cuando
escuchó la sentencia del tribunal condenándolo a cadena perpetua, Árpád
Göncz exclamó: "¡Qué maravilla!" Ése fue el día más
feliz de su vida, dice. El abogado de oficio que le había designado
el gobierno en la farsa llamada juicio a que lo sometieron, le aseguró
días antes: "No hay la menor posibilidad de que salve la vida.
Morirá ahorcado o fusilado". Era en Hungría, en los años
horrendos que siguieron al aplastamiento por los tanques soviéticos
de la revolución de 1956. Como Árpád Göncz, millares de húngaros
eran ejecutados o encarcelados de por vida luego de una mojiganga
judicial llevada a cabo en secreto en la que los acusados no tenían
derecho a apelar ni a elegir sus defensores.
Contaba sólo con treinta y
seis años pero ya había vivido muchísimo, en sintonía con la
convulsa historia de su país. Nacido en el seno de una familia de
clase media ilustrada, en Budapest, estudió leyes y muy joven empezó
a militar en una pequeña organización política centrista, el
Partido de los Pequeños Propietarios, pero al estallar la guerra
mundial fue enrolado en el ejército y obligado "a luchar en el
bando equivocado" (El régimen del almirante Miklós Horthy fue
aliado de Hitler). Desertó y se unió a la resistencia contra el
nazismo. En los tres cortos años de respiro civil que vivió Hungría
a partir de 1945, trabajó por consolidar la vida democrática en su
país, resistiendo el avance de la conjura totalitaria que, a partir
de 1948, acabaría con la libertad húngara por más de cuatro décadas.
Por ello fue penalizado por el gobierno comunista, impedido de ejercer
su profesión de abogado y convertido en obrero industrial, primero,
y, más tarde, en técnico agrícola. No lamenta en absoluto estas
experiencias; las recuerda con afecto y dice que sin ellas no hubiera
conocido jamás a fondo los problemas ni las gentes de su país.
Siempre le gustó leer, pero, hasta que las rejas de la cárcel se
cerraron tras él en 1956, nunca había pensado en la literatura como
una vocación. Ella fue filtrándose en su vida sólo entonces, a
fines de la treintena, como un antídoto contra la desesperación de
la rutina y la asfixia del calabozo. Armado de un diccionario y una
gramática, se enseñó a sí mismo el inglés. Y con tanto éxito,
que, cuando casi siete años más tarde salió libre, gracias a una
amnistía, era tal vez el húngaro que conocía mejor la literatura
norteamericana contemporánea, a la que, además de leer con voracidad
-"día y noche", dice- había también empezado a traducir.
Gracias a ello, pudo sobrevivir en esos años difíciles de apestado
político. Tradujo a Hemingway, Faulkner, Styron, Updike, Edith
Wharton, Susan Sontag, James Baldwin, y, a la vez que traducía,
comenzó también a escribir historias y obras de teatro que, luego de
larga travesía por el limbo de la marginación, pudieron publicarse y
estrenarse. A la caída del régimen comunista, Árpád Göncz tenía
un sólido prestigio intelectual y cívico entre sus compatriotas,
presidía la Asociación de Escritores Húngaros y nadie en el país
se sorprendió cuando el Parlamento nacido de las elecciones libres de
1990 lo eligió, por unanimidad, presidente de la República.
Hoy, a sus setenta y seis años,
es un viejito sencillo y risueño que parece extraviado en la gran
residencia oficial de arquitectura mussoliniano-estalinista en que está
obligado a vivir. La desarmante modestia que irradia su persona
conjuga bien con la sorprendente franqueza con que responde a todas
las preguntas que le hago sobre los problemas de su país. ("Por
lo menos un tercio de la población está pagando un precio altísimo
debido a las privatizaciones y a la apertura de la economía. Y está
abriéndose un abismo entre ricos y pobres. Pero, si queremos que
Hungría progrese y sea un país moderno ¿hay alternativa? Me lo
pregunto todos los días y no encuentro la respuesta"). Su función,
dice, es moverse constantemente por todos los sectores sociales y
hacer sentir a la gente que la autoridad política no está confinada
en aquellas alturas del poder donde se deciden los grandes asuntos,
sino entreverada con los hombres y mujeres del común, escuchando y
explicando. Es algo que sus compatriotas agradecen. En estos pocos días
que paso en Hungría, todas las personas con quienes hablo, pese a
estar en desacuerdo en tantas cosas -sobre todo, en política- de
"Arpi", hablan con respeto, y dicen que ha dado a su cargo
una dimensión moral. Es imposible no asociar la figura del amable y
discreto Árpád Göncz con la de Václav Hável, el dramaturgo y
ensayista checo, que fue también uno de los símbolos de la
resistencia contra la dictadura comunista de su país (pasó diez años
en la cárcel por ello), y que, como presidente de la República, ha
prestado un gran servicio cívico enalteciendo la función pública
que ejerce con una proyección intelectual y ética que rara vez
alcanza en otros países. Dos casos interesantes de escritores
impermeables al hechizo de la utopía colectivista, que estuvieron
dispuestos a sacrificar su libertad y a poner en riesgo sus vidas por
un sistema que sus colegas vilipendiaban en todo el mundo y que,
llegada la hora de la liberación, fueron capaces de transformarse en
competentes actores de la vida política de sus respectivas sociedades
predicando, con la autoridad moral de su trayectoria y su talento de
creadores, las virtudes de la tolerancia, el pluralismo, el imperio de
la ley y la libertad.
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Su caso es infrecuente, incluso en sus propios países, donde es vox
populi que ahora, debido al llamado "costo social"
inevitable que tiene la reconversión de una economía centralizada en
una de mercado libre -aumento del desempleo, desigualdad en los
niveles de ingreso, disminución de los subsidios culturales, etcétera-
es sobre todo en los círculos intelectuales y artísticos donde se
elevan voces nostálgicas de la era totalitaria. Aunque en una reunión
en la Asociación de Escritores y Artistas de Budapest no encuentro la
menor traza de aquella nostalgia, varios amigos me aseguran que no
faltan ahora intelectuales que añoran en voz alta los tiempos en que
los libros eran tan baratos como el pan, se hacían tirajes de cien
mil ejemplares de la mejor literatura y los locales de los teatros de
arte no cerraban para convertirse en MacDonalds o Sex-Shops.
¿Es ésa la verdadera razón
de la irremediable propensión de tantos escritores hacia las
dictaduras sociales? En el avión que me devuelve de Budapest a
Berlín cae en mis manos, de puro accidente, un ensayo de Robert Nozik
titulado ¿Por qué rechazan el capitalismo los intelectuales? Profesor
de Harvard, filósofo, autor de uno de los ensayos de liberalismo
radical más lúcidos de nuestra época (Anarquía, Estado y
Sociedad), Nozik es, como Václav Hável y Árpád Göncz, uno de
esos intelectuales contemporáneos sin complejos de inferioridad
frente al socialismo y que defiende, con argumentos acerados, su
convencimiento de que la democracia política y el capitalismo son
inseparables la una del otro, y, ambos, los pilares de una sociedad
verdaderamente libre.
La explicación de Nozik es
astuta y original. Los escritores suelen detestar el capitalismo (no sólo
los de izquierda, también los derechistas como Yeats, Eliot y Pound)
por el trauma que generalmente experimentan al pasar de la escuela a
una vida social regulada por el mercado. En la escuela, la vocación y
el talento intelectuales son reconocidos y premiados como los
distintivos más altos de un alumnado. Las mejores notas, los premios,
el aprecio de los maestros distinguen a aquellos estudiantes que
destacan en el quehacer intelectual. Y, de este modo, inculcan en
ellos la idea de que un éxito y un reconocimiento parecido les espera
más tarde, al actuar en el escenario social.
El choque es terrible
cuando descubren que, en la sociedad de mercado, los grandes premios,
el éxito, nunca coronan a los "verbalmente brillantes". El
sistema capitalista no funciona según aquel principio, que sí rige
en las escuelas, según el cual el mérito intelectual confiere
prestigio y poder. Prestigio y poder premian, en una sociedad de
mercado, a quienes satisfacen más y mejor las mayores demandas de los
consumidores que ese mercado hace evidentes, y, entre aquéllas,
nunca, o muy rara vez, figuran las de índole filosófica o literaria.
En las democracias, la vanidad del intelectual, precozmente halagada
en las aulas escolares, experimenta una desilusión brutal: el
mercado, poniendo al descubierto las verdaderas prioridades del
conjunto de la sociedad, le revela que en la jerarquía social está
ciertamente muy por debajo de los empresarios, de las estrellas de
cine y televisión, de los profesionales destacados, de los
futbolistas, y, a veces -¡qué horrenda humillación!- incluso de los
seudo-intelectuales manufacturadores de bestsellers. ¿Cómo
podrían sentirse los escritores identificados con un sistema que los
relega a la triste condición de seres del montón, iguales, o poco
menos, a un contador o un cerrajero? Si eso es democracia ¡muera la
democracia!
En los estados totalitarios, no ocurre así. A condición de portarse
bien y asumir con docilidad su función de cortesano, de bufón de
lujo, el escritor es ascendido rápidamente al vértice de la
consideración pública, y es bien alimentado, bien vestido, bien
publicado y bien estrenado por el poder. Tiene unos ingresos muy
superiores a los del promedio de los ciudadanos y privilegios
inconcebibles fuera del círculo de la nomenclatura, de la que llega a
formar parte, como los sirvientes y validos de las grandes familias
feudales: colonias de vacaciones, viajes y permisos para salir al
extranjero, y, en las grandes ocasiones, incluso, decorar con su
persona la tribuna oficial. Y, como si esto fuera poco, se le autoriza
a impregnarse de buena conciencia y convencerse de que los delicados
trinos que salen de su boca y las historias que fantasea mejoran el
destino de la humanidad.
"Qué suerte que usted
dedique todo su tiempo a escribir y a leer, cómo lo envidio", me
dice Árpád Göncz al despedirnos. Y yo le creo.
© Mario Vargas Llosa
N° 1512
(16/04/98)
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