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Las últimas vacaciones de verano

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Traducción: Orna Stoliar .

I

Cuando trato de rastrear el origen de la guerra y sus raíces, nunca me convenzo lo suficiente de lo que dicen los libros de historia; mis pensamientos vuelven siempre a las últimas vacaciones en las montañas.
Viajamos en un tren largo y gris con letras blancas: P.K.P. Mi hermano tenía seis años y seguramente lo olvidó todo. Mamá viajó con nosotros y también la señora Yanca, con el rostro picado de viruelas. En el trayecto no vimos ni rastros de la guerra; o tal vez, simplemente no supimos verla. Quizás estaba asada junto con el enorme pollo que trozamos alegremente con las manos, sin ayuda de cuchillos ni tenedores, mientras el tren avanzaba y las montañas aún estaban lejos. ¿Qué eran las montañas? No lo sabíamos; tampoco sabíamos qué era el mar, porque nuestro país era vasto y plano y en sus ciudades vivía gente que nunca viajaba a ninguna parte. Mamá nos contó que había gente que nunca había visto las montañas y que no conocía el mar.
Durante dos meses vivimos en las montañas, en una casa de madera de dos pisos. De cerca, las montañas no eran tan grises ni tan altas; eran tierra, árboles, rocas y campos cultivados en sus laderas. Y las cumbres tampoco eran tan afiladas como nos habían parecido desde la ventanilla del tren. Las montañas estaban salpicadas de casas pequeñas como juguetes con cercas de madera; entre el verde trepaban senderos blancos y angostos, y todas las mañanas podíamos ver a la gente que llevaba las cabras a las montañas, y más arriba podíamos ver las vacas. Siempre estaban allí, todo el tiempo, y sólo se movían un poco a un lado u otro.
Nuevamente comíamos con cuchillo y tenedor y la señora Yanca se sentaba a cuidarnos, pero poco después viajó para regresar sólo el último día. El cuarto de los niños estaba arriba y cada vez que mi hermano se caía de la cama, como era su costumbre, mamá lo oía a través del piso y venía a levantarlo. Llegaron otras dos familias. Una era la de la alemana -una mujer mayor que no sabía hablar bien- y su marido polaco. La otra era la familia del sionista, un niño gordo que se hacía llamar sionista. Al principio no lográbamos entender cómo un niño podía llamarse a sí mismo con una maldición. Había venido con su madre y su niñera, y no sabía caminar sobre las piedras para cruzar el arroyo que pasaba al lado de la casa. Las piedras eran resbaladizas y el arroyo corría a gran velocidad, pero no era profundo y lo cruzábamos a nuestro antojo; al gordo lo cruzaba su niñera, que lo alzaba sobre los hombros como un saco de harina. Antes de que él llegara, todas las mañanas caminábamos descalzos por el sendero de lajas que conducía a la casa: queríamos que las plantas de nuestros pies se parecieran a las de los campesinos que traían el queso. Después marchábamos a nuestro campo, una parcela con césped alto y verde, cercada y atravesada por un riachuelo. Nos tendíamos en el pasto y jugábamos a la guerra. A veces yo dejaba que mi hermano ganara, para que no se cansara del juego. En el pasto había que tener cuidado de no pisar las "tortas". ¿Cómo había llegado a ese lugar el estiércol de las vacas? Nunca habíamos visto vacas pastando en nuestro campo; sin embargo, las tortas frescas aparecían en él de tanto en tanto.
Nadábamos. Estirábamos el cuerpo en el agua, con los brazos hacia adelante y la cabeza bajo el agua, hasta perder el aliento. Y si antes habíamos tomado fuerte impulso desde la costa, a veces abríamos los ojos en la otra orilla. El gordo no quería nadar; venía y se mojaba los pies. Al principio no sabía nada de las tortas; le dijimos que eran troncos de árboles talados, muy cómodos para sentarse sobre ellos.
Discutí con él. Dijo que los sionistas eran el mejor movimiento juvenil. Me lo dijo a mí, que era el tamborilero de P.S.S. y que el 1° de mayo me había puesto la camisa azul con el pañuelo rojo al cuello. Hasta los otros chicos de nuestro patio, con los pañuelos verdes, me preguntaron si podían entrar a P.S.S., por la banda de música y las banderas rojas. Dijo algo más; algo sobre el idioma. Creí que lo había inventado; después, la señora Yanca dijo que en verdad había un idioma como ése. Bueno, pero no era el más bello del mundo. Fuimos a pasear los tres con las dos niñeras y ellas hablaban de ese idioma, el hebreo; ellas dijeron algunas palabras y él dijo otras. Eran palabras que se separaban en sílabas extrañas. Le pregunté a mamá; sonrió y no dijo nada. De vez en cuando, a la noche, tratábamos de entrar a su cuarto cubiertos con las sábanas que habíamos quitado de nuestras camas, pero su niñera lo cuidaba. No importa; lo hicimos sentar sobre la mesa del jardín y le dijimos que ése era nuestro columpio, en el que nos columpiábamos uno al otro. Le mostramos cómo: mi hermano se sentó y yo lo mecí con mucho cuidado. Aceptó. Era gordo y pesado, y tuvimos que empujarlo para que subiera; entonces comenzamos a columpiarlo, y cuando empezó a chillar y oímos a su señora Yanca por las escaleras, le dimos un último empujón y todo se rompió. La mesa se aplastó de pronto y cayó junto con él al piso, hasta que perdió la respiración. Pero nosotros no empezamos la guerra.
A veces pienso que la empezaron los dos campesinos jóvenes que querían el dinero y las tierras de su madre. Todo se supo a la mañana, cuando bajaron corriendo de la aldea. Nuestra casa estaba cerca de la taberna y todos pasaban por allí. Enseguida empezaron a romper las tablas de la cerca; uno hasta logró quitar una vara de la nuestra. Todo por la madre vieja. En la casa tenían un tronco de árbol, sobre el que cortaban con un hacha las cabezas de pavos y gallinas; le dijimos al gordo que en alguna ocasión le haríamos lo mismo. Cuando empezó a llorar y hasta mi hermano se asustó un poco, les dije que era en broma. Los campesinos lo hiceron en serio; de otra manera, habrían tenido compasión de las cercas. Le ataron las manos y le dijeron: "¿Nos das?" Y cuando -así nos dijo la mujer de nuestro campesino, porque mamá no quiso contarnos- ella dijo: "¡No les doy!", el mayor le puso el hacha sobre la nuca y le dijo: "¡Uno, dos, te corto!" La campesina nos mostró cómo había sido; también ella tenía un tronco bajo y un hacha. Tomó una gallina y le puso el cuello en el sitio adecuado. Mi hermano rompió a llorar: no, ahora no. Ella lo calmó: tontuelo, ésta es para las fiestas, no para ahora. Alzó el hacha sobre el tronco y le mostró. El hacha se clavó en el tronco y allí quedó. Los campesinos me asustaban, en especial los que se emborracharon en la taberna el día en que la guerra fue evidente y todos marcharon al ejército. Antes nunca había pensado de dónde salían los soldados. ¿Por qué gritaban "muerte a los judíos"? Si la guerra era contra los alemanes.
La señora Ilse era alemana. Qué lástima. Su marido andaba siempre con un cortaplumas, una tenaza, clavos, tornillos y otras herramientas extrañas en los bolsillos del pantalón. No ahora, cuando era niño; siempre podía reparar cualquier cosa. Ahora llevaba en el bolsillo un cortaplumas con muchas hojas, y me hizo un avión con ramas. La señora Ilse estaba todo el día sentada tejiendo un suéter para su hermano. A mí y a mi hermano nos dijo que en la guerra, su hermano estaría de un lado y su marido del otro, y que a la distancia se gritarían "¡Hola, Hans! ¡Hola Vaclav!" -así se llamaban- y después se dispararían con sus fusiles. No entendí ese final: si se conocían, ¿por qué habrían de dispararse? Sin ellos, ya había bastantes soldados que podían disparar para hacer la guerra. Por ella, yo habría preferido que la guerra fuera con los franceses, por ejemplo. Su hermano ni siquiera podría recibir el suéter.

II

Finalmente llegó papá. Vino para quedarse una semana con nosotros en las montañas. Salimos a escalar una montaña con una piscina. Papá vestía un traje de baño, porque quería broncearse en el camino; llevaba un pañuelo atado a la cabeza y calzaba sandalias. Cada vez que pasábamos junto a una casa nos espiaban desde los rincones y detrás de las ventanas esas mujeres tontas con las cabezas cubiertas con pañuelos, que se reían cubriéndose la boca con las manos, como si hubieran visto un monstruo extraño. A papá no le importaba; si lo quisiera, podría sacar el revólver y matarlas. En el camino vimos un árbol que crecía en medio de una iglesia. A sus pies había un banco de piedra que muchos años atrás se erguía derecho, pero como las mujeres que acudían a rezar se arrodillaban sobre él, las rodillas lo habían desgastado hasta volverlo cóncavo como una paila. ¿Qué rezaban? Yo rezaba para que la piscina de la cima estuviera llena.
Cuando llegamos estábamos tan cansados. A cada rato pensábamos que allí estaba la cima, y de nuevo volvíamos a ver la ladera de la montaña. No era como desde la ventana. Sólo a la tarde llegamos arriba. No había agua. Los dueños del lugar se lamentaron y dijeron que a la semana siguiente habría agua. Pero no sabían de la guerra.
Los libros afirman que antes de la guerra se perciben indicios, como un cometa que preanuncia desgracias o un terremoto. De todas las cosas que nos sucedieron en aquellas vacaciones en las montañas, ninguna podía interpretarse como un indicio de esa clase, a excepción de la lluvia. No la lluvia en sí misma, que convirtió el tiempo que pasamos en la cabaña de madera en una fiesta; ésos fueron mis días favoritos en aquella época. Pero el arroyo que se transformó en un río tempestuoso y turbio, pardusco y negro, que desbordó y anegó las casas próximas a sus orillas, pudo haber sido uno de esos signos. Asustaba ver cómo cambiaba todo. La orilla desapareció y el agua corría turbulenta, con olas grandes y presurosas que arrastraban todo lo que se les atravesaba en el camino: las vigas de la pequeña piscina que teníamos en nuestro campo, el puente en el centro de la aldea. De nuestro campo no quedó nada; sólo se veían los extremos de las tablas de la cerca. El río trajo consigo cosas de las aldeas en la ladera de la montaña: toneles y mesas, tablones y sillas, un caballo muerto. Una vez trajo también dos niños montados sobre la tabla de una carreta. Un hombre de la aldea trató de salvarlos y casi se ahoga. Finalmente, la tabla tropezó con una soga que tendieron en otra aldea a lo ancho del río, y los niños se salvaron.
El agua anegó el piso bajo de la pensión en la que a veces almorzábamos. Una vez fuimos a comer allí durante la inundación. La dueña estaba sentada en el lado de adentro de la mesa y remaba con las manos para llegar hasta el teléfono. La mesa se dio vuelta, la dueña de casa dijo "¡Ay!" y se hundió; sólo la cara le quedó fuera del agua, y con mis propios ojos vi que mamá contenía la risa.
Durante muchos días siguió lloviendo, y el porche con grandes ventanales se transformó en el punto central de la casa. Todos se sentaban sobre los pesados bancos a ambos lados de la gruesa mesa de madera: mamá y la señora Ilse con el tejido; la madre del gordo sionista y el marido de la señora Ilse. Jugaban a los naipes, y a veces me dejaban participar. Jugaba con ellos remy, un juego nada difícil. La estufa estaba encendida, la luz no era aguda, sino grisácea, como los golpes de las ramas mojadas del pino que se oían desde afuera.

Cuando el tiempo aclaró, llegó el fin de todo eso.

La guerra no fue lo suficientemente rápida y a pesar de que ya carcomía los confines de nuestro país, éste era lo bastante grande como para que pudiéramos huir hacia el interior y respirar un poco más el aire de la paz. El señor Vaclav y la señora Ilse no pudieron llevarnos en su automóvil a la estación de ferrocarril de la capital del distrito, porque se lo habrían confiscado. Lo empujaron entre los árboles y allí lo dejaron escondido. El gordo, su madre y su señora Yanca desaparecieron como si nunca hubieran existido. Y por el contrario, reapareció nuestra señora Yanca, que junto con mamá empacó en un santiamén todas nuestras maletas. Después nos dijeron que no nos moviéramos. Volvieron al rato con un chofer de taxi, quizás el último taxi que se había salvado en toda la región. Viajamos. Mamá dijo a la señora Yanca: ¿Puede quedarse en la estación con los bártulos? No quiero perder ni un momento por los niños. Después secretearon un poco, mamá y la señora Yanca, porque mamá le pagaba. Apenas salimos de la aldea apareció un motociclista militar, que empezó a galopar detrás de nosotros. Nuestro chofer aumentó la velocidad. Mamá nos abrazó para que no nos cayéramos en las curvas y al saltar sobre los pozos. No nos alcanzará, que reviente, dijo nuestro chofer. Cuando llegamos, mamá estaba pálida y el chófer sudaba y sonreía. Otra vez hubo una cuestión de dinero. En ese momento apareció un soldado enfadado que le dio al chófer una tarjeta amarilla.
La guerra llegó antes que nosotros a la estación. Empezamos a entenderlo cuando vimos que los nombres de los trenes no eran los correctos: el tren al que habíamos subido, en el que decía "A Varsovia", no iba a Varsovia. Allá, señora, señaló la gente. Pasamos al otro andén; allí aguardaba el tren a Cracovia, que era el tren a Varsovia. La gente se aferraba de las puertas y trataba de entrar, pero en vano: no había lugar. Había personas sentadas sobre el techo de los vagones y en la locomotora. Caminamos una vez y otra a lo largo del andén. Un silbido. Mamá se retregó las manos. Señor, le dijo a un hombre desconocido en una ventanilla, tengo que llegar a Varsovia con los niños. Venga, señora, déme primero al más pequeño. Mi hermano desapareció primero; después el desconocido me tomó por los brazos y me alzó hacia adentro. Mientras buscaba dónde apoyar los pies, vi algo extraño: mamá volaba en el aire como una niña pequeña; una niña pequeña que un hombre desconocido alzaba con ambos brazos y hacía entrar por la ventanilla.
Viajamos todo el día. El tren se fue vaciando. Cuanto más viajábamos, más aumentaba la velocidad; cuanto más oscurecía afuera, más se alejaba y empañaba la guerra, como si en verdad se quedara en las montañas, como un cuento, como un sueño. Me acosté a dormir sobre un asiento y de vez en cuando, al entreabrir un ojo, veía a mamá que conversaba con el desconocido. Hablaban y se reían. De pronto vi que mi hermano dormía con la cabeza apoyada sobre las rodillas del desconocido. Qué tonto. Era más de medianoche cuando recorrimos en taxi las calles de una Varsovia iluminada y enmudecida. Me tendí con los ojos abiertos y contemplé el cielo de terciopelo y las letras de neón que se encendían y apagaban, hasta que vi las letras verdes "APTEKA" en la plaza Wilson, cerca de casa. Mamá llevó a mi hermano en brazos desde el taxi por las escaleras; yo subí por mi propia cuenta. Eran las dos de la madrugada; ningún niño de mi clase se iba a dormir tan tarde. Papá rió, destrabó la cadena de seguridad y abrió la puerta de par en par. Vestía un bata de noche atada con un cinturón. De mañana ya no estaba. Cuando lo encontré de casualidad quince años más tarde, no nos reconocimos.

Uri Orlev 


Uri Orlev (Orlovsky) nació en Varsovia en 1931. Al estallar la Segunda Guerra Mundial permaneció con su hermano menor en el gueto de dicha ciudad, y entre 1943 y 1945 estuvo en el campo de concentración de Bergen-Belsen. A fines de 1945 llegó a Israel y vivió un tiempo en el kibutz Guenigar; actualmente reside con su familia en Jerusalén. Es traductor, dramaturgo, guionista y autor de libros para niños, que lo han hecho acreedor a numerosas distinciones y premios a nivel internacional. Actualmente se proyecta en Israel el filme "La isla de la calle de los pájaros", basado en uno de sus cuentos. Sus libros recrean sus recuerdos de infancia, las experiencias de la guerra y las relaciones entre los seres humanos, desde la óptica particular de un niño y con un tono mesurado que hace hincapié en la indestructibilidad del espíritu humano.

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