Una
calma perezosa desciende a esa temprana hora de la siesta sobre
el jardín. El viento del oeste aún no ha comenzado a soplar, hace
algo de calor y los escasos residentes están diseminados por todas
partes, algunos cómodamente repantigados en sus sillas y otros plácidamente
tendidos sobre el césped, entre los lirios.
El venerable anciano dormita a la sombra de un manzano frondoso. La
barba espesa le cubre el pecho y no carece de cierto parecido con el
retrato imaginario que trazara el pintor italiano Miguel Ángel, salvo
que ahora sus rizos y su barba son completamente blancos. A sus
espaldas, algo inclinado, se halla Gabriel.
-¿Qué es esto? ¿Qué es lo que zumba? -balbucea de pronto el
anciano, entreabriendo un ojo.
Gabriel se inclina hacia el oído del venerable anciano y le dice:
-Es la Tierra.
-¿La Tierra?
Gabriel carraspea, algo perplejo:
-Es un asunto antiguo; Su Señoría debe recordarlo: en un comienzo
fue el caos y Su Señoría dijo: '¡Hágase la luz!' Después Su Señoría
tuvo a bien crear el cielo entre las aguas, y después los
continentes. Así fue creada la Tierra, y desde entonces gira y zumba.
-Qué interesante -murmura el venerable anciano, y algo se inmuta en
su rostro antiquísimo. -¿Y qué sucedió después?-Después Su Señoría
creó al hombre -dijo Gabriel.
-¿Eh? ¿El hombre? Sí, creo que empiezo a recordar algo. A ver,
continúa.
-Y bien, tal como ya le he dicho, Su Señoría creó al hombre e
incluso tuvo a bien darle una compañía, la mujer. Y ambos, que en
ese entonces residían en este sitio, vivían plácidamente, desnudos
y sin avergonzarse, hasta que la suerte dejó de acompañarlos y
pecaron.-¿Pecaron? ¿Cómo pecaron?
-Sí, pecaron. Su Señoría les permitió probar todos los frutos del
jardín, no les rehusó las peras, ni las fresas, ni nada. Un solo
fruto les estaba absolutamente prohibido, y precisamente ése fue el
que quisieron probar. Fue sumamente tonto de su parte, y las
consecuencias de su acción fueron tristes; muy tristes.
Las últimas palabras se prolongan un tanto y el venerable anciano
vuelve a dormitar. Si bien ya comienza a disiparse el calor del mediodía,
aún no ha llegado la hora del grato viento del poniente.
Entretanto se notan algunos preparativos para la hora del té. En un
lugar cercano, sobre una pequeña colina verde, comienzan a agruparse
los miembros de la orquesta; el primero en llegar, alma diligente y
puntual, es el director, el ex obercantor Juan Sebastián. Entre los
otros, un ojo avizor puede distinguir las figuras de Wolfgang Amadeus
y de Santa Cecilia; allí se acerca Orfeo y siguiéndole los pasos
vienen tomados del brazo Hemán y Jedutún (*).
Finalmente, con el violín bajo el brazo, llega también el hijo de
Isaí. Mientras todos los demás ocupan sus puestos, el hijo de Isaí
se demora acomodando las cuerdas, sin prestar demasiada atención a la
mirada disgustada y severa del señor director.
Con los primeros acordes, el venerable anciano vuelve a entreabrir los
ojos; mueve levemente la cabeza y Gabriel se inclina hacia él.
-Y ese hombre del que me habías hablado -murmura el venerable
anciano- ¿qué sucedió finalmente con él?-Eso ya es historia
antigua -dice Gabriel- pero aún no lo han olvidado en determinados círculos.
Su Señoría tuvo a bien enfadarse con el hombre y su mujer, y con un
animal que había estado implicado en aquel episodio. Después de reñirlos,
Su Señoría tuvo a bien ordenarles que abandonaran el jardín de
inmediato.
-¿Sí? ¿Tanto me había enfadado? -balbucea el venerable anciano y
calla, sumido en sus pensamientos. Sólo se oye el sonido de la música:
es un trozo de aire bailable y aunque el motivo principal gira
lentamente a un compás de 4/4, el primer violín no puede permanecer
tranquilo en su lugar y comienza a tararear y a brincar, como ya lo
hiciera en una ocasión anterior(**).
Ante semejante espectáculo, Santa Cecilia no puede contenerse y deja
oír una risa sofocada, lo que provoca una clara expresión de
disgusto en el rostro del señor director.
Así pasa un cierto tiempo, hasta que el venerable anciano vuelve a
sacudir la cabeza para que Gabriel se incline hacia él.
-No me has contado el final -murmura el venerable anciano -¿Qué hizo
ese hombre?-¿Qué le quedaba por hacer, si Su Señoría le había
ordenado que se marchara? -dice Gabriel -Tomó a su mujer y se fue.
El venerable anciano suspira.
-¡Ay, qué pena, qué pena! Si yo no lo había dicho en serio. Se
trataba de una broma, simplemente.
La hora del té ha concluido. Los músicos se dispersan, el viento del
oeste comienza a soplar y llega el crepúsculo.
Del gran edificio situado al otro lado de la colina (razón por la
cual ningún ojo alerta puede verlo desde aquí) salen en ese momento
dos figuras vestidas de blanco: una, la enfermera principal, es una
mujer madura que lleva en la mano un manojo de llaves. Tras ella
marcha un hombre robusto y corpulento, de clavicie resplandeciente; es
uno de los supervisores. Ambos avanzan lentamente y en silencio.
Al verlos acercarse, un estremecimiento de triste desasosiego sacude a
los presentes y algunos con una mirada gélida, la enfermera principal
sube por el césped, alza la mano que sostiene las llaves y las agita,
haciéndolas sonar como una campana.
Pinhas
Sadeh
Traducción: Orna Stoliar
(*)Hemán
y Jedutún: Músicos descendientes de la tribu de Levi, contemporáneos
de David (Crónicas I, 16:42).
(**) Cf. Samuel II, 6:14.
Pinhas
Sadeh nació en Lemberg, Galizia, en 1929, y llegó a Israel en 1934.
Vivió algún tiempo en el kibutz Sarid, en el valle de Jezreel, y
desempeñó diversas tareas y oficios (pastor de ovejas, oficinista,
bibliotecario, periodista, etc.). En 1945 publicó su primer cuento, y
al año siguiente su primer poema. Es autor de varias novelas (La vida
como una parábola, Acerca de la condición humana,La muerte de
Avimelej y su ascensión al cielo en brazos de su madre), libros
infantiles, antologías de cuentos populares y jasídicos (El libro de
las imaginaciones de los judíos y La enmienda del corazón, textos de
Rabí Nahman de Breslau) y el volumen de cuentos El libro de las peras
doradas, al que pertenece el siguiente relato. Falleció en 1994
|