No
hace mucho que invitado a comer en casa de un amigo, después que
sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal
el clásico pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se
respete un poco y que tenga en algo las antiguas tradiciones y las
costumbres de nuestro país.
Ninguno
de los presentes al convite, incluso el anfitrión, éramos muy
fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente todos
debimos coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de
servir las aves trinchadas. Pero como, sea por respeto al rigorismo de
la ceremonia, que en estas solemnidades y para dar a conocer, sin que
quede género de duda, que el pavo es pavo, parece exigir que éste
salga a la liza en una pieza; sea por un involuntario olvido o por
otra causa que no es del caso averiguar, el animalito en cuestión
estaba allí íntegro y pidiendo a voces un cuchillo que lo
destrozase; me decidí a hacerlo, y poniendo mi esperanza en Dios y mi
memoria en el Compendio de Urbanidad que estudié en el
colegio, donde, entre otras cosas no menos útiles, me enseñaron algo
de este difícil arte, empuñé el trinchante en la una mano, blandí
el acero con la otra, y salga lo que saliere, le tiré un golpe
furibundo.
El
cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del ya implume bípedo;
mas juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa, al notar que la
hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo extraño.
-¿Qué
diantre tiene este animal en el cuerpo? -exclamé, con un gesto de
asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.
-¿Qué
ha de tener? -me contestó mi amigo, con la mayor naturalidad del
mundo-. Que está relleno.
-¿Relleno
de qué? -proseguí yo, pugnando por descubrir la causa de mi
estupefacción-. Por lo visto, debe ser de papeles, pues a juzgar por
lo que se toca con el cuchillo, este animal trae un protocolo en el
buche.
Los
circunstantes rieron a mandíbula batiente mi observación.
Sintiéndome
picado de la incredulidad de mis amigos, me apresuré a abrir en canal
el pavo, y cuando lo hube conseguido, no sin grandes esfuerzos, dije
en son de triunfo, como el Salvador de Santo Tomás:
-Ved
y creed.
Había
llegado el caso de que los demás participasen de mi asombro.
Separadas a uno y otro lado las dos porciones carnosas de la pechuga
del ave y rota la armazón de huesos y cartílagos que la sostenían,
todos pudimos ver un rollo de papeles ocupando el lugar donde antes se
encontraron las entrañas y donde entonces teníamos, hasta cierto
punto, derecho a esperar que se encontrase un relleno un poco más
gustoso y digerible.
El
dueño de la casa frunció el entrecejo. La broma, caso de serlo, no
podía venir sino de la parte de la cocinera, y para broma de abajo
arriba, preciso era confesar que pasaba de castaño oscuro.
El
resto de los circunstantes exclamaron a coro, pasado el primer momento
de estupefacción, que lo fue asimismo de silencio profundo:
-Veamos,
veamos qué dice en esos papeles.
Los
papeles, en efecto, estaban escritos.
Yo,
aun a riesgo de mancharme los dedos, pues estaban bastante grasientos,
los extraje del sitio en que se encontraban, y aproximándome a la luz
de una bujía pude descifrar este manuscrito que hasta hoy he
conservado inédito:
Ignoro
quiénes fueron mis padres, el sitio en que nací y la misión que
estoy llamado a realizar en este mundo. No sé, por tanto, de dónde
vengo ni adónde voy.
Para
mí no existe pasado ni porvenir; de lo que fui no me acuerdo; de lo
que seré no me preocupo. Mi existencia, reducida al momento presente,
flota en el océano de las cosas creadas como uno de esos átomos
luminosos que nadan en el rayo del sol.
Sin
que yo, por mi parte, la haya solicitado, ni poder explicarme por dónde
me ha venido, me he encontrado con la vida; y como suele decirse que a
caballo regalado no hay que mirarle el diente, sin discutirla, sin
analizarla, me limito a sacar de ella el mejor partido posible.
Porque
la verdad es que en los templados días de primavera, cuando la cabeza
se llena de sueños y el corazón de deseos, cuando el sol parece más
brillante y el cielo más azul y más profundo; cuando el aire
perezoso y tibio vaga a nuestro alrededor cargado de perfumes y de
notas de armonías lejanas; cuando se bebe en la atmósfera un dulce y
sutil fluido que circula con la sangre y aligera su curso, se siente
un no sé qué de diáfano y agradable en uno mismo y en cuanto lo
rodea, que no se puede menos de confesar que la vida no es del todo
mala.
La
mía, a lo menos, es bastante aceptable. En clase de pavo, se
entiende.
Aún
no clarea la mañana cuando un gallo, compañero de corral, me anuncia
que es la hora de salir al campo a procurarme la comida.
Entreabro
los soñolientos ojos, sacudo las plumas y héteme aquí calzado y
vestido.
Los
primeros rayos de sol bajan resbalando por la falda de los montes,
doran el humo que sube en azuladas espirales de las rojas chimeneas
del lugar, abrillantan las gotas de rocío escondidas entre el césped
y relucen como un inquieto punto de luz en los pequeños cascos de
vidrio y loza de platos y pucheros rotos que diseminados acá y allá,
en el montón de estiércol y basuras a que se dirigen mis pasos,
fingen, a la distancia, una brillante constelación de estrellas.
Allí,
ora distraído en la persecución de un insecto que huye, se esconde y
torna a aparecer, ora revolviendo con el pico la tierra húmeda, entre
cuyos terrones aparece de cuando en cuando una apetitosa simiente,
dejo transcurrir todo el espacio de tiempo que media entre el alba y
la tarde. Cuando llega ésta, un manso ruidito de aguas corrientes me
llama al borde del arroyo próximo, donde, al compás de la música
del aire, del agua y de las hojas de los álamos, abriendo el abanico
de mis oscuras plumas, hago cada idilio a la inocente pava, señora de
mis pensamientos, que causarían envidia, a poderlos comprender, no
digo a los rústicos gañanes que frecuentan estos contornos, sino a
los más pulidos pastores de la propia Galatea.
Tal
es mi vida; hoy como ayer, probablemente como hoy.
Repetid
esta página tantas veces como días tiene el año y tendréis una
exacta idea de la primera parte de mi historia.
La
inalterable serenidad de mi vida se ha turbado como el agua de una
charca a la que arrojar una piedra.
Una
desconocida inquietud se ha apoderado de mi espíritu, y ya va de dos
veces que me sorprendo pensando.
Este
exceso de actividad de las facultades mentales es causa de una gran
perturbación en mi economía orgánica; apenas duermo once horas, y
ayer se me indigestó el hueso de un albaricoque.
Yo
creí que no habría nada más allá de esas montañas que limitan el
horizonte de la aldea. No obstante, he oído decir que vamos a la
corte, y que para llegar hasta allí salvaremos esas altísimas
barreras de granito que yo creía el límite del mundo. ¡La corte! ¿Cómo
será la corte? Pronto saldré de dudas.
Escribo
estas líneas en el corral donde me recojo a dormir y aprovechando la
última luz del crepúsculo de la tarde. Mañana partimos. Un poco
precipitada me parece la marcha. Por fortuna, el arreglo del equipaje
no me ha de entretener mucho.
Me
he detenido en lo más alto de la cumbre que domina el valle donde viví
para contemplar por última vez las bardas del corral paterno.
¡Con
cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde donde envío un
postrer adiós a lo que fue mi reino, el suspiro del pavo!
Desde
aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más allá corre el
arroyo que al par que apagaba mi sed me ofrecía limpio espejo donde
contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava; junto a aquel árbol la
vi por primera vez. ¡Al pie de ese otro le declaré mi amor!
Las
lágrimas me oscurecen la vista y lloro a moco tendido, en toda la
extensión de la frase.
¡Parece
que al alejarme de estos sitios se me arranca algo del fondo de las
entrañas y, a mi pesar, se queda en ellos!
¿Será
este extraño afán presentimiento de mi desventura? ¿Será...?
Un
cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en este instante.
Hago
aquí el punto, de prisa y corriendo, para reunirme a la manada, no
sea que se repita la insinuación.
***
Ya
estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me lo repitan
cien veces para creerlo. ¿Es esto Madrid? ¿Es éste el paraíso que
yo soñé en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan horrible!
El
sol llega trabajosamente al fondo de estas calles, cuyas casas parecen
castillos; ni un mal jaramago crece entre las descarnadas junturas de
los adoquines: aún no ha acabado de caer al suelo la cáscara de una
naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque, cualquier
cosa, en fin, que pueda utilizarse como alimento digerible, cuando ya
ha desaparecido sin saber por dónde.
En
cada calle hay un tropiezo; en cada esquina, un peligro. Cuando no nos
acosa un perro, amenaza aplastarnos un coche o nos arrima un puntillón
un pillete.
La
caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos suspendida
sobre la cabeza, como una nueva espada de Damocles.
Ya
no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece, ni detenerme un
momento para descansar de las fatigas de este interminable pase. «¡Anda!
¡Anda!», me dice a cada instante nuestro guía, acompañando sus
palabras con un cañonazo.
¡Con
cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda se me podría
llamar a mí el pavo errante! ¿Cuándo terminará esta
enfadosa y eterna peregrinación?
He
perdido lo menos dos libras de carne.
No
obstante, a un caballero que se ha parado delante de la manada he
conseguido llamarle la atención por gordo. ¡Si me hubiera conocido
en mi país y en los días de mi felicidad!
Con
ésta va de tres veces que me coge por las patas y me mira y me
remira, columpiándome en el aire, dejándome luego, para proseguir en
el animado diálogo que sostiene con nuestro conductor.
Por
cuarta vez me ha cogido en peso, y, sin duda, ha debido de distraerse
con su conversación, pues me ha tenido cabeza abajo más de siete
minutos.
El
capricho de este buen señor comienza a cargarme.
¿Es
esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o despierto? ¿Qué pasa
por mí?
Ya
hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme al estupor
que me embarga y no acierto a conseguirlo.
Me
encuentro como si despertara de un sueño angustioso...Y no hay duda.
He dormido, o, mejor dicho, me he desmayado.
Tratemos
de coordinar las ideas. Comienzo a recordar confusamente lo que me ha
pasado. Después de mucha conversación entre nuestro guía y el
desconocido personaje, éste me entregó a otro hombre, que me agarró
por las patas y se me cargó al hombro.
Quise
resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis compañeros; pero
la indignación, el dolor y la incómoda postura en que me habían
colocado ahogaron la voz en mi garganta. Figuraos cuánto sufriría
hasta perderlos de vista.
Luego
me sentí llevado al través de muchas calles, hasta que comenzaron a
subir unas empinadas escaleras que no parecían tener fin.
A
la mitad de esta escala, que podría compararse a la de Jacob por lo
larga, aun cuando no bajasen ni subiesen ángeles por ella, perdí el
conocimiento.
La
sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un principio de
congestión cerebral.
Al
volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas profundas. Poco a
poco mis ojos se van acostumbrando a distinguir los objetos de la
oscuridad, y he podido ver el sitio en que me encuentro.
Esto
debe de ser lo que en Madrid llaman una buhardilla. Trastos viejos,
rollos de estera, pabellones de telaraña, constituyen todo el
mobiliario de esta tenebrosa estancia, por la que discurren a su sabor
algunos ratones.
Por
el angosto tragaluz pasa en este instante un furtivo rayo de sol... ¡El
sol, el campo, el aire libre! ¡Dios mío, qué tropel de ideas se
agolpa en mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices? ¿Dónde
están aquéllas...?
Me
es imposible seguir. Una arpía, turbando mis meditaciones, me ha
metido catorce nueces en el buche. Catorce nueces con cáscaras y
todo. Figuraos por un momento cuál será mi situación. ¡Y a esto le
llaman en este país dar de comer!
***
Lasciati
ogni speranza! Han pasado algunos días y se me ha revelado todo
lo horrible de mi situación. He visto brillar con un fulgor siniestro
el cuchillo que ha de segar mi garganta y he contemplado con terror la
cazuela destinada a recibir mi sangre.
Ya
oigo los tambores de los chiquillos que redoblan anunciando mi muerte.
Mis plumas, estas hermosas plumas con que tantas veces he hecho el
abanico, van a ser arrancadas, una a una, y esparcidas al viento como
las cenizas de los más monstruosos criminales.
Voy
a tener por tumba un estómago, y por epitafio la décima en que pide
los aguinaldos un sereno.
Se
tu non piangi di che pianger suoli?
Cuando
terminé la lectura de este extraño diario, todos estábamos
enternecidos. La presencia de la víctima hacía más conmovedora la
relación de sus desgracias.
Pero...
¡oh fuerza de la necesidad y la costumbre!, transcurrido el primer
momento de estupor y de silencio profundo, nos enjugamos con el pico
de la servilleta la lágrima que temblaba suspendida en nuestros párpados
y nos comimos el cadáver.
Gustavo
Adolfo Becquer
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