La casa del conejo
Era
el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y miraba
ansiosamente a su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia
oyó que murmuraba:
--¡La
Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas ! ¡Oh, mi piel y
mis bigotes ! ¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos
son grillos ! ¿Dónde demonios puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde?
¿Dónde?
Alicia
comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el par de
guantes blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso
también ella a buscar por todos lados, pero no encontró ni rastro
de ellos. En realidad, todo parecía haber cambiado desde que ella
cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de cristal y la
puertecilla habían desaparecido completamente.
A los pocos
instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia, que andaba
buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy
enfadado:
--¡Cómo,
Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre inmediatamente
a casa y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa!
Alicia se
llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que el Conejo
le señalaba, sin intentar explicarle que estaba equivocándose de
persona.
--¡Me ha
confundido con su criada! --se dijo mientras corría--. ¡Vaya
sorpresa se va a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será
mejor que le traiga su abanico y sus guantes... Bueno, si logro
encontrarlos.
Mientras
decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en cuya puerta
brillaba una placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en
ella. Alicia entró sin llamar, y corrió escaleras arriba, con
mucho miedo de encontrar a la verdadera Mary Ann y de que la echaran
de la casa antes de que hubiera encontrado los guantes y el abanico.
--¡Qué
raro parece --se dijo Alicia eso de andar haciendo recados para un
conejo! ¡Supongo que después de esto Dina también me mandará a
hacer sus recados! --Y empezó a imaginar lo que ocurriría en este
caso: «¡Señorita Alicia, venga aquí inmediatamente y prepárese
para salir de paseo!», diría la niñera, y ella tendría que
contestar: «¡Voy en seguida! Ahora no puedo, porque tengo que
vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dina y cuidar de que no se
escape ningún ratón»--. Claro que --siguió diciéndose Alicia--,
si a Dina le daba por empezar a darnos órdenes, no creo que parara
mucho tiempo en nuestra casa.
A todo
esto, había conseguido llegar hasta un pequeño dormitorio, muy
ordenado, con una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa (como
esperaba) un abanico y dos o tres pares de diminutos guantes blancos
de cabritilla. Cogió el abanico y un par de guantes, y, estaba a
punto de salir de la habitación, cuando su mirada cayó en una
botellita que estaba al lado del espejo del tocador. Esta vez no había
letrerito con la palabra «BEBEME», pero de todos modos Alicia lo
destapó y se lo llevó a los labios.
--Estoy
segura de que, si como o bebo algo, ocurrirá algo interesante --se
dijo--. Y voy a ver qué pasa con esta botella. Espero que vuelva a
hacerme crecer, porque en realidad, estoy bastante harta de ser una
cosilla tan pequeñaja.
¡Y vaya si
la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa de lo que imaginaba! Antes de
que hubiera bebido la mitad del frasco, se encontró con que la
cabeza le tocaba contra el techo y tuvo que doblarla para que no se
le rompiera el cuello. Se apresuró a soltar la botella, mientras se
decía:
--¡Ya
basta! Espero que no seguiré creciendo... De todos modos, no paso
ya por la puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido tan aprisa!
¡Por
desgracia, era demasiado tarde para pensar en ello! Siguió
creciendo, y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas en
el suelo. Un minuto más tarde no le quedaba espacio ni para seguir
arrodillada, y tuvo que intentar acomodarse echada en el suelo, con
un codo contra la puerta y el otro brazo alrededor del cuello. Pero
no paraba de crecer, y, como último recurso, sacó un brazo por la
ventana y metió un pie por la chimenea, mientras se decía:
--Ahora no
puedo hacer nada más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí?
Por suerte la botellita mágica había
producido ya todo su efecto, y Alicia dejó de crecer. De todos
modos, se sentía incómoda y, como no parecía haber posibilidad
alguna de volver a salir nunca de aquella habitación, no es de
extrañar que se sintiera también muy desgraciada.
--Era mucho
más agradable estar en mi casa --pensó la pobre Alicia--. Allí,
al menos, no me pasaba el tiempo creciendo y disminuyendo de tamaño,
y recibiendo órdenes de ratones y conejos. Casi preferiría no
haberme metido en la madriguera del Conejo... Y, sin embargo, pese a
todo, ¡no se puede negar que este género de vida resulta
interesante! ¡Yo misma me pregunto qué puede haberme sucedido!
Cuando leía cuentos de hadas, nunca creí que estas cosas pudieran
ocurrir en la realidad, ¡y aquí me tenéis metida hasta el cuello
en una aventura de éstas! Creo que debiera escribirse un libro
sobre mí, sí señor. Y cuando sea mayor, yo misma lo escribiré...
Pero ya no puedo ser mayor de lo que soy ahora --añadió con voz lúgubre--. Al menos, no me queda sitio para hacerme mayor mientras
esté metida aquí dentro. Pero entonces, ¿es que nunca me haré
mayor de lo que soy ahora? Por una parte, esto sería una ventaja,
no llegaría nunca a ser una vieja, pero por otra parte ¡tener
siempre lecciones que aprender! ¡Vaya lata! ¡Eso si que no me
gustaría nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia! --se rebatió a sí
misma--. ¿Cómo vas a poder estudiar lecciones metida aquí dentro?
Apenas si hay sitio para ti, ¡Y desde luego no queda ni un
rinconcito para libros de texto!
Y así
siguió discurseando un buen rato, unas veces en un sentido y otras
llevándose a sí misma la contraria, manteniendo en definitiva una
conversación muy seria, como si se tratara de dos personas. Hasta
que oyó una voz fuera de la casa, y dejó de discutir consigo misma
para escuchar.
--¡Mary
Ann! ¡Mary Ann! --decía la voz--. ¡Tráeme inmediatamente mis
guantes!
Después
Alicia oyó un ruidito de pasos por la escalera. Comprendió que era
el Conejo que subía en su busca y se echó a temblar con tal fuerza
que sacudió toda la casa, olvidando que ahora era mil veces mayor
que el Conejo Blanco y no había por tanto motivo alguno para
tenerle miedo.
Ahora el
Conejo había llegado ante la puerta, e intentó abrirla, pero, como
la puerta se abría hacia adentro y el codo de Alicia estaba fuertemente apoyado contra ella, no consiguió moverla. Alicia oyó
que se decía para sí:
--Pues
entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.
--Eso sí
que no --pensó Alicia.
Y, después
de esperar hasta que creyó oír al Conejo justo debajo de la
ventana, abrió de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo que
estuviera a su alcance. No encontró nada, pero oyó un gritito
entrecortado, algo que caía y un estrépito de cristales rotos, lo
que le hizo suponer que el Conejo se había caído sobre un
invernadero o algo por el estilo. Después se oyó una voz muy
enfadada, que era la del Conejo:
--¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde
estás?
Y otra voz,
que Alicia no había oído hasta entonces:
--¡Aquí
estoy, señor! ¡Cavando en busca de manzanas, con permiso del señor!
--¡Tenías
que estar precisamente cavando en busca de manzanas! --replicó el
Conejo muy irritado--. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y ayúdame a
salir de esto!
Hubo más
ruido de cristales rotos. --Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay
en la ventana?
--Seguro
que es un brazo, señor --(y pronunciaba «brasso»).
--¿Un
brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este tamaño?
¡Pero si llena toda la ventana!
--Seguro
que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo!
--Bueno,
sea lo que sea no tiene por que estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo
de ahí!
Siguió un
largo silencio, y Alicia sólo pudo oir breves cuchicheos de vez en
cuando, como «¡Seguro que esto no me gusta nada, señor, lo que se
dice nada!» y «¡Haz de una vez lo que te digo, cobarde!» Por último,
Alicia volvió a abrir la mano y a moverla en el aire como si
quisiera atrapar algo. Esta vez hubo dos grititos entrecortados y más
ruido de cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos de cristal debe
de haber ahí abajo!», pensó Alicia. «¡Me pregunto qué harán
ahora! Si se trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran
lograrlo. No tengo ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí
dentro.»
Esperó
unos minutos sin oír nada más. Por fin escuchó el rechinar de las
ruedas de una carretilla y el sonido de muchas voces que hablaban
todas a la vez. Pudo entender algunas palabras: «¿Dónde está la
otra escalera?... A mí sólo me dijeron que trajera una; la otra la
tendrá Bill... ¡Bill! ¡Trae la escalera aquí, muchacho!... Aquí,
ponedlas en esta esquina... No, primero átalas la una a la otra...
Así no llegarán ni a la mitad... Claro que llegarán, no seas
pesado... ¡Ven aquí, Bill, agárrate a esta cuerda!... ¿Aguantará
este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja suelta!... ¡Eh, que
se cae! ¡Cuidado con la cabeza!» Aquí se oyó una fuerte caída.
«Vaya, ¿quién ha sido?... Creo que ha sido Bill... ¿Quién va a
bajar por la chimenea?... ¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar!
Tiene que bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes
que bajar por la chimenea!»
--¡Vaya!
¿Conque es Bill el que tiene que bajar por la chimenea? se dijo
Alicia--. ¡Parece que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría estar en su pellejo: desde luego esta chimenea es estrecha, pero me
parece que podré dar algún puntapié por ella.
Alicia
hundió el pie todo lo que pudo dentro de la chimenea, y esperó
hasta oír que la bestezuela (no podía saber de qué tipo de animal
se trataba) escarbaba y arañaba dentro de la chimenea, justo encima
de ella. Entonces, mientras se decia a sí misma: «¡Aquí está
Bill! », dio una fuerte patada, y esperó a ver qué pasaba a
continuación.
Lo primero
que oyó fue un coro de voces que gritaban a una: «¡Ahi va Bill!»,
y después la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis
junto a la valla!» Siguió un silencio y una nueva avalancha de
voces: «Levantadle la cabeza... Venga un trago... Sin que se
ahogue... ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo todo!»
Por fin se oyó una vocecita débil y
aguda, que Alicia supuso sería la voz de Bill:
--Bueno,
casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias, ya me siento
mejor... Estoy tan aturdido que no sé qué decir... Lo único que
recuerdo es que algo me golpeó rudamente, ¡y salí por los aires
como el muñeco de una caja de sorpresas!
--¡Desde
luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! --dijeron los otros.
--¡Tenemos
que quemar la casa! --dijo la voz del Conejo.
Y Alicia
gritó con todas sus fuerzas:
--¡Si lo
hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se hizo
inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia pensó para sí:
--Me
pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una pizca de sentido
común, levantarían el tejado.
Después de
uno o dos minutos se pusieron una vez más todos en movimiento, y
Alicia oyó que el Conejo decía:
--Con una
carretada tendremos bastante para empezar.
--¿Una
carretada de qué? --pensó Alicia.
Y no tuvo
que esperar mucho para averiguarlo, pues un instante después una
granizada de piedrecillas entró disparada por la ventana, y algunas
le dieron en plena cara.
--Ahora
mismo voy a acabar con esto --se dijo Alicia para sus adentros, y añadió
en alta voz--: ¡Será mejor que no lo repitáis!
Estas
palabras produjeron otro silencio de muerte. Alicia advirtió, con
cierta sorpresa, que las piedrecillas se estaban transformando en
pastas de té, allí en el suelo, y una brillante idea acudió de
inmediato a su cabeza.
«Si como
una de estas pastas», pensó, «seguro que producirá algún cambio
en mi estatura. Y, como no existe posibilidad alguna de que me haga
todavía mayor, supongo que tendré que hacerme forzosamente más
pequeña.»
Se comió,
pues, una de las pastas, y vio con alegría que empezaba a disminuir
inmediatamente de tamaño. En cuanto fue lo bastante pequeña para
pasar por la puerta, corrió fuera de la casa, y se encontró con un
grupo bastante numeroso de animalillos y pájaros que la esperaban.
Una lagartija, Bill, estaba en el centro, sostenido por dos
conejillos de indias, que le daban a beber algo de una botella. En
el momento en que apareció Alicia, todos se abalanzaron sobre ella.
Pero Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y pronto se
encontró a salvo en un espeso bosque.
--Lo
primero que ahora tengo que hacer --se dijo Alicia, mientras vagaba
por el bosque --es crecer hasta volver a recuperar mi estatura. Y lo
segundo es encontrar la manera de entrar en aquel precioso jardín.
Me parece que éste es el mejor plan de acción.
Parecía,
desde luego, un plan excelente, y expuesto de un modo muy claro y
muy simple. La única dificultad radicaba en que no tenía la menor
idea de cómo llevarlo a cabo. Y, mientras miraba ansiosamente por
entre los árboles, un pequeño ladrido que sonó justo encima de su
cabeza la hizo mirar hacia arriba sobresaltada.
Un enorme
perrito la miraba desde arriba con sus grandes ojos muy abiertos y
alargaba tímidamente una patita para tocarla.
--¡Qué cosa tan bonita! --dijo
Alicia, en tono muy cariñoso, e intentó sin éxito dedicarle un
silbido, pero estaba también terriblemente asustada, porque pensaba
que el cachorro podía estar hambriento, y, en este caso, lo más
probable era que la devorara de un solo bocado, a pesar de todos sus
mimos.
Casi sin
saber lo que hacía, cogió del suelo una ramita seca y la levantó
hacia el perrito, y el perrito dio un salto con las cuatro patas en
el aire, soltó un ladrido de satisfacción y se abalanzó sobre el
palo en gesto de ataque. Entonces Alicia se escabulló rápidamente
tras un gran cardo, para no ser arrollada, y, en cuanto apareció
por el otro lado, el cachorro volvió a precipitarse contra el palo,
con tanto entusiasmo que perdió el equilibrio y dio una voltereta.
Entonces Alicia, pensando que aquello se parecía mucho a estar
jugando con un caballo percherón y temiendo ser pisoteada en
cualquier momento por sus patazas, volvió a refugiarse detrás del
cardo. Entonces el cachorro inició una serie de ataques relámpago
contra el palo, corriendo cada vez un poquito hacia adelante y un
mucho hacia atrás, y ladrando roncamente todo el rato, hasta que
por fin se sentó a cierta distancia, jadeante, la lengua colgándole
fuera de la boca y los grandes ojos medio cerrados.
Esto le
pareció a Alicia una buena oportunidad para escapar. Así que se
lanzó a correr, y corrió hasta el límite de sus fuerzas y hasta
quedar sin aliento, y hasta que las ladridos del cachorro sonaron
muy débiles en la distancia.
--Y, a pesar de todo, ¡qué cachorrito
tan mono era! --dijo Alicia, mientras se apoyaba contra una
campanilla para descansar y se abanicaba con una de sus hojas--. ¡Lo
que me hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera tenido yo
el tamaño adecuado para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había
olvidado que tengo que crecer de nuevo! Veamos: ¿qué tengo que
hacer para lograrlo? Supongo que tendría que comer o que beber
alguna cosa, pero ¿qué? Éste es el gran dilema.
Realmente
el gran dilema era ¿qué? Alicia miró a su alrededor hacia las
flores y hojas de hierba, pero no vio nada que tuviera aspecto de
ser la cosa adecuada para ser comida o bebida en esas
circunstancias. Allí cerca se erguía una gran seta, casi de la
misma altura que Alicia. Y, cuando hubo mirado debajo de ella, y a
ambos lados, y detrás, se le ocurrió que lo mejor sería mirar y
ver lo que había encima.
Se puso de
puntillas, y miró por encima del borde de la seta, y sus ojos se
encontraron de inmediato con los ojos de una gran oruga azul, que
estaba sentada encima de la seta con los brazos cruzados, fumando
tranquilamente una larga pipa y sin prestar la menor atención a
Alicia ni a ninguna otra cosa.
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