El
amor sagrado y el amor profano, por TIZIANO
Esta
detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán.
Pocas veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección
a las esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia;
ausente del cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el
obsceno bostezo del sarcófago de mármol, mientras el ángel
encargado de proclamar la resurrección de su carne patibularia
espera inobjetable que se cumplan los signos. No será necesario
explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su
gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de Magdalena, irrisión
de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena avanza por el
camino (donde en cambio crece la venenosa blasfemia de dos conejos).
El
niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el diablo.
De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el
momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una
jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de
jazmines o un relámpago de sémola.
La
dama del unicornio, por RAFAEL
Saint-Simon
creyó ver en este retrato una confesión herética. El unicornio,
el narval, la obscena perla del medallón que pretende ser una pera,
y la mirada de Maddalena Strozzi fija terriblemente en un punto
donde habría fustigamientos o posturas lascivas: Rafael Sanzio
mintió aquí su más terrible verdad.
El
intenso color verde de la cara del personaje se atribuyó mucho
tiempo a la gangrena o al soísticio de primavera. El unicornio,
animal fálico, la habría contaminado: en su cuerpo duermen los
pecados del mundo. Después se vio que bastaba levantar las falsas
capas de pintura puestas por los tres enconados enemigos de Rafael:
Carlos Hog, Vincent Grosjean, llamado «Mármol», y Rubens el
Viejo. La primera capa era verde, la segunda verde, la tercera
blanca. No es difícil atisbar aquí el triple símbolo de la falena
letal, que a su cuerpo cadavérico une las alas que la confunden con
las hojas de la rosa. Cuántas veces Maddalena Strozzi cortó una
rosa blanca y la sintió gemir entre sus dedos, retorcerse y gemir
débilmente como una pequeña mandrágora o uno de esos lagartos que
cantan como las liras cuando se les muestra un espejo. Y ya era
tarde y la falena la habría picado: Rafael lo supo y la sintió
morirse. Para pintarla con verdad agregó el unicornio, símbolo de
castidad, cordero y narval a la vez, que bebe de la mano de una
virgen. Pero pintaba a la falena en su imagen, y este unicornio mata
a su dueña, penetra en su seno majestuoso con el cuerno labrado de
impudicia, repite la operación de todos los principios. Lo que esta
mujer sostiene en sus manos es la copa misteriosa de la que hemos
bebido sin saber, la sed que hemos calmado por otras bocas, el vino
rojo y lechoso de donde salen las estrellas, los gusanos y las
estaciones ferroviarias.
Retrato
de Enrique VIII de Inglaterra, por HOLBEIN
Se ha querido
ver en este cuadro una cacería de elefantes, un mapa de Rusia, la
constelación de la Lira, el retrato de un papa disfrazado de
Enrique VIII, una tormenta en el mar de los Sargazos, o ese pólipo
dorado que crece en las latitudes de java y que bajo la influencia
del limón estornuda levemente y sucumbe con un pequeño soplido.
Cada una de estas interpretaciones es exacta atendiendo a la
configuración general de la pintura, tanto si se la mira en el
orden en que está colgada como cabeza abajo o de costado.
Las
diferencias son reductibles a detalles; queda el centro que es ORO,
el número SIETE, la OSTRA observable en las partes
sombrero-cordón, con la PERLA-cabeza (centro irradiante de las
perlas del traje o país central) y el GRITO general absolutamente
verde que brota del conjunto. Hágase la sencilla experiencia de ir
a Roma y apoyar la mano sobre el corazón del rey, y se comprenderá
la génesis del mar. Menos difícil aún es acercarle una vela
encendida a la altura de los ojos; entonces se verá que eso no es
una cara y que la luna, enceguecida de simultaneidad, corre por un
fondo de ruedecillas y cojinetes transparentes, decapitada en el
recuerdo de las hagiografías. No yerta aquel que ve en esta
petrificación tempestuosa un combate de leopardos. Pero también
hay lentas dagas de marfil, pajes que se consumen de tedio en largas
galerías, y un diálogo sinuoso entre la lepra y las alabardas. El
reino del hombre es una página de historial, pero él no lo sabe y
juega displicente con guantes y cervatillos. Este hombre que te mira
vuelve del infierno; aléjate del cuadro y lo verás sonreír poco a
poco, porque está hueco, está relleno de aire, atrás lo sostienen
unas manos secas, como una figura de barajas cuando se empieza a
levantar el castillo y todo tiembla. Y su moraleja es así: «No hay
tercera dimensión, la tierra es Plana, el hombre repta. ¡Aleluya!
». Quizá sea el diablo quien dice estas cosas, y quizá tú las
crees porque te las dice un rey
Manual
de Instrucciones
Julio
Cortazar |