

Antiguamente existió en la isla de Izaro, frente a Bermeo (Vizcaya), un
pequeño convento de franciscanos. La pequeña comunidad estaba formada
por una veintena de frailes, que tenían fama de austeros, piadosos y
cumplidores de las estrictas normas de su congregación. Salvo una excepción,
precisamente la que dio pie a un relato popular.
Refiere la leyenda que uno de
los monjes más jóvenes de aquel convento se enamoró de una muchacha de
Bermeo, residente en un caserío algo apartado de la población, enclavado
junto a la costa. Y que cada noche el fraile cruzaba a nado el trozo de mar
que separaba la isla de la costa, para reunirse secretamente con su amada.


La cosa era bien sencilla. La mujer colocaba una luz en una de las ventanas del
caserío, dando así aviso a su enamorado de que todos dormían y tenía el
camino libre. Pero sucedió que una noche, un familiar descubrió las intrigas
de la pareja. Nada manifestó, pero decidió tomar cartas en el asunto. Esa
misma noche, actuando con gran sigilo, cambió de lugar la luz de la ventana.
La sacó de la casa y la hizo brillar en un punto más apartado de la costa,
donde existen unas rocas y las olas se estrellan impetuosamente. El fraile,
que nada sospechó, se lanzó tranquilamente al agua, como de costumbre.
Pero cuando quiso darse cuenta de que algo fuera de lo habitual estaba
sucediendo, era ya demasiado tarde. Su cuerpo fue a estrellarse contra los
rompientes, procurándole la muerte. El cuerpo del fraile fue hallado
destrozado y devorado por las aves marinas. Decía la gente del lugar,
ignorando lo de sus amores con la bermeana, que aquello había sido un
castigo de Dios, enviado porque, tal vez, el difunto maltrataba en vida a las
gaviotas.


Curiosamente, la leyenda tiene un manifiesto origen helénico. En la
mitología griega podemos advertir la existencia de un suceso similar al de
Izaro. Fueron sus protagonistas Hero y Leandro. La primera era una
sacerdotisa de Afrodita, habitante de Sesto, del Helesponto, en los
Dardánelos. El segundo un joven de Abitos. Ambos estaban locamente
enamorados. Pero entre ellos se interponía un ancho trozo de mar. Cada
noche Hero encendía una antorcha en una torre de la costa y Leandro se
arrojaba al mar y nadando iba a reunirse con su enamorada. Pero una noche,
cuando el joven se encontraba en medio del mar, una ráfaga de viento apagó
la antorcha. El pobre enamorado, desorientándose por completo, nadó
dando brazadas a ciegas, pero no pudiendo alcanzar la orilla, murió ahogado.
Cuando días después la corriente llevó el cadáver hasta Sesto, Hero no pudo
soportar la amargura de contemplar a su amado muerto, y se arrojó a su vez
al mar, quitándose la vida.
