Una noche,
mientras sus padres bajaban por la autopista de vuelta de una fiesta
de cumpleaños, Miguel entró en la sala y se acercó a la jaula del
canario. Levantó la tela que la cubría, y abrió la puertecita. Metió
la mano, temblorosa, y la sacó en forma de puño, con la cabeza del
canario que asomaba entre los dedos. El canario se dejó agarrar,
oponiendo poca resistencia, con la resignación de alguien que sufre
una dolencia crónica, tal ve porque creía que lo sacaban para
limpiar la jaula y cambiar el alpiste. Pero Miguel miraba al canario
con los ojos ávidos de quien busca un presagio.
Todas
las luces de la casa estaban encendidas; Miguel había recorrido cada
cuarto, se había detenido en cada esquina. Dios, razonaba Miguel,
puede verlo a uno en cualquier sitio, pero son pocos los lugares
apropiados para invocarlo a Él. Por último, escogió la oscuridad
del sótano. Allí, en una esquina baja la alta bóveda, se puso en
cuclillas, al modo de los indios y los bárbaros, la frente baja, los
brazos en torno de las piernas, y el puño donde tenía al pájaro
entre las rodillas. Levantó los ojos a la oscuridad, que era roja en
ese instante, y dijo en voz baja: "Si existes, Dios mío, haz que
este pájaro reviva." Mientras lo decía, fue apretando poco a
poco el puño, hasta que sitió en los dedos la ligera fractura de los
huesos, la curiosa inmovilidad del cuerpecito.
Un
momento después, contra su voluntad, Migue pensó en María Luisa, la
sirvienta, que cuidaba del canario. Y luego, cuando por fin abrió la
mando, fue como si otra mano, una mano más grande, le hubiera tocado
la espalda: la mano del miedo. Se dio cuenta de que el pájaro no
reviviría. Dios no existía, luego era absurdo temer su castigo. La
imagen e idea de Dios salió de su mente, y dejó un vacío. Entonces,
por un instante, Miguel pensó en la forma del mal, en Satanás, pero
no se atrevió a pedirle nada.
Se
oyó el ruido de un motor en lo alto: el auto de sus padres entraba en
el garaje. Ahora el miedo era de este mundo. Oyó las portezuelas que
se cerraban, tacones de mujer en el piso de piedra. Dejó el
cuerpecito del canario en el suelo, cerca de la esquina, buscó a
tientas un ladrillo suelto y lo puso sobre le pájaro. Oyó la
campanilla de la puerta de entrada, y subió corriendo a recibir a sus
padres.
-¡Todas
las luces encendidas! -exclamó su madre cuando Miguel la besaba.
-¿Qué
estabas haciendo allá abajo? -preguntó su padre.
-Nada
-dijo Miguel-. Tenía miedo. Me da miedo la casa vacía.
La
madre recorrió la casa apagando las luces, en el fondo asombrada del
miedo de su hijo.
Ésa
fue para Miguel la primera noche de insomnio. El hecho de no dormir
fue para él lo mismo que una pesadilla, sin la esperanza de llegar al
final. Una pesadilla estática: el pájaro muerto debajo del ladrillo,
y la jaula vacía.
Horas
más tarde, oyó que se abría la puerta principal; había ruidos de
pasos en el piso inferior. Paralizado por el miedo, se quedó dormido.
María Luisa, la sirvienta, había llegado. Eran las siete; el día aún
estaba oscuro. Encendió la luz de la cocina, puso su canasto en la
mesa, y, como acostumbraba, se quitó las sandalias para no hacer
ruido. Fue a la sala y levantó la cobertura de la jaula del canario.
La puertecita estaba abierta; la jaula, vacía. Después de un momento
de pánico, durante el que permaneció con los ojos clavados en la
jaula que se balanceaba frente a ella, miró a su alrededor, volvió a
cubrir la jaula y regresó a la cocina. Con mucho cuidado recogió las
sandalias, tomó su canasto y salió de la casa. En la calle, se puso
las sandalias y echó a correr en dirección al mercado, donde
esperaba encontrar un canario igual al que, según ella, por su
descuido se había escapado.
El
padre de Miguel se despertó a las siete y cuarto. Cuando bajó a la
cocina, extrañado de que María Luisa aún no hubiera llegado, decidió
ir al sótano a traer las naranjas para sacar el jugo él mismo. Antes
de volver a la cocina, trató de apagar la luz, pero tenía las manos
y los brazos cargados de naranjas, así que tuvo que usar un hombro
para bajar la llave. Una de las naranjas cayó de su brazo y rodó por
el suelo hacia una esquina. Volvió a encender la luz. Dejó las
naranjas sobre una silla, hizo una bolsa con las faldas de la bata, y
fue a recoger la naranja que estaba en la esquina. Y entonces notó el
ala del pajarito que asomaba debajo del ladrillo. No le fue fácil,
pero pudo imaginar lo que había ocurrido. Nadie ignora que los niños
son crueles; pero, ¿cómo reaccionar? Los pasos de su esposa se oían
arriba en la cocina. Se sentía avergonzado de su hijo, y, al mismo
tiempo, se sintió cómplice con él. Era necesario esconder la vergüenza,
la culpa, como si la falta hubiera sido suya. Levantó el ladrillo,
guardó el cuerpecito en el bolsillo de la bata, y subió a al cocina.
Luego fue a su cuarto para lavarse y vestirse.
Minutos
más tarde, cuando salía de la casa, se encontró con María Luisa
que volvía del mercado, con el nuevo canario oculto en el canasto.
María Luisa lo saludó de un modo sospechoso, pero él no advirtió
nada. Estaba turbado; tenía el canario muerto en la mano que escondía
en el bolsillo.
Al
entrar en la casa, María Luisa oyó la voz de la madre de Miguel en
el piso de arriba. Dejó el canasto en el suelo, sacó al canario, y
corrió a meterlo en la jaula. Con aire de alivio y de triunfo, levantó
la cubierta. Pero entonces, cuando descorrió las cortinas de los
ventanales y los rayos del sol tiñeron de rosa el interior de la
sala, notó con alarma que una de las patas del pájaro era negra.
Miguel
no lograba despertarse. Su madre tuvo que llevarlo cargado hasta la
sala del baño, donde abrió el grifo y, con la mano mojada, le dio
unas palmaditas en la cara. Miguel abrió los ojos. Luego su madre lo
ayudó a vestirse, bajo con él las escaleras, y lo sentó a la mesa
en la cocina. Después de dar unos sorbos del jugo de naranja, Miguel
consiguió deshacerse del sueño. Por el reloj de pared supo que eran
las ocho menos cuarto; María Luisa no tardaría en entrar a buscarlo,
para llevarlo a la parada del autobús de la escuela. Cuando su madre
salió de la cocina, Miguel se levantó de la mesa y bajó corriendo
al sótano. Sin encender la luz, fue a buscar el ladrillo en la
esquina. Luego corrió hasta la puerta y encendió la luz. Con la
sangre que golpeaba en su cabeza, volvió a la esquina, levantó el
ladrillo y se convenció de que el canario no estaba allí.
Al
subir a la cocina, se encontró con María Luisa; la evadió y corrió
hacia la sala, y ella corrió tras él. Al cruzar la puerta, vio la
jaula frente al ventanal, con el canario que saltaba de una ramita a
otra, y se detuvo de golpe. Hubiera querido acercarse más, para
asegurarse, pero María Luisa lo agarró de la mano y lo arrastró
hacia la puerta de la calle.
Camino
de la fábrica en padre de Miguel iba pensando en qué decirle a su
hijo al volver a casa por la noche. La autopista estaba vacía; era
una mañana singular: nubes densas y llanas, como escalones en el
cielo, y abajo, cortinas de niebla y luz. Abrió la ventanilla, y en
el momento en que el auto cruzaba por un puente sobre una profunda cañada,
quitó una mano del volante y arrojó al pequeño cadáver.
En
la cuidad, mientras esperaban el autobús en la parada, María Luisa
escuchaba el relato de la prueba que Miguel había recibido. El autobús
apareció a lo lejos, en miniatura en el fondo de la calle. María
Luisa se sonrió, y le dijo a Miguel en ton misterioso: "Tal vez
ese canario no es el que parece. Hay que mirarlo de cerca. Cuando
tiene una pata negra, es del diablo." Miguel, la cara tensa, la
miró en los ojos. María Luisa lo cogió de los hombros y le hizo
girar. El autobús estaba frente a él, con la puerta abierta. Miguel
subió el primer escalón. "¡India bruja!", le gritó a María
Luisa.
El
autobús arrancó. Miguel corrió hacia atrás y se sentó junto a la
ventana del último asiento. Sonó una bocina, se oyó rechinar de
neumáticos, y Miguel evocó la imagen del padre de su padre.
En
la última para, el autobús recogió a un niño gordo, de ojos y boca
rasgados. Miguel le guardaba un lugar a sus lado.
-¿Qué
tal?-el niño le preguntó al sentarse.
El
autobús corría entre los álamos, mientras Miguel y su amigo
hablaban del poder de Dios.
Rodrigo
Rey Rosa
Rodrigo
Rey Rosa, nació en Guatemala en 1958 y allí cursó estudios. Residió
luego en Nueva York y desde hace años vive en Marruecos. Su obra
narrativa ha sido traducida al inglés (por Paul Bowles), francés y
alemán. Es autor de El cuchillo del mendigo -El agua quieta
(1992), Cárcel de árboles - El salvador de buques
(1992) y Lo que soñó Sebastián (1994).
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