Lorena
recorría nerviosa de un lado a otro el pequeño camerino. Más de una
década entre esas paredes húmedas, despintadas y malolientes a
flores secas. De los bombillos que rodeaban el espejo, media docena
habían colapsado. "Última función", susurraba como para
creérselo ella misma. Se sentó en la butaca forrada en lamé marrón
del tocador para calcar su imagen en el espejo opaco. En él todos sus
encantos pudieron antes remozarse, pero esa noche los años parecían
implacables. La cara era un derroche de arrugas inocultables y sus
manos, temblorosas, llevando sobre los dedos uñas con el mismo color
de siempre: rojo fuego, como fuego era su cintura cuando se dejaba
poseer por algun ritmo tropical y contagioso. Desesperada, se dibujaba
cada rasgo para aparentar una belleza que ya no existía. Intentó
entonces prolongar la línea negra sobre sus ojos para que parecieran
menos caídos y pintó sus labios de un rojo intenso, resaltándolos
con un lápiz negro que destacaba los bordes, como cuando se arreglaba
para conquistar a Esteban, el hombre que la quiso sacar de ese mundo
del que ahora tenía que fugar incluso contra su voluntad. Esteban, el
mismo que le dio un hijo para que cambiara de vida. Pero todo fue en
vano. Esteban desapareció y ella tuvo que aprender a convivir con el
niño y con las luces de los reflectores.
Tantos años en los night-clubs de La Colmena no se podían acabar de
un solo golpe. La última noche parecía que se iba más rápida que
las anteriores. Las horas avanzaban, los números sucediéndose en el
escenario y el animador a punto de llamarla a escena. Lorena seguía
maquillándose sola. Juliane, el homosexual que la había acompañado
en las buenas y en las malas, no quiso presenciar esta despedida y no
asistió esa noche al "Paraíso". Solo Juliane y ella sabían
del final. Lo habían mantenido en silencio, no querían decírselo a
nadie. No le darían gusto al patrón ni a "esas" que con
carnes más duras y nalgas firmes se regalaban al primero que quisiera
tocarlas con tal de cosechar aplausos. Pero ella, con el
profesionalismo de siempre, saldría a escena para dejarlo todo. Le
daría a su público el último aliento. Su público: tres borrachos
apestosos que confundían su aliento con el olor a orines y kreso que
siempre había en el salón. Y esa sombra que la seguía por más de
una década. Una mole negra que se sentaba en la mesa oculta detrás
de la luz. No se distinguía más que una silueta empañada del humo
que desprendía el tabaquillo que consumía. Una incógnita para ella.
En medio de reflectores rojos, verdes y naranjas y globos casi
desinflados por los días, aparecía ese sujeto que siempre la había
seguido. Desde los mejores tiempos, cuando prestigiosos cabarets la
contrataban y el champán era su bebida preferida, cuando los diarios
amanecían luciendo las formas de Lorena en primera plana y ramos de
flores adornaban su camerino. Ahora, en el apestoso y deprimente night
club de La Colmena, estaba como si voluntariamente hubiera descendido
en la escala social de la mano con ella. Como si ambos se hubieran
deteriorado al mismo compás en que se envilecían el centro de Lima,
La Colmena y sus lupanares. Sin embargo, no se atrevieron a algo más
que cruzar miradas, nunca una palabra.
-Y ahora, estimado público -dijo el animador somnoliento- para
ustedes, Lorena, con la belleza de siempre. Adelante Lorena... -y
dejando caer el brazo con desgano, se perdió entre cortinas
acribilladas por polillas.
Entonces fue cuando ante la euforia de los tres borrachos y la
parsimonia de la sombra de siempre, comenzó su show. La música -una
salsa con aires de bachata- y ella, como antaño, inició su actuación
dejando que el misterio de los tambores la poseyeran. Pero no era el
mambo de Pérez Prado, ni el paso aprendido a Anacaona, ni el meneo
que le costó copiar de la Tongolele y de las Dolly Sisters. La magia
no era igual, aunque el talento disimulara los estragos del tiempo.
Adentro en los camerinos, las nuevas que Lorena llamaba
"esas" comenzaban a pasarse la voz y a sacar las narices por
las rendijas para burlarse. "La tía da pena", comentaban.
Ella, con su cuerpo ajado por la ruindad de los años, se sentía la
misma reina de siempre. Despeinaba su larga cabellera recién teñida
de negro y su cuerpo iba moviéndose al compás de la música. Comenzó
a acariciarse los senos apagados y sus ojos se cerraban de placer,
como si en ese instante recordara las noches con Esteban o con todos
los Estébanes que se evaporaban en su memoria. Se pasaba la lengua
por los labios y entrecerrando los ojos con malicia, hacía muecas
sugerentes a los tres borrachos. Ellos no se percataban de las arrugas
del cuerpo, solamente en la penumbra veían una silueta de mujer que
hervía de placer. Era la noche de despedida y quería retirarse con
la satisfacción de que su público la recordara siempre. Fue entonces
que bajó del escenario, para asombro del patrón y de las nuevas.
Caminó cimbreándose como en una pasarela y quitándose el sostén se
sentó en las piernas del más viejo. Cogiéndole las manos callosas e
inútiles se las llevó a sus senos mientras se dejaba caer hacia atrás
descansando el cuerpo en las piernas del otro. El tercero, para no ser
menos, le metió un dedo húmedo de cerveza en la boca y con la otra
mano le bajó el calzón. Esa sombra de oscura y discreta presencia,
intentó pararse lentamente tratando de entender qué sucedía con
Lorena. Nunca la había visto así, y eso que la siguió noche tras
noche.
Fue tal el escándalo que hicieron los ebrios tocándola, que el patrón
mandó a sus guardaespaldas a que la sacaran de escena y la
devolvieran al camerino. Lorena no opuso resistencia. Adentro, las más
jovenes se miraban con asombro. "La tía se ha pasado",
comentaban. Entonces, sollozando, con el tacón rompió el espejo que
siempre la había acompañado y dando gritos destrozó todo lo que le
traía recuerdos. Se vistió rápidamente y sin quitarse el
maquillaje, salió. Dándole un empellón al patrón que intentó
atajarla, subió las escaleras que llevaban a la calle.
Afuera otros aires la despejaron. Lejos de los reflectores nadie la
reconocía. Entonces, en busca de ómnibus, caminó por el centro de
Lima sin saber qué le esperaría al amanecer. Cualquier ruta,
cualquier letrero, no importaba su rumbo: únicamente ansias de
dejarlo todo atrás. Quería viajar sola, sin nada que le recordara el
pasado. Por fin vino. Subió al vehículo casi vacío y tomó uno de
los asientos finales. Cuando volteó inesperadamente la sombra estaba
a su lado. El le tendió una mano y Lorena, como queriendo barruntar
el último secreto de la noche, sonrió. Partieron juntos, antes que
la contaminación ahogara la ciudad.
María
Regla Villa Gámez
otorongo@blockbuster.com.pe
María
Regla Villa Gámez (La Habana, Cuba, 1960). Escritora, periodista y
cineasta. Licenciada en Filología por la Universidad de La Habana.
Trabajó por más de quince años en la Casa de las Américas. Desde
1994 reside en el Perú. Dicta Talleres de Creación Literaria y
Talleres de Guión Cinematográfico. Preside la Comisión del
"Coloquio de Escritores de El Callao" y la Asociación
Cultural "Nuestra América". Sus textos han aparecido en
diversas publicaciones literarias
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