El
humor, el juego verbal, el cine y una nostalgia pertinaz por una
ciudad que tal vez nunca existió, son los ingredientes principales de
la obra de Guillermo Cabrera Infante. La Habana que aparece en sus
cuentos, novelas y crónicas, y que deja un recuerdo tan vívido en la
memoria del lector, debe seguramente o como el Dublín de Joyce, el
Trieste de Svevo o el Buenos Aires de Cortázar o mucho más a la
fantasía del escritor que a sus recuerdos. Pero ella está ahora allí,
contrabandeada en la realidad, más verdadera que la que le sirvió de
modelo, viviendo casi exclusivamente de noche, en unos convulsos años
prerrevolucionarios, sacudida de ritmos tropicales, humosa, sensual,
violenta, periodística, bohemia, risueña y gansteril, en su sabrosa
eternidad de palabras. Ningún escritor moderno de nuestra lengua, con
la excepción tal vez del inventor de Macondo, ha sido capaz de crear
una mitología citadina de tanta fuerza y color como el cubano.
Desde que leí `Tres tristes tigres', en manuscrito (el libro se
llamaba entonces `Vista del amanecer desde el trópico'), en 1964,
supe que Guillermo Cabrera Infante era un grandísimo escritor y peleé
como un león para que ganara el Premio Biblioteca Breve, del que yo
era jurado. Dos días después, en mi escritorio de la Radio-Televisión
Francesa, donde me ganaba la vida, sonó el teléfono. Soy Onelio
Jorge Cardoso dijo la tronante voz. ¿Te acuerdas? Nos conocimos en
Cuba, el mes pasado. Oye, ¿por qué le dieron el premio ése, en
Barcelona, al antipático de Cabrera Infante? Su novela era la mejor
le respondí, tratando de recordar a mi interlocutor. Pero tienes razón.
Lo conocí la noche del premio, y, en efecto, me pareció antipatiquísimo.
No mucho después, recibí un ejemplar de `Así en la paz como en la
guerra' con una dedicatoria incomodísima: Para Mario, de un tal
Onelio Jorge Cardoso. Más tarde, cuando el azar hizo que, desterrado
de Cuba y expulsado de España, que le negó el asilo político,
Guillermo fuera a refugiarse en Londres, en un sótano situado en
Earl's Court, a media cuadra de mi casa, me confesó que, por mi
culpa, no había vuelto a jugarles a sus amigos la broma de la falsa
identidad.
Naturalmente,
era falso. Por un chiste, una parodia, un juego de palabras, una
acrobacia de ingenio, una carambola verbal, Cabrera Infante ha estado
siempre dispuesto a ganarse todos los enemigos de la tierra, a perder
a sus amigos, y acaso hasta la vida, porque, para él, el humor no es,
como para el común de los mortales, un recreo del espíritu, una
diversión que distiende el ánimo, sino una compulsiva manera de
retar al mundo tal como es y de desbaratar sus certidumbres y la
racionalidad en que se sostiene, sacando a luz las infinitas
posibilidades de desvarío, sorpresa y disparate que esconde, y que,
en manos de un diestro malabarista del lenguaje como él, pueden
trocarse en un deslumbrante fuego de artificio intelectual y en
delicada poesía. El humor es su manera de escribir, es decir, algo
muy serio, que compromete profundamente su existencia. Es su manera de
defenderse de la vida, el método sutil de que se vale para desactivar
las agresiones y frustraciones que acechan a diario, deshaciéndolas
en espejismos retóricos, en juegos y burlas. Pocos sospechan que
buena parte de sus más hilarantes ensayos y crónicas, como los
aparecidos a fines de los sesenta en Mundo Nuevo, los escribió
cuando, convertido poco menos que en paria y confinado en Londres, sin
pasaporte, sin saber si su solicitud de asilo sería aceptada por el
gobierno británico, sobreviviendo a duras penas con sus dos hijas
pequeñas gracias al amor y la reciedumbre de la extraordinaria Miriam
Gómez, y atacado sin tregua por valientes gacetilleros que, encarnizándose
con él, ganaban sus credenciales de “progresistas” el mundo parecía
venírsele encima. Y, sin embargo, de la máquina de escribir de ese
escribidor acosado, con los nervios a punto de estallar, en vez de
lamentos o injurias, salían carcajadas, retruécanos, disparates
geniales y fantásticos pases de ilusionismo retórico.
Por
eso, su prosa es una de las creaciones más personales e insólitas de
nuestra lengua, una prosa exhibicionista, lujosa, musical e intrusa,
que no puede contar nada sin contarse a la vez a sí misma,
interponiendo sus disfuerzos y cabriolas, sus desconcertantes
ocurrencias, a cada paso, entre lo contado y el lector, de modo que éste,
a menudo, mareado, escindido, absorbido por el frenesí del espectáculo
verbal, olvida el resto, como si la riqueza de la pura forma volviera
pretexto, accidente prescindible el contenido. Discípulo aprovechado
de esos grandes malabaristas anglosajones del lenguaje, como Lewis
Carroll, Laurence Sterne y James Joyce (de quien ha traducido, de modo
impecable, “Dublineses”) su estilo es, sin embargo,
inconfundiblemente suyo, de una sensorialidad y euritmia, que él, a
veces, en uno de esos arrebatos de nostalgia de la tierra que le
arrebataron y sin la cual no puede vivir ni, sobre todo, escribir, se
empeña en llamar cubanas. ¡Como si los estilos literarios tuvieran
nacionalidad! No la tienen. En realidad, es un estilo sólo suyo,
creado a su imagen y semejanza, por sus fobias y sus filias o su oído
finísimo para la música y para el lenguaje oral, su memoria elefantiásica
para retener los diálogos de las películas que le gustaron y las
conversaciones con los amigos que quiso y los enemigos que detestó,
su pasión por el gran arte latinoamericano y español del cotilleo y
la broma delirante, y la oceánica información literaria, política,
cinematográfica y personal que se arregla para que llegue cada día a
su cubil empastelado de libros, revistas y vídeos de Gloucester Roadó,
y que está a años luz de distancia de los de otros escritores tan
cubanos como él: Lezama Lima, Virgilio Piñera o Alejo Carpentier.
Como
el cine le gusta tanto, ve tantas películas, ha escrito guiones y
reunido varios volúmenes de ensayos y críticas cinematográficas,
muchos tienen la impresión de que Guillermo Cabrera Infante está, en
realidad, más cerca del llamado sétimo arte que de la vieja
literatura. Es un error explicable, pero garrafal. En verdad, y aunque
él mismo no lo quiera así, y acaso ni lo sepa, se trata de uno de
los escritores más literarios que existen, es decir, más esclavizado
al culto de la palabra, de la frase, de la expresión lingüística, a
tal extremo que esta feliz servidumbre lo ha llevado a crear una
literatura que está hecha esencialmente de un uso exclusivo y
excluyente de las palabras antes que de cualquier otra cosa, una
literatura que por embelesarse de tal modo con ellas, por
potenciarlas, darles la vuelta, exprimirlas y lucirlas y jugar con
ellas, consigue a menudo disociarlas de lo que las palabras
representan también: las personas, las ideas, los objetos, las
situaciones, los hechos, de la realidad vivida. Algo que, en nuestra
literatura, no había vuelto a ocurrir desde los tiempos gloriosos del
Siglo de Oro, con los paroxismos conceptistas de Quevedo o las laberínticas
arquitecturas de imágenes de Góngora. Cabrera Infante se ha servido
mucho más del cine que lo ha servido, como hacía Degas con el
ballet, Cortázar con el jazz, Proust con las marquesas y Johannot
Martorell con los rituales caballerescos. Leer sus crónicas y
comentarios de películas o sobre todo, esa deslumbrante colección
que es `Un oficio del siglo XX (1963)' o es leer un género nuevo, con
la apariencia de la crítica, pero en verdad mucho más artístico y
elaborado que la reseña o el análisis, un género que participa
tanto del relato como de la poesía, sólo que su punto de partida, la
materia que le da el ser, no es la experiencia vivida ni la soñada
por su autor, sino la vivida por esos ensueños animados que son los héroes
de las películas y los esforzados directores, guionistas, técnicos y
actores que las realizan, una materia prima que a Cabrera Infante lo
estimula, dispara su imaginación y su verbo y lo lleva a inventar
esos preciosos objetos tan persuasivos que parecen recrear y explicar
el cine (la vida), cuando, en verdad, son nada más que (nada menos
que) ficciones, literatura.
Cabrera
Infante no es un político y estoy seguro que suscribiría con puntos
y comas la frase de Borges: La política es una de las formas del
tedio. Su oposición a la dictadura cubana tiene una razón más moral
y cívica que ideológica o un amor a la libertad más que una adhesión
a alguna doctrina partidista o y por eso, aunque en su larga vida de
exiliado han salido muchas veces de su pluma y su boca rotundos
vituperios contra el castrismo y sus cómplices, siempre ha preservado
su independencia, sin identificarse nunca con alguna de las tendencias
de la oposición democrática cubana, del interior o del exilio. Pese
a ello, durante un par de décadas por lo menos, fue un apestado para
gran parte de la clase intelectual de América Latina y de España,
sobornada o intimidada por la Revolución Cubana. Ello le significó
infinitas penalidades y, casi, la desintegración. Pero, gracias a su
vocación, a su terquedad y, por supuesto, a la maravillosa compañía
de Miriam, resistió la cuarentena y el acoso de sus colegas como había
resistido el otro exilio, hasta que, a pocos, lo sucedido en el campo
político en los últimos años y el cambio de los vientos y las
realidades ideológicas, han ido por fin haciendo posible que su
talento sea reconocido en amplios sectores y devolviéndole el derecho
de ciudad. El Premio Cervantes que se le acaba de conceder no sólo es
un acto de justicia para con un gran escritor. Es, también, un
desagravio a un creador singular que, por culpa de la intolerancia, el
fanatismo y la cobardía, ha pasado más de la mitad de su vida
viviendo como un fantasma y escribiendo para nadie, en la más
irrestricta soledad.
© Mario Vargas Llosa
N° 1496
(18/12/97)
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