Recuerdo
que pegué la mejilla al muro frío, esperando que la voz de Raúl me
dijera alguna singraciada de esas que se sueltan cuando uno está
conciente de lo que hace. Afuera, las flores de la bugambilias hervían
al sol. Reina, muy en su papel de guía explicaba por qué un susurro
de aquella esquina llegaba perfectamente hasta esta otra, donde yo
estaba esperando un ¿me escuchás? sin mayores consecuencias.
Oí un gemido y volví la cabeza. Raúl utilizaba las manos como
bocina para pasarme un mensaje, tasajeado por dos o tres accesos de
risa y pensé que me estaba tomando el pelo. Me acerqué de nuevo a la
columna y esta vez, una serie entrecortada de gemidos y jadeos me erizó
la piel, como cuando un hombre le pasa a una con suavidad los dedos
por un pecho. El primer impulso fue retirarme, pero la sensualidad
pudo más que el asombro y ajusté el torso a la columna, erizada de
esquinas que vinieron a incrustárseme en el vientre.
En ese momento Sigrid dijo algo y su voz clara apagó los murmullos
que bajaban por los muros. Diana ocupó mi lugar y caminé entre la
tierra suelta del piso de la iglesia en ruinas, perpleja y excitada.
-Qué me dijiste, Raúl, que no logré entenderte?
-Puras babosadas.
-Vos te reías, me estabas tonteando. O no?
-No, me reí porque vos no contestaste. Si hubieras oído a lo mejor
me habrías insultado.
-Por qué?
-No, por nada. Te dije algo en latín.
Reina se puso a hacer trazos en el polvo del suelo para explicar el
porqué del milagro de la acústica inusual. A mí me pareció que iba
a pronunciar encantamientos y aunque me acuclillé para escucharla,
hice, con el pulgar y el índice, la señal de la cruz, como cuando
era pequeña y la oscuridad de mi cuarto me hacía pensar en el
diablo.
Me sujeté de los muslos. Mis compañeros escuchaban embelesados la
historia de los costillares que atraviesan la bóveda, del aire que
sube de la cripta. Yo quería levantarme y regresar al muro para
sentir otra vez las delicias del deseo.
Llegaron unos turistas y tuvimos que seguir el recorrido. La grama del
jardín, verde en época de lluvia, estaba seca y susurraba bajo
nuestras pisadas. Serpiente hirviendo, pensé, y metí mis manos al
agua de la fuente esperando hallarla fresca, pero el líquido, espeso
por líquenes y algas, quemaba un poco menos que el aire del ambiente.
Raúl y Julio explicaban cómo era aquello del tormento por el agua.
-Te encerraban en ese espacio diminuto.
-Y te dejaban allí, bajo la gota perenne de agua. Día y noche.
-Durante semanas. Tal vez meses.
Me atreví a decir que eso parecía un cuento de hadas.
-No, era cierto. Y en el claustro de Capuchinas es donde mejor puede
verse los nichos de tortura.
El sol caía a pico. Si hubiera levantado la vista, habría quedado
enceguecida por algunos instantes. Paramos bajo un arco y la nuca de
David me quedó cerca. Entre la temperatura y el olor que despedían
su piel blanca, su ensortijado cabello negro, deseé estar de nuevo
pegada a la parede susurrante de la iglesia. No aquí, a plena luz,
maniatada por las convenciones. Encerrada para siempre entre las
buenas costumbres. Atrapada. Para siempre. Empantanada en esta sensación
de impotencia. Reprimida. Para siempre.
La
ropa me envuelve desde el pelo, recortado malamente. Me sofoca, me
apelmaza, me asfixia, machaca mi carne. Me constriñe hasta las puntas
de los dedos, apretujados entre estos zapatos de hombre que ocultan
mis pies blancos, delicados. Las flores del jardín, aprisionadas por
raíces, son más libres que yo, que debo arrastrarme acompañada
hasta ese corredor donde me espera la sombra. Del coro alto llega el
sonido de un órgano que murmura cosas de Dios. Hierve, ronronea,
silba y jadea bajo unas manos desconocidas, que imagino trenzadas con
mis dedos. Suaves y estrujantes por momentos, alternando la caricia y
la opresión. Entro al pasillo fresco y voy quedándome a la zaga del
grupo. No aguanto más, me quito los zapatos y sintiendo la
desfachatez del piso enlosado que va lamiendo las plantas de mis pies,
me acerco al muro, a la columna esa, la prohibida, y froto contra ella
los botones erguidos en las puntas de mis pechos, la hendidura
quemante que llevo entre las piernas, esas piernas que se raspan con
lo áspero de la tela, y me muero, entre gemidos y susurros, por
sentir una vez, aunque sea una sola vez, la barba acariciante de un
hombre que abra mis piernas y sepulte, entre esos labios, su lengua de
serpiente larga y movediza.
Volví
en mí con los calzones mojados y me dí cuenta que estaba prendida a
la columna. Mis amigos me buscaban.
-Inés! Por dónde andás?
Bajé los escalones de la cripta para intentar serenarme. No quería
que nadie viera mis mejillas rojas, delatantes. Pero mientras iba
descendiendo, la lujuria se aposentó en mi cuerpo. Atrapada en la red
de mis propias fantasías, enfebrecida, alucinada, me ví arrodillada
para siempre ante un altar desde el cual me miraba de reojo, cómplice,
un Cristo que agoniza eternamente clavado en una cruz. Me santigüé
ligero y repetir el viejo ritual me dio un respiro. Yo era yo, la que
en las noches se aferra con todas sus fuerzas al cuerpo delgado y
blanco de David, para entender que los caminos de Dios son
misteriosos, que el amor hace olvidar la finitud antes que el día
vaya a incrustarse en el vientre último de la noche.
Siénteme
ahora, con estos pechos cargados de deseo. ¿Quién va a atravesar
esos muros, esos lienzos de negro terciopelo? ¿Quién va a atreverse
a venir a la cita nocturna a esta columna, recia y dura como el ariete
con que sueño? ¿Quién va a darle libertad a esa pez rojizo que
navega por mi vientre?
Temblorosa,
huí de la cripta. ¿Dónde vivían para siempre esas mujeres
separadas del mundo? ¿Quién puede huír de sus deseos?
-Inés, dejá de jugar al escondite, ya estás vieja para eso!
Salí otra vez al sol y David se había sentado a encender un
cigarrillo. Otra vez, su nuca excitante, peligrosa. Yo, construida a
pedazos y junturas, luchando contra la carne, le pedí ayuda a Julio
con los ojos. Me echó el brazo sobre el hombro, paternal y callado.
-Te perdiste toda la explicación de las torturas.
-Es muy sencilla, en realidad. Y no era tanto por castigar lo que se
hacía, sino por sublimar los pensamientos.
-Nada de coger.
-Vos creés eso de la pobreza, obediencia y castidad?
-Ellos lo creían. Que lo hicieran o no, era otra cosa.
-Pero ellas?
-No les quedaba otro remedio.
Me
paro frente al arco, ese arco que voy a atravesar para siempre. Detrás
de él me esperan el silencio y el encierro. Ya no lloro. Sé que
puedo regresar cada noche, en el sueño, al lugar donde sus ojos
oscuros incendiaron mi piel. Con qué pasión observé, a la luz de
aquella veladora, el oscurecido miembro erecto, recorrido por venas
azuladas. Con qué mezcla de dolor y de deseo lo ví hundirse entre mi
vientre. Con qué asombro y arrobo me asomé a su rostro redentor,
mientras los cuerpos se azotaban contra el suelo. Salvada del
agostamiento prematuro, del acartonamiento precoz, de la mustia
castidad forzada. Profanación, pensé más tarde, cuando por mis
piernas escurría la leche de su sexo. Y de nuevo mis pechos de
irguieron en lo oscuro, recordando su boca. No he de amamantar a nadie
más de hoy en adelante. Me espera el arco, ese que ahora voy a
atravesar de una vez por todas, porque ya no habrá otro milagro.
Apoyada
en el costado del arco, herida por aquellas sensaciones, contemplé
los muros en ruinas, la hierba tostada, percibí el sonido de la
fuente que espumaba y vibraba bajo el sol de cuaresma.
-¡Inés! Vení que vamos a tomar una cerveza. ¿Qué hacés ahí,
pegada a esa pared?
-Escuchando, respondí, y a sabiendas de que jamás tendría libertad,
atravesé el arco.
Ana María Rodas
anayluis@gold.guate.net
Ana
María Rodas, nació en la Ciudad de Guatemala, Guatemala, el 12 de
septiembre de 1937. Ha publicado Poemas de la izquierda erótica (poesía),
1973; Cuatro esquinas del juego de una muñeca (poesía), 1975; El fin
de los mitos y los sueños (poesía), 1984; y, La insurrección de
Mariana (poesía), 1993. Sus poemas han sido publicados en antologías
en español, inglés y alemán en Centroamérica, Estados Unidos,
Inglaterra, Colombia, México, Viena, Roma y Munich. En 1974 la
Asociación de Periodistas de Guatemala le otorgó el Premio Libertad
de Prensa, premio otorgado solamente a periodistas que se destacan en
la defensa de aquella libertad fundamental. En 1980, su libro El fin
de los mitos y los sueños recibió una Mención de Honor en el
Certamen de Juegos Florales México, Centroamérica y el Caribe de
1980 de la Ciudad de Quetzaltenango, Guatemala. En 1990, recibió el
Primer Premio Poesía en el Certamen de Juegos Florales México,
Centroamérica y el Caribe de 1990, con su obra La insurrección de
Mariana. En el mismo año también obtuvo el Primer Premio en el
Certamen de Cuento de Juegos Florales México, Centroamérica y el
Caribe de 1990 con su cuento "Mariana en la tigrera".
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