TAYTA
SHANTI 
Confuso (y a pie) por los Andes
TITO
CASTRO
Tayta
Illapa
Padre Illapa
Siño
Santiago
Señor Santiago
Manan
ukllachu kanki
No eres uno sólo
Uklla
kaspaqa
Siendo uno sólo
wichqakunkiman
te encerrarías
Iskay
kaspaqa
Siendo dos
rakikunkiman
te separarías.
Zósimo
Santiago Condori
Taytacha
de Llusita, Ayacucho, 1979.
El abuelo Juan, el legendario
abuelo de mi madre, tenía en realidad muy pocos animales pero igual celebraba.
Una vaca flaca, un chivo descornado y su querido gallo Anacleto solían acompañarlo
a la hora del aguardiante: como siempre, entre los últimos días de julio y
primeros de agosto, Juan agarraba su vieja radio National,
conectaba la emisora local y se instalaba en el adobe íntimo de su corral
para celebrar con sus amigos esta esperada tradición andina conocida como el
Santiago. Genuino ritual indígena que se remonta a épocas pre hispánicas
inmemoriales, aún anterior a los incas, y que adquiere rostro cristiano recién
con la llegada de los conquistadores.
Tanto en su pueblo a orillas
del Mantaro, como en las sierras de Lima, Huancavelica, Ayacucho o Cusco, ésta
es la época de los gemidos de los llungur
–cañas sopladas hacia arriba–, del quebrantado lamento de los waqrapucus –cornetas de cacho de toro– y del golpe cardíaco de
las tinyas; concierto que,
precisamente, anuncia el inicio de la fiesta con una tormenta de vientos
retumbando en las alturas. Es una bronca sinfonía que inunda la chacra y la
puna para anunciar el establecimiento de un tiempo estricto para la herranza y
la marcación del ganado. Y también un tiempo para el baile y la bebida en
grupos, para el disfrute en familia extensa, abuelos, padres, tíos, sus hijos,
y los hijos de estos hijos; un ritual puesto en escena con el fin de agradecer a
la tierra por la vida concedida y rogarle a la vez por el advenimiento de un
nuevo ciclo de plena fertilidad.
Mi madre recuerda que en la
fiesta se practicaban también una serie de actos familiares en los que se
elevaba un altar dedicado al apóstol Santiago. Es el llamado tendido
de la mesa, sobre la que se pone
al santo patrón de yeso con el cual se acomodan elementos de evidente carga
simbólica: plantas, hierbas, flores, piedras, tierras varias, minerales,
monedas, cintas de colores y agujas para perforar las orejas de los animales que
serán marcados. Es así que durante la noche le prenden al santo dos velas, en
un candelero de dos brazos, y los participantes prestan gran cuidado en lo que
dura la oscuridad para que estas luces no dejen de dar fuego en ningún momento.
Cada familia y allegados disponía
a su Tayta Shanti para pasar la llamada velada,
hecha por lo general el 24 o 25 de julio, y recibir luego al evento central del
día siguiente: la espectacular puesta de
cintas, también llamada herranza,
en la que se marca al ganado con pitas de colores en orejas y cuello, y se
imponen hierros severos sobre sus ancas. La familia bebe entonces con sus
bueyes, ovejas, burros, caballos o mulas, porque son parte intrínseca de ella,
porque celebran una esencia que los une; mientras rinde desbordados
agradecimientos y honores a los pastores que cuidan y adiestran a los animales
dedicados a la labranza.
El
Santiago termina al caer el sol, y con él
se va el tiempo de fiesta... hasta el próximo año. Con el Patrón se guardan
también las hojas de coca adivinadas y leídas, entreveradas por el viento,
guardando celosamente los augurios que sólo el paqo
pudo descifrar. Con ellos se va el secreto de cómo será la temporada venidera:
si aumentará el ganado, si caerá lluvia a cántaros, si habrá mejores
cosechas, en fin, si la divinidad que rige los ciclos naturales permitirá un
periodo más de reproducción espléndida.
De Santiago a Illapa
Podría pensarse que por estar
formalmente dedicada a la conmemoración del apóstol, la fiesta del Santiago
es una celebración cristiana. Algunos investigadores, como Fernando
Fuenzalida en Santiago y el Wamani,
aspectos de un culto pagano, niegan que sea así, aún cuando reconozcan
cierto grado de sincretismo o fusión religiosa en sus prácticas. A partir de
un estudio de campo hecho en Huancavelica, Fuenzalida dice: “El desplazamiento
de honras al santo se justifica en tanto éste se identifica con el Wamani
–el espíritu todopoderoso que habita en el cerro–. Pero con ello cesa toda
presencia de lo cristiano en el culto”.
Otros autores, como Abdón
Yaranga en La divinidad Illapa en los Andes, son más rotundos y niegan
cualquier rol crucial del apóstol en este culto indígena de profundas raíces
animistas: sobre la base de documentos de extirpadores, crónicas y también
trabajos de campo hechos por él mismo en Ayacucho y Cusco, Yaranga afirma que
las exequias del Santiago están
enteramente dedicadas a la divinidad andina de Illapa ("rayo, trueno y relámpago a una vez"), señor
hacedor de las lluvias, diseminador de la fertilidad, y en su oficio de dador
inequívoco de vida, el propiciador de un nuevo ciclo cosmológico pleno de
abundancia, justicia y paz.
A decir de Yaranga, el culto a Illapa es tan antiguo como las primeras culturas asentadas en los
Andes, "porque el rayo es el señor de las lluvias, y a él se dirigen (los
indígenas) cuando éstas les falta". Es claro que, para sociedades agrícolas
como fueron las andinas, el agua es el principio motor de todo cuanto tenga vida
en su entorno. Sin agua no hay principio elemental capaz de poner en marcha el
organismo viviente de la naturaleza. Sin agua hay caos.
El Santiago de Yuyachkani
¿Podemos imaginar un pueblo
sin color? ¿Un pueblo en la sierra sin vida qué celebrar? Digamos, ¿un pueblo
fantasma, sobre el que aún llueve, por cierto, pero del que ya no brota nada de
la tierra?
En un pueblo así ya no cuenta
el orden natural de las cosas. No hay animales, no hay cultivos, nada más se
reproduce. Ni siquiera está la familia completa: si no se dónde están mis
hermanos, no se acaso si están vivos o muertos, ¿para qué celebrar entonces?
En un arrebato de impulsos los que quedaron deciden buscar la reconciliación
con los dioses, encararlos y tratar de captar otra vez sus haces de luz y
bendición. Dioses, ¿por qué nos han abandonado? La respuesta es sencilla y
profundamente compleja a la vez: los dioses no abandonan. Los todopoderosos
ponen el automático y marchan a caminar, confundidos, desazonados, buscando sus
propias respuestas y momentos de paz... cuando no entienden a los hombres. Los
dioses no pueden abandonarnos, porque son, en esencia, la proyección metafísica
de las más herméticas cajas negras que guardamos los humanos.
En el pueblo que presenta el Santiago
de Yuyachkani se busca auxilio en el cielo. Las pulsiones más atávicas mueven
al mayordomo de la fiesta a restaurar la hierofanía
originaria que otrora permitió 3 mil años de armonía entre el creador y sus
hijos, y el panteón de seres angélicos que median entre estos. Hiero:
hermético. Fanos: manifiesto. Hay que volver a poner de manifiesto los secretos
designios divinos que modelan a voluntad toda la vida existente sobre la tierra.
Hay que restaurar el orden volviendo a encontrar aquella llave que abre la
puerta dimensional que conecta lo sagrado y lo profano, orden que es capaz de
darnos un sentido, una dirección para nuestras energías.
En este pueblo no hay bestias
que marcar y adornar, pero hay velas. No hay comida y bebida, pero hay dolor
como nunca. Eso sí, hay rencor, cenizas, olor a pólvora fresca. Recuerdos.
Fantasmas. Pesadillas. Y hay Tayta
Santiago... aunque... Tayta, ¡no
hay moro! ¡Por las patas del caballo, el moro se ha fugado!
¿Dónde está el moro? ¿Estará
con nuestros hijos, los que se perdieron en la guerra? ¿Con los que desapareció
Papá Gobierno? ¿O con los que eliminaron nuestros autodenominados
"hermanos mayores" del poder popular? Ahora el Patrón
seguirá preso en su templo sagrado, como lo estuvo en estos últimos 20 años...
sin poder hacer nada. Santiago pasa
del arrebato a la confusión: Tayta, sólo
queda bajarse del caballo y andar a pie, confuso, tantear el caos que has
permitido.
Para el moro, empero, ya nada
es igual. El, que ha vivido y sufrido solo los peores escarnios en estos años,
se pone de pie y muestra su rebeldía a cualquier estructura de orden,
transitorio o no. Al moro le queda ahora lo que al abuelo Juan: prender la radio
y aprender a llevar su individualidad en un nuevo mundo que empieza a conocer.
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