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Un Hombre Honrado

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Cuando oyó el disparo, cerró la llave del agua y entonces pudo oír el retumbo de la bala desperdigado en el ambiente neblinoso. Con las manos jabonosas aún, escuchó el llanto desganado, se echó agua, se escurrió las manos y secándoselas con el delantal empezó a correr. Atravesó el patio topándose con las dalias y las varitas de San José florecidas y dobladas por la lluvia. No percibió el olor mañanero de la hierbabuena y del tomillo. Entró al corredor, justo frente al dormitorio principal. Se acercó despacio y seguía el llanto, más que llanto, gimoteo.

Sintió de nuevo el mismo olor a sangre y a las botas enlodadas y llenas de estiércol del corral. Continuó escuchando el llanto de la mujer que después de años, aún lloraba. Abrió los ojos y siguió lavando. Miró al patio. La llovizna no paraba y las ramas del guayabo le parecieron más pesadas.

De guayaba era la jalea que mi madrina me regalaba. Me la comía atragantándome, como para no parar el gusto ni un ratito. Qué sabroso el olor de la guayaba. Tenés los pechos como guayaba madura, ni duros ni blandos. Las piernas y las rodillas, lisitas como piedras de río. Me lo dijo muchas veces, acurrucado junto a mi cama, allá en el cuartito del otro patio, mientras metía la mano por debajo de mi camisón. Me dejé la primera vez y tuve miedo; las otras veces pues también. Aprendí a apurar el momento, atragantándome el gusto sin pararlo ni un ratito. El salía siempre solo a todas horas. Jugaba a los dados en la barbería de Moya. Le gustaba el palenque, tenía buenos gallos y apostaba, perdía y ganaba, igual que en las cartas, pero total, si era su dinero; lo ganaba trabajando desde temprano. Miraba el ordeño, las vacas, los cercos. Recorría los potreros. Compraba y vendía ganado en las ferias. Estaba pendiente de la caña para el trapiche, también de los naranjales. Era un buen hombre, honrado, trabajador, a su familia no le faltaba nada; lo único eran las mujeres, las benditas mujeres y los celos que sentía por su mujer, y la pobre, si ni salía sola a ninguna parte, ni al mercado siquiera, ni a visitas, sólo a misas de muerto y a alguna que otra fiesta con él, que no la dejaba ni voltear a ver. Dios guarde. Ah, y cuando tomaba se ponía furioso, dicen que desde que se casaron le pegaba cuando se emborrachaba. Cuentan que hasta a la mamá de ella le pegó una vez.

Húmeda y frágil, la tranquilidad de la mañana se quiebra por el sollozo que sale del cuarto; lo escucha mezclado con el cacareo de las gallinas en el patio.

Las gallinas ponen huevos entre las piedras del cerco y adentro del horno del pan. Dicen que a una mujer con la que tuvo dos hijos, le compró cien gallinas, le mandó a hacer los gallineros y le hizo casa allá arriba, por el cementerio. Mi madrina lo supo y le reclamó. El le dio un sopapo en la cara. Tuvo que quedarse encerrada como una semana. Sólo yo entraba al cuarto y le ponía pedazos de carne cruda en el golpe para que no se le pusiera morado. Los hijos supieron que estaba nerviosa y que el doctor le había mandado reposo y no hablar con nadie. El llegaba a mi cuarto casi todos los viernes, no, era en la madrugada del sábado. Olía a cerveza y a cigarro, a veces ni me hablaba, sólo respiraba como caballo corrido, otras veces me decía qué partes de mi cuerpo le gustaban más y me apretaba. No sabía si odiarlo, o quererlo, o respetarlo. A veces pensaba que hacerlo era pecado, pero apuraba el gusto con las manos, los labios y con todo mi cuerpo. Se dormía, y a las cinco menos cuarto, como puritito reloj, se levantaba, metía la cabeza entera en la pila, escupía dos, tres, cinco veces en el patio y salía por el portón sin hacer ruido. Regresaba con las últimas cubetadas de leche y entraba por la puerta de la lechería, con ese caminado de patrón que tenía. Mi madrina lo miraba con ojos de rabia desvelada.

El sol empezaba a meterse entre las ramas de los árboles más altos y ya la neblina desvanecía su aliento a la altura del tejado de la galera en la que están arrimadas unas a otras las cargas de leña. Sintió, penetrante, el olor mohoso de la leña de encino.

Los encinales del cerro, más allá del cementerio, cerca de la laguna, qué rica sombra daban . Me sentaba a mirar el pueblo desde la loma, recostada en una gran piedra. De vez en cuando salía una que otra lagartija; hasta una culebra salió una vez. Eran del mismito color de las piedras. Qué sabrosa la tarde. Mi padrino llegó de repente y me agarró de la trenza. Qué susto me pegó. Se sentó cerquita y empezó a recordarse de cuando era chiquito y venía a la laguna a pescar juilines. Eran re bonitos, duritos y aguados, no tan aguados, más bien duritos, como tus piernas, no, quizá como tus nalgas, lisos y fríos como tus nalgas. Y me agarró la cintura y ni sentí cuando me dio vuelta, ni cuando él se recostó en la piedrona y aparecí encima de su cuerpo tan grande. Lo sentí grande, más grande que cuando lo sentía allá en el cuartito de atrás. Lo sentí duro, todito duro y caliente, y no era por el sol que se siente más en la subida del cerro sino por su calentura de adentro. Empecé a temblar, pero no de miedo. Era como siempre el temblor de no sé qué cosa que me pasa por todo el cuerpo, como si un vapor me subiera desde los mismitos pies hasta la cabeza y allí se me arremolinara y me enredara la mente o los pensamientos, como dice mi madrina. El no podía parar y yo tampoco tenía fuerza para hacerlo, me soltaba, toda todita. El me desnudó y me lamió el cuerpo y me dijo que por el color le recordaba el agua de canela que tomaba de chiquito. Después, el sol se puso en la montaña y prendió las nubes con un rojo naranja. Sentí frío y me puse la ropa. El me miraba y ponía los ojos como cuando miraba a los toros saltar a las vacas.

La casona, de tres patios queda cerca de la iglesia, las campanas suenan fuerte, como si sonaran en el mismo patio de adelante. Toda la casa se llena con el repique mañanero. Empezó a tender la ropa, oyó el canto de un gallo y se quedó mirando dos palomas que, como molotes de plumas, se habían parado en el alambre del tendedero.

Sonás como paloma, como pura palomita calentura, suavecito, tus gemidos son de paloma. Siento tus pechos como palomas, tiemblan como palomas, calientitos son, lisitos, como las plumas de las palomas. Tus pezones son el pico de las palomas. Las tengo en mis manos, son mías tus palomas. Qué hombre. Si parece que por ahí anda, que ya va a entrar, que volverá a agarrarme la cintura, las caderas, las nalgas, que me levantará la falda. Ya son casi las siete. El fuego ya ha de estar. Qué tonta, si ahora hay estufa y Pedro ya se fue, y ya no hay quién junte el fuego a las seis y media de la mañana, total, para qué, si ya nadie desayuna tan temprano. Ojalá se seque la ropa. Si hace buen sol, pero con estos días, quién sabe. El invierno se dejó venir. Es tiempo de que las vacas den la leche rala. La gente no entiende que la leche no es igual todo el tiempo, cuando las vacas comen zacate tierno se les arrala la leche, en el invierno siempre pasa, ni modo que cuando hay zacate se les va a dar de comer tuza. Cuánto sabía de todo eso, y no sólo de eso, de todo sabía.

El día, desanimado por la timidez de un sol de invierno, no acababa de instalarse en la casa. El patio de atrás estaba oscuro, sólo la ropa tendida le daba albor de mañana; el de adelante, metido entre olores de flores y monte, se adormilaba al compás del llanto encerrado. Estaba de pie, recostada en un pilar cerca de la puerta que comunica los dos patios, oyó ruiditos entre las tejas y pensó en el tacuazín que llegaba siempre en la madrugada a comerse los pollos.

Los tacuazines viven en el charco. Cuánta malanga crece en la orilla del charco. Está pegadito al sitio del café. Huele a hojas podridas. Por allí se sale a la otra calle. Se puede ir al hospital siguiendo recto la calle que topa con el tapial. A veces él entraba por allí, quizá cuando venía de la casa de la enfermera, aquella chaparra, que se pintó el pelo y que hasta mi madrina decía que tenía planta de puta. Venía a comprar queso en las tardes. La descarada. No vino más cuando resultó embarazada y fue cuando se lo contaron a mi madrina. Ella le mandó a decir conmigo que mejor se desaparezca porque le va a ir muy mal. La enfermera no hizo caso y cuando nació el muchachito le mandó a contar a mi madrina. Se puso furiosa, quebró todos los trastos de la platera, los sacó y los tiró al suelo y sobre la mesa, todos se rompieron, hasta aquel jarrito tan bonito que decía había sido de su abuelita. No le importó quebrarlo todo. Tanta era su cólera. El no apareció en todo el día, ni en la noche, hasta el otro día, algo temprano, como a las ocho, entró por la otra puerta, venía apurado. Mi madrina lo miró atravesar el patio. Se metió en el cuartito de los chunches. Oímos todo el ruido que hacía y lo vimos salir con la silla de montar a cuestas. La puso en el corredor. Regresó. Entró en la cocina y no se de dónde le salió a mi madrina aquello. Por tus hijos grandes debería de darte pena andar metiéndote con esas cualquieras. Y que tengan hijos. Quizá ni tuyos. Pensé que le iba a meter un sopapo, que le iba a quebrar los dientes, pero no. Parado a media cocina, pidió la cantimplora grande. Yo me subí en el banquito y se la bajé, llena de polvo. Sentía miedo, por eso se la di sin sacudirla. El sopló sobre ella. La destapó y le echó agua de la tinaja del filtro. Caminó hacia la puerta. Me voy al Llano Grande, regreso en la tarde. Mañana salgo temprano para la frontera. Si querés venite conmigo, a la feria de Santa Catarina. Podés quedarte allí todo el día, con tu comadre. Mi madrina sólo lo miró y cuando él salió, soltó el llanto.

Cruzó la puerta y pensó en el delantal mojado que llevaba puesto, sintió, también mojada, la falda de medio luto y parte de la blusa blanca llena de alforzas.

Lleno de alforzas estaba el vestido de mi Primera Comunión. Mi madrina me lo mandó a hacer con la Mina, la costurera que se quedó viuda de Andrés Contreras, el corralero aquel que no pudo pagarle a mi padrino la deuda del arrendamiento del terrenito cerca del cerro. Pasó el tiempo y la deuda era más grande. Mi padrino empezó a visitar la casa cuando Andrés no estaba, dicen que porque le gustaba la Mina, y entonces Andrés, el pobrecito Andrés Contreras se ahorcó en un palo de matasano que tenía sembrado en el patio.

Se quitó el delantal y lo tendió encima de unas redes con mazorcas de maíz, se agachó y recogió unos granos que se habían desprendido, los metió dentro de una palangana, regresó al patio de atrás y empezó a tirárselos a las gallinas.

Dos, cuatro... diez gallinas galanas sin contar la peluca, ya se pueden vender unas cinco en el mercado, dejar unas dos para matarlas un domingo que vengan todos a almorzar y las otras tres para que pongan. Quizás a mi madrina le den ganas de tomar caldo de gallina; que vaya comiendo aunque sea poco, talvez con un poquito de chile, quién quita y se coma hasta una pechuguita. A él le gustaba el caldo de gallina. Aquella vez en la costa, cuando se le fue el tiro y le dio en el pie y quiso quedarse allá para que lo cuidara la Consuelo, mi madrina le preparó unas gallinas, las más gordas, en un canasto y se las mandó con Pedro. Decía que porque las gallinas de patio de casa son más aseadas que las de la costa, que se comen hasta las lombrices que echan los patojos. Pobres patojos piojosos, enfermos y con lombrices, y dicen que eran hijos de él. Talvez sí porque me acuerdo que cuando estábamos en la escuela, la Consuelo era re coqueta. Dicen que desde que a su papá lo metieron preso por aquel lío del muerto que encontraron en la esquina del mercado, vivía con mi padrino. El le pagaba el cuarto y la sacó de trabajar en casa, todo por pagar con algo el favor que le hizo el viejo al ir a la cárcel en vez suya, aunque el trato dicen que no fue ese sino que mi padrino les perdonara la deuda que le tenían, él y su mujer, la Lipa, de la casita mediagua en Río Blanco. A mi padrino se le olvidaron la Lipa y los patojos cuando vendió el terreno con todo y la casita. Ella vino a suplicarle pero él ni la vio, como era impedida la pobre, coja y fea, qué iba él a fijarse. La pobre se fue con todo y sus hijos quién sabe para dónde. Al viejo lo mataron en la cárcel, de un tiro en la espalda, dijeron que porque quería huirse, quién sabe. A lo mejor sabía mucho, como dicen. Qué triste el día. No aclara, y eso que ya han de ser las siete y media.

De nuevo parada junto al maíz, puso la palangana encima de una red y escuchó a los perros ladrar cerca del zaguán, caminó rápido.

Han de estar tocando y allá atrás no se oye. Bien pueden entrarse y robar que uno no se da ni cuenta. Sólo los chuchos cuidan, pobrecitos, ya no tienen quién les haga cariño. El se los llevaba a los potreros, hasta a la montaña se los llevaba buscado pasto para el ganado en verano. Una vez me fui con él en el caballo prieto. Llevaba radio, me lo dejó prendido cuando llegamos. Me quedé sentaba bajo un palo de Flor de Paraíso mientras él recorría toda la orilla de la quebrada. Tenía trece años, ya poquito me faltaba. Me acuerdo que cuando me subió al caballo, no sé por qué si yo podía sola, me agarró los pechos. Quién tocaría, ya no hay nadie, se fue, a saber qué quería. Esta puerta ya no sirve, está picada.

Dio la vuelta y caminó desde el zaguán hacia el dormitorio principal. Por fin, el sol había desaparecido y nuevamente una llovizna persistente se apoderaba con plenitud del patio. Caminaba despacio.

A saber si mi madrina ya se despertó, con ese ánimo tan decaído que tiene, sólo llorar y llorar, todo el día y la noche, si parece que ya no viviera, que sólo llorara o por llorar viviera. Podía haberse aguantado más, digo yo. Tanto aguantar tantos años de encierro, de saber de las mujeres de mi padrino. Sólo lo mío nunca lo supo. Por qué no se lo imaginaría. Talvez como mi padrino, enfrente de ella, ni me miraba siquiera. Por eso ha de haber sido. Pobre madrina, aguantarle los escándalos hasta con aquella mujer de la cantina, que le rompió la frente con una botella porque lo descubrió con su hija, que después se supo que era hija de él. Yo no fui su mujer, digamos, así de fijo, ni me dejó ningún hijo. Era su ahijada. Desde cuándo me vine a vivir con ellos ya ni me acuerdo, creo que fue después de que se murió mi hermano, el que se cayó del caballo cuando iba con mi padrino para la molienda, bueno, eso contaron, pero dicen que mi padrino lo puso a espiar a la mujer de Felipe Lima, el que cuidaba el trapiche, para ver a qué horas se desnudaba en el río y como estaba subido en un palo de manzanarrosa, se deslizó y se dio en una piedra. Bueno, eso contaron, quién sabe. Pero sí dicen que un hijo de Felipe no es de él sino de mi padrino. Sólo Dios sabe. Mi madrina le habló a mi mamá para que yo me viniera a vivir con ellos como hija de casa y mi mamá, pobrecita, aceptó, era una boca menos en la pobreza. Desde entonces vivo aquí no como pura sirvienta pero ayudando en el oficio de la casa, más desde que terminé la escuela. Pobre madrina, aguantar tanto, ya con los hijos grandes, casados, con profesión y trabajo y hacer esto. A lo mejor él le pegó cuando ella le reclamó lo de la maestra de la escuela del cerro. Era re bonita y pura patoja. Mi padrino se volvió loco por ella. Pasaba metido en la casa donde vivía, dicen que con una su hermana. Ese día tenía dos días de no venir y hasta pensamos en un accidente por la llovedera, pero no. Vinieron a contarle a mi madrina que lo habían visto allá abajo, con ella. Me acuerdo de la cara que puso, como estirada, no sé si de rabia o de cansada. El apareció temprano, las siete han de haber sido. Dicen que entró directo al cuarto, se me hace que a sacar dinero. Mi madrina estaba en lo de la venta de la leche y entró detrás de él y de allí sólo se oyó el disparo. Yo corrí desde la pila, entré al cuarto y sentí el olorón a sangre y a la suciedad de sus botas. Estaba muerto, tirado en el suelo cerca del ropero y mi madrina, con cara de loca, tenía todavía la pistola en la mano y lloraba y lloraba, pero como sin ganas, y todavía sigue llorando. Pobre madrina, está dormida y sigue llorando, y también pobre mi padrino, tan buen hombre, tan trabajador y honrado.

  Ivonne Recinos
inrst+@pitt.edu
  


Ivonne Recinos, nació en Jalapa Guatemala en 1953. Muy joven publico su primer poemario titulado Veredas. Luego publico un poema mural titulado Peregrina, que obtuvo en 1994 el premio "Poeta de la libertad" otorgado por la Alianza Francesa de Quetzaltenango, Guatemala. Ese mismo año, por su cuento Un Hombre Honrado obtuvo el premio "Francisco de Vitoria" otorgado por la Oficina de los Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala. Su más reciente libro es el poemario Donde Nace la Voz (1996). Tiene inédito un libro de cuentos y relatos. Licenciada en Lengua y Literatura por la Universidad del Valle de Guatemala, Master in Arts por la Universidad e Pittsburgh y actualmente esta terminando sus estudios de doctorado en esta misma universidad en la que imparte clases de Español en el Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas. 

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