VIOLENCIA DEL FUTBOL
Todos los muertos del fútbol argentino
CRONICAS DE LO QUE SE HA PODIDO Y HAN DEJADO SABER
NI SIQUIERA NUMERO PARA LAS
ESTADISTICAS
por Amílcar
Romero
Publicado en La Gaceta del Foro a principios de 1996
¿Quién se acuerda del asesinato
de Alberto Barbaresi, 18 años, la noche del VIE 24/11/95,
en Liniers, a pocos metros de donde había jugado Vélez
Sarsfield? No tengo la pretensión de decir ahora, a tantos
días, sino al día siguiente (no entró en los matutinos
porque cayó a las redacciones después del horario de
cierre), el domingo estaba el consiguiente River-Boca (por eso la
gran mayoría de los diarios lo omitieron) y a la salida del
superclásico una patota cometió el sacrilegio mayor de
producirle triple fractura de fémur a un integrante de la Patria
Farandulera, un muy buen amigo de siempre de la prensa, quien tuvo
cámara cuando acababa de ser herido y todavía no
había llegando la ambulancia, para luego contar con móviles en
el sanatorio respectivo cuando era sometido una intervención
quirúrgica.
¿Hubo siquiera una miserable foto del entierro del chico que
vivía en Ciudadela? Desde esta óptica, donde los hechos
no tanto tienen importancia porque sucedan como por la onda expansiva que
producen y propalan, el ciudadano argentino, común, de apellido
Barbaresi tuvo tres muertes: la real, por
perforación de la zona blanda del abdomen con una de las
sombrillas que repintadas sirven para el aliento futbolero; la
periodística, primero por un problema técnico de
difusión y después por la existencia de castas para la
divulgación masiva de las noticias donde apenas una lesión
más o menos seria como fue la señalada un poco antes se
constituyó en un rasero para invisibilizar un
homicidio.
La fagocitación de la muerte de un individuo en un estadio de
fútbol, hasta no hace mucho materia de manantiales de tinta para
lo que los europeos llaman el escándalo moral, sin embargo,
no es demasiado nuevo entre nosotros. La primera técnica, no
sólo con la muerte, pero práctica y perversamente con la
muerte, es hacer lo mismo que se hace con la pelota cuando las papas
queman y no hay espacio para los lujos: patearla lejos, a la tribuna,
que se pare el juego.
Hasta donde alcanza la recopilación personal de información, la
primera manifestación clara de nada por aquí, nada por
allá, como los magos de los circos, fue a fines de junio
1989, en pleno cimbronazo del juicio y condena a Carlos
Monzón, cuando la muerte de Germán Sila Ventura,
también de 19, en un extraño coro entre la familia y la
policía, pretendió ser presentado como uno de
los riesgos de las grandes ciudades, donde los jóvenes salen de
noche a bailar y desde cualquier auto otros jóvenes disolutos balean a
mansalva.
Sin embargo, gracias al cruce público del fiscal Norberto
Quantín, el hecho tenía otro epicentro: se había
presentado en sociedad La Butte, un destacamento en ascenso de la brava
sanlorencista que a fines de 1990 cometería otro homicidio, esta vez en
la persona de otro hincha de Boca, Saturnino Cabrera (desocupado
de 37, tres hijos), y como en el primer caso, cinco años antes, cuando
una bala policial mató por la espalda a Adrián Scaserra,
de 14, la conmoción generó sendas legislaciones
especiales, donde el reemplazo de la segunda ya lo dice todo con respecto
a la efectividad de la primera y en cuanto a la última, sólo
comentar que para mantener preso a José Barritta, (a) El
Abuelo, el juez interviniente tuvo que saltearla con una garrocha y
manotear a la asociación ilícita, una figura que las
otras dos no sólo habían evitado prolijamente, sino que se
constituyeron en normas legales especiales que pararan exactamente en la
estación anterior.
El recién renunciado ministro Ricardo Levene h., durante una
entrevista sobre este tema, en los albores del proyecto, desechó
de plano toda idea de la barra brava como asociación
ilícita. A su juicio, muy guiado por un científico social
decimonónico como Gabriel Tarde, eran grupos de muchachos que
se juntaban como se juntan para ir a un baile y que ocasionalmente
podían llegar a cometer algún delito.
El otro intento de escamoteo ya fue más patético y cruel. A
Marcelo Gulowaty, de 18, a principios de febrero 1990 lo tiraron
ahorcado desde un vehículo en marcha en la ruta a Mar del Plata,
donde esa noche jugaban Racing y Boca. Iba con la
camiseta azul y oro puesta como toda vestimenta y esa fue su
mortaja. Era un narcoadicto del 3 x 1: vender tres dosis
y quedarse con una para el consumo. Tiene que haber habido alguna
diferencia en las rendiciones.
El chico fue enterrado como NN en el cementerio de General
Guido. La persistencia de un periodista hizo que se produjera cierta
inquietud policial en ese pueblito normalmente siestero y antes de las 48
horas posteriores había sido localizada en el norte del Gran Buenos
Aires una familia que a pesar de su desmembramiento, notaron
que le faltaba un miembro con las características del asesinado en el
camino. Una hermana suya, mayor, juntó las monedas para llegarse hasta
Guido, con la increíble solidaridad de los
lugareños pudo soportar la excesiva lentitud de los
trámites legales y sólo certificó la exhumación,
con el efectivo reconocimiento del cuerpo, y pidió que lo dejaran donde
estaba: no tenía un peso ni para volver ella a su casa. Por lo
menos la cruz de madera dejó de estar en blanco; esta vez la
piedad corrió por cuenta de los empleados municipales del lugar que
con pintura negra y una caligrafía estéticamente no muy
recomendable, por lo menos simbólicamente lo salvaron algo de tanto
olvido y silencio.
Marcelo Gulowaty, de todos modos, fue excomulgado de cualquier
recuento, por más generoso que sea, como víctima de la
violencia del fútbol más que nada por la
lejanía geográfica de la ceremonia/acontecimiento
que es el partido. Una curiosa libanización
psicológica hacen algunos: el barrabrava deja de serlo
cuando sale de su casa y se transforma de vuelta cuando ingresa en el estadio.
En el ínterin, no transa droga, no controla jugadores, vidas privadas,
entrenamientos, etc. Son barrabravas part time, digamos, dado el
spanglish en boga.
El asesinato de Daniel Hernán García (¡otro de
19!), este último invierno, tuvo la suerte de contar con la
excepcionalidad de haber sido en territorio extranjero, una verdadera
exportación de muerte, en medio de una Copa
América, sino su condición de seguidor de Platense y
peón de taxi de su padre lo hubiera pasado para el depósito
de los olvidos más antes que temprano.
La muerte del espectador en las canchas ha dejado de tener el valor
ritual y embolemático (ser La Muerte, no una
muerte más) que tenía hasta hace unos pocos años
atrás, aunque sea para la batida de parche los dichosos
escándalos morales de la prensa que apunta a los buenos
sentimientos de los ciudadanos medios. Como hipótesis,
posiblemente haya comenzado a ser así, primero que nada, por la
depreciación total de la calidad de vida y de la vida
misma, y segundo por la aceptación de que morir forma parte de un
riesgo más de las reglas de juego en donde el objetivo
despiadado es triunfar a cualquier costo.
Triunfemos, etonces. Después, si se tiene mala suerte, contemos
los muertos. Pero esto si tienen la jerarquía y
relevancia suficiente aunque sea para ser número, no ya
identidad, lo cual sería demasiado pretencioso.
Porque si de cantidad de muertes se trata, desde 1958 hasta acá,
para hacer estadística, alcanzan y sobran: ya van mucho
más de 150...
Al sumario
principal
Al índice de crónicas de
muerte en la cancha
© Copyright 1996 - Diseño actual: {ANI} - Agencia Noticiosa
Informática