"El
sueño de Pluto" es un fragmento de: "Los Cuadernos de Don
Rigoberto"
En
la soledad de su estudio, despabilado por el frío amanecer, don
Rigoberto se repitió de memoria la frase de Borges con la que
acababa de toparse:
Pocas
páginas después de la cita borgiana, la carta compareció ante
él, indemne a los años corrosivos:
Querida
Lucrecia:
Leyendo
estas líneas te llevarás la sorpresa de tu vida y, acaso, me
despreciarás. Pero, no importa. Aun si hubiera una sola posibilidad
de que aceptaras mi propuesta contra un millón de que la rechaces,
me lanzaría a la piscina. Te resumo lo que necesitaría horas de
conversación, acompañada de inflexiones de voz y gesticulaciones
persuasivas.
Desde
que (por las calabazas que me diste) partí del Perú, he trabajado
en Estados Unidos, con bastante éxito. En diez años he llegado a
gerente y socio minoritario de esta fábrica de conductores
eléctricos, bien implantada en el Estado de Massachusetts. Como
ingeniero y empresario he conseguido abrirme camino en esta mi
segunda patria, pues desde hace cuatro años soy ciudadano
estadounidense.
Para
que lo sepas, acabo de renunciar a esta gerencia y estoy vendiendo
mis acciones en la fábrica, por lo que espero obtener un beneficio
de seiscientos mil dólares, con suerte algo más. Lo hago porque me
han ofrecido la rectoría del TIM (Technological Institute of
Mississippi), el college donde estudié y con el que he mantenido
siempre contacto. La tercera parte del estudiantado es ahora
hispanic (latinoamericana). Mi salario será la mitad de lo que gano
aquí. No me importa. Me ilusiona dedicarme a la formación de estos
jóvenes de las dos Américas que construirán el siglo XXI. Siempre
soñé con entregar mi vida a la Universidad y es lo que hubiera
hecho de quedarme en el Perú, es decir, si te hubieras casado
conmigo.
«A
qué viene todo esto?», te estarás preguntando, «Por qué
resucita Modesto, después de diez años, para contarme semejante
historia?». Llego, queridísima Lucrecia.
He
decidido, entre mi partida de Boston y mi llegada a Oxford,
Mississippi, gastarme en una semana de vacaciones cien mil de los
seiscientos mil dólares ahorrados. Vacaciones, dicho sea de paso,
nunca he tomado y no tomaré tampoco en el futuro, porque, como
recordarás, lo que me ha gustado siempre es trabajar. Mi job sigue
siendo mi mejor diversión. Pero, si mis planes salen como confío,
esta semana será algo fuera de lo común. No la convencional
vacación de crucero en el Caribe o playas con palmeras y tablistas
en Hawai. Algo muy personal e irrepetible: la materialización de un
antiguo sueño. Allí entras tú en la historia, por la puerta
grande. Ya sé que estás casada con un honorable caballero limeño,
viudo y gerente de una compañía de seguros. Yo lo estoy también,
con una gringuita de Boston, médica de profesión, y soy feliz, en
la modesta medida en que el matrimonio permite serlo. No te propongo
que te divorcies y cambies de vida, nada de eso. Sólo, que
compartas conmigo esta semana ideal, acariciada en mi mente a lo
largo de muchos años y que las circunstancias me permiten hacer
realidad. No te arrepentirás de vivir conmigo estos siete días de
ilusión y los recordarás el resto de tu vida con nostalgia. Te lo
prometo.
Nos
encontraremos el sábado 17 en el aeropuerto Kennedy, de New York,
tú procedente de Lima en el vuelo de Lufthansa, y yo de Boston. Una
limousine nos llevará a la suite del Plaza Hotel, ya reservada,
con, incluso, indicación de las flores que deben perfumarla.
Tendrás tiempo para descansar, ir a la peluquería, tomar un sauna
o hacer compras en la Quinta Avenida, literalmente a tus pies. Esa
noche tenemos localidades en el Metropolitan para ver la Tosca de
Puccini, con Luciano Pavarotti de Mario Cavaradossi y la Orquesta
Sinfónica del Metropolitan dirigida por el maestro Edouardo Muller.
Cenaremos en Le Cirque, donde, con suerte, podrás codearte con Mick
Jagger, Henry Kissinger o Sharon Stone. Terminaremos la velada en el
bullicio de Regine`s.
El Concorde a París sale el domingo a mediodía, no habrá
necesidad de madrugar. Como el vuelo dura apenas tres horas y media
-inadvertidas, por lo visto, gracias a las exquisiteces del almuerzo
recetado por Paul Bocusse- llegaremos a la Ciudad Luz de día.
Apenas instalados en el Ritz (vista a la Place Vendôme garantizada)
habrá tiempo para un paseo por los puentes del Sena, aprovechando
las tibias noches de principios de otoño, las mejores según los
entendidos, siempre que no llueva. (He fracasado en mis esfuerzos
por averiguar las perspectivas de precipitación fluvial parisina
ese domingo y ese lunes, pues, la NASA, vale decir la ciencia
meteorológica, sólo prevé los caprichos del cielo con cuatro
días de anticipación.) No he estado nunca en París y espero que
tú tampoco, de modo que, en esa caminata vespertina desde el Ritz
hasta Saint-Germain, descubramos juntos lo que, por lo visto, es un
itinerario atónito. En la orilla izquierda (el Miraflores parisino,
para entendernos) nos aguarda, en la abadía de Saint-Germain des
Prés, el inconcluso Réquiem de Mozart y una cena Chez Lipp,
brasserie alsaciana donde es obligatoria la choucroute (no sé lo
que es, pero, si no tiene ajo, me gustará).
He
supuesto que, terminada la cena, querrás descansar para emprender,
fresquita, la intensa jornada del lunes, de modo que esa noche no
atollan el programa discoteca, bar, boîte ni antro del amanecer. A
la mañana siguiente pasaremos por el Louvre a presentar nuestros
respetos a la Gioconda, almorzaremos ligero en La Closerie de Lilas
o La Coupole (reverenciados restaurantes snobs de Montparnasse), en
la tarde nos daremos un baño de vanguardia en el Centre Pompidou y
echaremos una ojeada al Marais, famoso por sus palacios del siglo
XVIII y sus maricas contemporáneos. Tomaremos té en La marquise de
Sévigné, de La Madelaine, antes de ir a reparar fuerzas con una
ducha en el Hotel. El programa de la noche es francamente frívolo:
aperitivo en el Bar del Ritz, cena en el decorado modernista de
Maxim`s y fin de fiesta en la catedral del striptease: el Crazy
Horse Saloon, que estrena su nueva revista «Qué calor!». (Las
entradas están adquiridas, las mesas reservadas y maîtres y
porteros sobornados para asegurar los mejores sitios, mesas y
atención.) Una limousine, menos espectacular pero más refinada que
la de New York, con chofer y guía, nos llevará la mañana del
martes a Versalles, a conocer el palacio y los jardines del Rey Sol.
Comeremos algo típico (bistec con papas fritas, me temo) en un
bistrot del camino, y, antes de la opera (Otelo, de Verdi, con
Plácido Domingo, por supuesto) tendrás tiempo para compras en el
Faubourg Saint-Honoré, vecino del Hotel. Haremos un simulacro de
cena, por razones meramente visuales y sociológicas, en el mismo
Ritz, donde -expertos dixit- la suntuosidad del marco y la finura
del servicio compensan lo inimaginativo del menú. La verdadera cena
la tendremos después de la ópera, en La Tour d`Argent, desde cuyas
ventanas nos despediremos de las torres de Notre Dame y de las luces
de los puentes reflejadas en las discursivas aguas del Sena.
El
Orient Express a Venecia sale el miércoles al mediodía, de la gare
Saint Lazare. Viajando y descansando pasaremos ese día y la noche
siguiente, pero, según quienes han protagonizado dicha aventura
ferrocarrilera, recorrer en esos camarotes belle époque la
geografía de Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia, es
relajante y propedéutico, excita sin fatigar, entusiasma sin
enloquecer y divierte hasta por razones de arqueología, debido al
gusto con que ha sido resucitada la elegancia de los camarotes,
aseos, bares y comedores de ese mítico tren, escenario de tantas
novelas y películas de la entreguerra. Llevaré conmigo la novela
de Agatha Christie, Muerte en el Orient Express, en versión inglesa
y española, por si se te antoja echarle una ojeada en los
escenarios de la acción. Según el prospecto, para la cena aux
chandelles de esa noche, la etiqueta y los largos escotes son de
rigor.
La suite del Hotel Cipriani, en la isla de la Giudecca, tiene vista
sobre el Gran Canal, la Plaza de San Marco y las bizantinas y
embarazadas torres de su iglesia. He contratado una góndola y al
que la agencia considera el guía más preparado (y el único
amable) de la ciudad lacustre, para que en la mañana y tarde del
jueves nos familiarice con las iglesias, plazas, conventos, puentes
y museos, con un corto intervalo al mediodía para un tentempié
-una pizza, por ejemplo- rodeados de palomas y turistas, en la
terraza del Florian. Tomaremos el aperitivo -una pócima inevitable
llamada Bellini- en el Hotel Danielli y cenaremos en el Harry`s Bar,
inmortalizado por una pésima novela de Hemingway. El viernes
continuaremos la maratón con una visita a la playa del Lido y una
excursión a Murano, donde todavía se modela el vidrio a soplidos
humanos (técnica que rescata la tradición y robustece los pulmones
de los nativos). Habrá tiempo para souvenirs y echar una mirada
furtiva a una villa de Palladio. En la noche, concierto en la islita
de San Giorgio -I Musici Veneti- con piezas dedicadas a barrocos
venecianos, claro: Vivaldi, Cimarosa y Albinoni. La cena será en la
terraza del Danielli, divisando, noche sin nubes mediante, como
(resumo guías) los faroles de Venecia. Nos despediremos de la
ciudad y del Viejo Continente, querida Lucre, siempre que el cuerpo
lo permita, rodeados de modernidad, en la discoteca Il gatto nero,
que imanta a viejos, maduros y jóvenes adictos al jazz (yo no le he
sido nunca y tú tampoco, pero uno de los requisitos de esta semana
ideal es hacer lo nunca hecho, sometidos a las servidumbres de la
mundanidad).
A
la mañana siguiente -séptimo día, la palabra fin ya en el
horizonte- habrá que madrugar. El avión a París sale a las diez,
para alcanzar el Concorde a New York. Sobre el Atlántico,
cotejaremos las imágenes y sensaciones almacenadas en la memoria a
fin de elegir las más dignas de durar.
Nos
despediremos en el Kennedy Airport (tu vuelo a Lima y el mío a
Boston son casi simultáneos) para, sin duda, no vernos más. Dudo
que nuestros destinos vuelvan a cruzarse. Yo no regresaré al Perú
y no creo que tú recales jamás en el perdido rincón del Deep
South, que, a partir de octubre podrá jactarse de tener el único
Rector hispanic de este país (los dos mil quinientos restantes son
gringos, africanos o asiáticos).
¿Vendrás?
Tu pasaje te espera en las oficinas limeñas de Lufthansa. No
necesitas contestarme. Yo estaré de todos modos el sábado 17 en el
lugar de la cita. Tu presencia o ausencia será la respuesta. Si no
vienes, cumpliré con el programa, solo, fantaseando que estás
conmigo, haciendo real ese capricho con el que me he consolado estos
años, pensando en una mujer que, pese a las calabazas que cambiaron
mi existencia, seguirá siendo siempre el corazón de mi memoria.
¿Necesito precisarte que ésta es una invitación a que me honres
con tu compañía y que ella no implica otra obligación que
acompañarme? De ningún modo te pido que, en esos días del viaje
-no sé de qué eufemismo valerme para decirlo- compartas mi lecho.
Queridísima Lucrecia: sólo aspiro a que compartas mi sueño. Las
suites reservadas en New York, París y Venecia tienen cuartos
separados con llaves y cerrojos, a los que, si lo exigen tus
escrúpulos, puedo añadir puñales, hachas, revólveres y hasta
guardaespaldas. Pero, sabes que nada de eso hará falta, y que, en
esa semana, el buen Modesto, el manso Pluto como me apodaban en el
barrio, será tan respetuoso contigo como hace años, en Lima,
cuando trataba de convencerte de que te casaras conmigo y apenas si
me atrevía a tocarte la mano en la oscuridad de los cinemas.
Hasta
el aeropuerto de Kennedy o hasta nunca, Lucre, Modesto (Pluto)
Don Rigoberto se sintió atacado por la fiebre y el temblor de las
tercianas. ¿Qué respondería Lucrecia? ¿Rechazaría indignada la
carta de ese resucitado? ¿Sucumbiría a la frívola tentación? En
la lechosa madrugada, le pareció que sus cuadernos esperaban el
desenlace con la misma impaciencia que su atormentado espíritu.
© Mario
Vargas Llosa |