poder. Esto equivale a afirmar que el
análisis y la crítica políticos se deben inventar
y reinventar día a día.
2.-
Es urgente poner en marcha nuevas estrategias de acción que permitan
a la vez modificar estas relaciones de fuerza e imprimir esas modificaciones
en la realidad social. Se trata de llevar a cabo nuevos esquemas de participación
y compromiso político.