VIOLENCIA DEL FUTBOL


Todos los muertos del fútbol argentino



CRONICAS DE LO QUE SE HA PODIDO Y HAN DEJADO SABER


EL PEOR DEL COLEGIO
por Amílcar Romero

Publicada en sección Opinión del Río Negro, junio de 1992

Con cinco víctimas fatales en igual número de meses de 1992, a la crisis de fondo del fútbol argentino sólo le falta que efectivamente un juez ecologista del Gran Buenos Aires cumpla su amenaza de cerrar aquellas canchas que no reúnan condiciones sanitarias mínimas.

Aquí sí que podrían llegar a saltar todos los resortes. Porque tan larga permanencia en la lenidad y la impunidad disimulan el caos.

Pero el papel de la Policía Federal decidiendo que Racing-Boca no se haya podido jugar dentro de los límites capitalinos porque es un equipo de la provincia de Buenos Aires y que en cambio Ituizangó-Nueva Chicago, con las mismas características, puede, sin embargo, utilizar la cancha de Atlanta en Villa Crespo por los mismos motivos, pero al revés, es la muestra más patética de un desplazamiento de los centros de decisión, por un lado, y por otro que esas decisiones aparentemente están montadas sobre normas totalmente arbitrarias, elásticamente aptas para un fregado y para un barrido. Un especialista en las relaciones entre la violencia y la política como el francés Yves Michaud señalaba que en nuestro país, entre otros, se dan curiosos conflictos ritualizados donde la regla es que no hay más reglas.

El Ministerio de la Pelota que es la AFA acata todo sin chistar porque no puede hacer pie. Ordenó a la mano del Colegio de Arbitros que apretara las clavijas, y cuando Javier Castrili se tomó las instrucciones al pie de la letra y le echó cuatro jugadores a River nada menos que en pleno Monumental, quiso borrar con el codo del Tribunal de Disciplina con unas sanciones de morondanga y a la efervescencia natural se le encontró la respuesta de un reservorio paralelo de los de negro comandada por el ultraoficialista y ex funcionario del Ministerio de Trabajo, Guillermo Marconi, y luego la directa intervención de Fernando Galmarini, brazo derecho en materia futbolística -deportiva por añadidura- del presidente de la república, barajar y dar de nuevo.

Mientras el desmantelamiento a fondo del asesinato de Fabián Lo Priore (28, La Plata, DOM 17/05/92) puede llegar a desatar un miniescándalo y mostrar una vez más las imbricaciones de la violencia del fútbol, la muerte de Raúl Osvaldo Sequeira (49, Santa Rosa de Toay, La Pampa, DOM 24/05/92) puso una vez más en evidencia la total indefensión en que se encuentra un espectador dentro de un estadio, a pesar de que para hacerlo haya tenido primero que pagar entrada. La ausencia total no ya de ambulancias, que sería mucho pedir, sino de por lo menos un médico al servicio del público, cuando en los vestuarios hay dos para las hematomas, rasguños y esguinces de los profesionales, se volvió una mueca agria en el momento que hizo su aparición el correspondiente vehículo sanitario policial, pero sin ningún galeno arriba, sólo con la camilla. Al final, muy tardíamente, cuando por fin todo estuvo como tendría que haber estado desde un principio, en una ambulancia privada Sequeira fue conducido a morir en una clínica igualmente privada.

El rescate o no de esta vida entra dentro de las tribulaciones de la cardiología. Pero que la barra del visitante Deportivo Winifreda, a la salida, disconforme con el arbitraje, esto es, con la autoridad constituida, le haya agarrado a patadas el auto al presidente de la liga y después a éste, por tratar de salvar la integridad de su vehículo, a la vista y paciencia del personal policial, excede todo reclamo moralista y nos habla de la existencia de otra realidad, reglas de juego y ética consolidadas. Como corolario, para colmo, según todos los testigos, el que trató de mediar y pacificar fue el civil Sequeira, un simple comedido, a quien en medio de la trifulca le falló el corazón.

Entre nosotros se trata de la quinta víctima fatal por este tipo de causas. Como es lógico, el fútbol, sus adeptos y amigos siempre han tratado desesperadamente de quitarse de encima estos casos. Lo siguen y lo seguirán haciendo. Por algo les pagan como les pagan. A principios de este año el British Medical Journal dio a conocer un trabajo del Departamento de Cardiología del Hospital de Edimburgo donde se daba cuenta de la cantidad de casos significativos de crisis cardíacas que encontraron debido al compromiso emocional que produce el fútbol, sobre todo con los goles. El muestreo había sido hecho sobre ciudadanos varones que tenían un promedio de edad de 44 años.

Ironías y sarcasmos aparte, por el momento, no sólo para la medicina inglesa, resulta poco viable conectarle esos complejos cableados a un sujeto piloto para que quede en el medio o se entrometa en un choque entre los grupos ultras del Chelsea y el Liverpool, para dar sólo un ejemplo, y allí comprobar si las reacciones van para el lado de la hipertensión, como en el caso de los goles, con 120 latidos a los 30 segundos después de haberse producido, o directamente a la lipotimia final al ver avanzar a un hooligan rollizo, de ojos brillantes, y dejando salir de su puño derecho, cerrado en derredor, un arcaico cuerno de cabra afilado, a guisa de puñal, como tienen costumbre sacar a relucir.

El fenómeno de la falsificación y/o reventa de entradas, luego de algunos amagos escandalosos, pasó a ser superado por una constante seguidilla de hechos que tienen como característica principal ser peores y poner un manto de olvido sobre todo lo anterior. ¿Quién se acuerda ya de la doble muerte del adolescente Omar Giménez (18, Dock Sud, SAB 28/03/92), a quien todos, médicos incluidos, lo dieron herido de muerte por una bala y al ir a una desusadamente concurrida autopsia lo que le había producido el deceso era un fierrazo? Sea como sea, por el momento, el autor del disparo o del golpe no parece sufrir más asedios u hostigamientos que los de su conciencia.

Sequeira pasó a convertirse en la víctima fatal 126a. El de 1992, a pesar de que todavía le falta transcurrir poco más de la mitad, ya se ha inscrito entre los más mortales, a mitad de camino de 1990 con sus decena de muertos, pero ya con méritos propios para ser inscrito como el de mayor desquicio y corrupción evidente. De todos modos, como regla general, en materia de violencia del fútbol argentino lo peor está aún lejos de producirse.


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