Pese
a
que el manuscrito del Padre Lira era preciso y elocuente, sólo vine
a confirmar su veracidad cuarenta años después, cuando encontré
el primer mapa que hicieron los franciscanos de la cuenca del río
sagrado. Confieso que he quemado los originales de ambos para que no
caigan en manos de alguien más incauto que yo. Si el fuego redime
del pecado, también ha de redimir del error que guía a los
presuntuosos a investigar asuntos que no les competen.
Todo
comenzó por una simple curiosidad de noviciado, allá por años en
que soportaba las tribulaciones del convento de Ocopa. Me
encomendaron ordenar cientos de legajos en latín, imperecedero
legado de los primeros misioneros que se aventuraron a la
evangelización de estos salvajes. Recuerdo que los estantes
polvorientos estaban empotrados en la pared de adobe que cerraba el
extremo de la construcción. Abrumado por la cantidad de pergaminos
oxidados por el tiempo, decidí desmontarlos todos y liberar los
estantes para apreciar mejor aquel frontón recubierto de infinitas
costras de pintura.
Como
a mis superiores no les urgía el cumplimiento de la tarea, quise
descubrir los estratos del muro raspándolos con una herramienta.
Pero no era sólo curiosidad de historiador: los novicios, faltos de
experiencia y más aún de fe, especulábamos sobre los ruidos que
sentíamos por las noches. Ese muro debía guardar algo más de lo
que estaba permitido a ojos y oídos profanos. Almas en pena de
monjes emparedados, restos de rameras infiltradas en los claustros,
osamentas de párvulos abortados en los sótanos del convento. Quien
no haya dormido en Ocopa, ignora la veracidad de estas cosas.
Fui
descascarando capas de pintura antigua que nada podían demostrar.
El deterioro causado por el abandono y el clima vedaban toda
esperanza. Con el mango tanteaba cada adoquín de adobe hasta que
por fin mis impactos se hicieron distintos en cierta zona. Comprobé
una y otra vez que así era. Sabiéndome solo en ese ambiente,
escarbé y rompí el único bloque que sonaba hueco.
Después
de matar arañas que se escabullían a la luz de la vela, descubrí
lo que nunca debí: un tubo encerado que guardaba los manuscritos
del Padre Lira acerca de la última entrada al Gran Pajonal en 1729,
un relicario de plata y el ombligo reseco de alguien que pudo ser su
dueño. Me extrañó que no estuviera escrito en latín, pero en
castellano arcaico entendí perfectamente las circunstancias
infaustas que determinaron el fracaso y la perdición de los
expedicionarios. Digo perdición de cordura y no extravíos de otra
naturaleza, porque los soldados españoles que apoyaban la
evangelización sucumbieron a sus pecados antes que a la hostilidad
de la selva.
Durante
cuarenta años he sacrificado tiempo y esfuerzos a reconstruir el
itinerario de la expedición. He comparado los datos y las
coordenadas geográficas según cartas de otros misioneros que no se
ajustaban a la versión prima. Testimoniaba Lira que los soldados
extraviados en el monte, hostilizados constantemente por los
flecheros del rebelde Juan Santos Atahualpa, terminaron por volverse
antropófagos cuando no entregándose entre ellos a los peores
pecados de la carne. Aquello que calificaba su autor como nefando
y después reiteraba como sodomía fue ejercitado no sólo
contra los guías nativos, sino con soldados débiles e incluso
hombres de sotana. Para entonces ya los flecheros campas cesaban sus
ataques y se dedicaban a contemplarlos desde el natural refugio de
la vegetación. Las lluvias, alimañas y enfermedades hicieron lo
demás.
Lira
escapó de la barbarie deslizándose por un peñascal de cascadas
exuberantes hasta dejarse caer en el río que menciona como el
Imapiriqueni y que ningún otro cronista conventual reconoce con ese
nombre. Paradójicamente los salvajes le auxiliaron y condujeron
hasta terreno seguro, no sin antes exigirle que participara de la
gran verdad de su líder espiritual, don Juan Santos Atahualpa,
hombre poseído del delirio que sólo a las ánimas oscuras reserva
el Anticristo.
Quienes
luego juzgaron y anatematizaron al Padre Lira, dejaron documentos
convencionales que nada decían de sus descubrimientos. Escribe el dómine
que mediante el brebaje que los salvajes ingerían pudo llegar a
vivir en un tiempo sin tiempo, suspendido en un limbo en el cual el
hombre goza en gracia con la naturaleza y sin conflicto con sus
semejantes. Le asombró que ese espacio al cual había intentado
arribar mediante la oración y el ayuno, estaba más al alcance de
infieles que de los hombres dedicados al culto verdadero. Por fin le
reveló el gran cacique que los expedicionarios no supieron de cuál
agua beber y que tal equivocación les valió la perdición, la
locura y la muerte.
Quise
confirmar entonces las rutas de Lira aprovechando mis labores de
evangelizador, pero el hermetismo de los salvajes hizo infructuosa
la tarea. He caminado por senderos increíbles del Gran Pajonal, he
ingerido comidas nauseabundas y bebidas que engañan el espíritu.
Por lo menos una vez tomé el cocimiento reservado para los Shirimpiari,
aquel que abre los caminos simétricos del gran laberinto cósmico.
En el centro de rutas geométricamente idénticas vive al margen de
todo tiempo mensurable don Juan Santos Atahualpa, vistiendo cushma
de radiantes dibujos enigmáticos. Allí aguarda cambios anunciados,
gozoso de participar con elevados espíritus de los misterios que
vencen a la muerte. Ingenua mi admiración ante su elocuencia
turbadora, quedé cautivado por sus siniestros presagios hasta que
los efectos del brebaje se diluyeron en mis sudores y excreciones.
Cuando
mi mente estuvo despejada, intenté diferenciarme de esa greguería
nómada de rostros demudados por la estupidez que sólo causan el
atraso y la superstición. No solamente sé lo que les ocurrió a
los últimos fieles que trataron de reducir por las armas al gran Pinkatzari
emplumado, sino que mis dudas escatológicas son las mismas del
Padre Lira. Desde esta celda sórdida he querido reconciliarme con
mi fe, pero a través de meses de penitencia y mortificación no he
logrado volver a ver el mundo con vuestros ojos.
Dante
Castro Arrasco
otorongo@blockbuster.com.pe
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