En su ensayo sobre
Gandhi, George Orwell ridiculizaba el pacifismo explicando que el método
practicado por aquél para lograr la independencia de la India sólo
pudo tener éxito contra un país como Gran Bretaña, al que la
legalidad democrática obligaba a actuar dentro de ciertos límites.
¿Hubiera sido exitoso contra un Hitler o un Stalin, a los que nada
impedía cometer genocidios? Poner la otra mejilla puede tener un alto
significado moral, pero carece totalmente de eficacia frente a regímenes
totalitarios. Hay circunstancias en que la única manera de defender
la libertad, la dignidad humana o la supervivencia es oponiendo la
violencia a la violencia. ¿Era ésta la situación de México el 1 de
enero de 1994, cuando el subcomandante Marcos se alzó en armas con su
Ejército Zapatista de Liberación Nacional y ocupó varios poblados
de Chiapas? La corrompida dictadura del PRI, que desde 1929 ejercía
un dominio poco menos que absoluto, había entrado en un proceso de
debilitamiento, y, en razón de una creciente presión interna a favor
de la democratización, cedido unos espacios de poder a las fuerzas de
oposición e iniciado una lenta pero inequívoca apertura. A algunos
nos pareció que este proceso se vería seriamente trabado con las
acciones guerrilleras y que éstas, antes que a los indígenas
chiapanecos, favorecerían al régimen priísta, ofreciéndole una
coartada providencial para presentarse como el garante de la paz y el
orden ante una clase media ansiosa de democracia, sin duda, pero alérgica
a la idea de un México devastado por la guerra civil, en el que
pudiera repetirse la situación de Guatemala o El Salvador durante los
ochenta. Nadie podía sospechar entonces la peculiar evolución que
tendría la primera revolución posmoderna, como la llamó Carlos
Fuentes, ni la transformación del subcomandante de la máscara, la
pipa y los dos relojes en las muñecas, en una estrella mediática
internacional gracias al frenesí sensacionalista, ávido de exotismo,
de los medios de comunicación y la irresponsable frivolidad de cierto
progresismo occidental. Es una historia que debe contarse alguna vez,
con lujo de detalles, como testimonio de los delirantes niveles de
enajenación a que puede llevar el parti pris ideológico y de la
facilidad con que un bufón del tercer mundo, a condición de dominar
las técnicas de la publicidad y los estereotipos políticos de moda,
puede competir con Madonna y las Spice Girls en seducir multitudes.
Hay que agradecer a los periodistas Bertrand de la Grange, de Le
Monde, y a Maite Rico, de EL PAÍS, que aporten el más serio
documento escrito hasta ahora sobre este tema, en su libro Marcos, la
genial impostura (Nuevo Siglo / Aguilar, 1998), donde, con tanta
paciencia como coraje, se esfuerzan por deslindar el mito y el
embauque de la verdad, en los sucesos de Chiapas. Ambos han cubierto
estos hechos sobre el terreno para sus respectivos diarios, conocen de
primera mano la endiablada complejidad de la vida política de México
y lucen -me quito el sombrero- una independencia de juicio que no
suele ser frecuente entre los corresponsales de prensa que informan
sobre América Latina. Su reportaje traza un retrato inmisericorde de
la situación de los indígenas de Chiapas, desde la colonia, y la
terrible marginación y explotación de que han seguido siendo víctimas
hasta nuestros días, a consecuencia del sistema económico y político
imperante. Pero él muestra también, de manera inequívoca, que el
levantamiento zapatista no ha servido para mejorar en absoluto la
condición de las comunidades nativas; más bien -la otra cara del
Paraíso- la ha agravado en términos económicos y sociales,
introduciendo profundas divisiones en la sociedad indígena chiapaneca
y elevando el nivel de la violencia que se abate sobre ella. El primer
mito que esta investigación eclipsa es el de que el movimiento
zapatista es indígena y campesino. En verdad, desde los tiempos de
las Fuerzas de Liberación Nacional, en cuyo seno nació, el EZLN
estuvo dirigido -como todos sus congéneres latinoamericanos- por
blancos o mestizos de origen urbano, fuertemente impregnados de
ideología marxista-leninista y seducidos por el voluntarismo de la
Revolución Cubana. Es el caso del universitario Rafael Guillén
Vicente, el futuro subcomandante Marcos, entrenado en Cuba, donde, más
que en la práctica militar, se afana por conocer detalles de la vida
y la persona del Che Guevara, sobre el que, luego, se construirá una
imagen clónica, aunque añadida de megalomanía publicitaria, algo
que al sobrio revolucionario argentino siempre repugnó. En el
movimiento zapatista los indígenas son un instrumento de manipulación
-simples cobayas, dicen Rico y De la Grange-, un decorado, una tropa
de la que salen los inevitables muertos, y, a veces, los verdugos de
otros indígenas. Pero nunca los protagonistas; o, mejor dicho, el
protagonista, que es siempre Marcos, sobre todo cuando, con efusiones
retóricas autocríticas, confiesa haberse excedido en sus
exhibiciones y promete ceder las candilejas a los hermanos y hermanas
zapatistas (aún no lo ha hecho). El segundo mito desbaratado es el
supuesto carácter no violento del movimiento zapatista. Es verdad que
las acciones militares cesaron a las dos semanas del alzamiento,
cuando el presidente Salinas, en un acto típico del refinado
maquiavelismo político del PRI, decretó el alto el fuego e inició
unas conversaciones con los zapatistas que su sucesor, el presidente
Zedillo, ha continuado. Éstas han servido, sobre todo, para mostrar
que los alzados carecían de un programa mínimo de reformas, orfandad
que compensaban con vagas y confusas reivindicaciones en defensa de la
identidad indígena, que hacen delirar de entusiasmo a los
multiculturalistas de las universidades norteamericanas y europeas,
pero inservibles para aliviar en algo las miserables condiciones de
vida de los campesinos chiapanecos. Un distinguido antropólogo
mexicano, Roger Bartra, ha explicado que el retorno de la Iglesia al
escenario político y el indigenismo fundamentalista que ha traído
como consecuencia el movimiento zapatista representan un retroceso de
primera magnitud. Para la democratización de México, sin duda. En
cambio, al régimen priísta lo ocurrido en Chiapas le ha prestado un
considerable servicio, como muestra este libro, según el cual el EZLN
se ha convertido, a su pesar, en el principal valedor del sistema. Por
lo pronto, utilizando el espantajo de la seguridad amenazada, el Ejército
mexicano ha conseguido un aumento sustancial de su presupuesto y
efectivos -las compras de armamento ligero y vehículos blindados a
Estados Unidos, Rusia y Francia han sido frecuentes en estos años- y
los militares han pasado a desempeñar un papel central en la vida política,
tragedia latinoamericana de la que México hasta ahora se había
librado. En tanto que los crímenes cometidos contra los zapatistas,
como el salvaje asesinato de 45 indios tzotiles, en su mayoría
mujeres y niños, en Acteal, el 22 de diciembre del año pasado, han
dado la vuelta al mundo causando una justa indignación, hay otra
violencia, en Chiapas, que ha sido silenciada -con deliberación y
alevosía-, porque condenarla hubiera sido políticamente incorrecto:
la ejercida por los zapatistas contra los indígenas renuentes u
hostiles al subcomandante Marcos. Las páginas más dramáticas del
libro de Maite Rico y Bertrand de La Grange son las que reproducen
algunas de las centenas (acaso millares) de cartas enviadas por indígenas
de distintas localidades de Chiapas, a los párrocos, a ONGs, a
autoridades locales, denunciando -en un lenguaje rudimentario y a
veces apenas comprensible, que delata la humildad del remitente- los
robos y saqueos, las expropiaciones, las expulsiones de familias y a
veces de aldeas enteras, los maltratos físicos y los chantajes a que
se han visto sometidos los indígenas chiapanecos que se negaron a
plegarse a los designios del enmascarado Marcos. Más de treinta mil
campesinos -casi la mitad de la población de Las Cañadas-, dicen los
autores, se han visto obligados a huir de sus lugares de origen, en
razón de las operaciones de limpieza política ordenadas por este
personaje a quien el distinguido sociólogo francés Alain Touraine
llamó -sin que se le quebrara la voz- el demócrata armado. Que
Touraine, o Régis Debray, otro aeda de Marcos (en su euforia lo ha
llamado el mejor escritor latinoamericano de nuestros días), o la
incesante viuda de François Mitterrand, luego de una visita turística
a Chiapas quedaran en babia sobre lo que allí ocurría y confundieran
sus deseos con la realidad, es comprensible. En cambio, no lo es la
conducta del escurridizo Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de Las
Casas, que conoce la realidad de Chiapas muy a fondo, pues vive allí
desde 1960, y quien ha sido recipiendario de aquellas desesperadas
denuncias. ¿Por qué las ha ocultado de manera sistemática o, cuando
no ha tenido cómo esquivar el bulto, minimizado al máximo? No por
simpatía hacia Marcos y los zapatistas, a quienes, aunque ayudó los
primeros años -en su loable afán de proteger a los indios contra las
depredaciones de los caciques, el obispo llamó como asesores a un
grupo de ¡militantes maoístas!-, luego mantuvo a distancia, pero no,
como este libro documenta, por diferencias de principio, sino por
razones de emulación y competencia hegemónica. El purpurado padece,
como Marcos, de debilidades publicitarias y es sensible como una
mimosa al qué dirán político. Este libro transpira cariño y
admiración por México, un país cuyo hechizo es, en efecto, difícilmente
resistible. Al mismo tiempo, arde en sus páginas una justa indignación
por la manera como los sucesos de Chiapas han sido deformados y
canibalizados por los irredentos buscadores de Robin Hoods
tercermundistas, con quienes aplacar su mala consciencia, distraer el
aburrimiento político que les producen las pedestres democracias o
saciar su sed de romanticismo revolucionario. La descripción de un
cacaseno en bermudas, llamado John Whitmer, que renunció a la
Antropología en Connecticut para ejercer de comisario zapatista y
verificar la ortodoxia política de los periodistas que llegan a
Chiapas, es, por sí sola, un alegato desopilante contra la especie.
Uno de los muchos que, en este libro, entristecen e irritan a quienes
de verdad desean que México se libre por fin, de una vez por todas,
del sistema manipulador y abusivo -brutal en muchas ocasiones- que ha
significado, por más de setenta años, el monopolio político del
PRI. La mejora de las condiciones de vida de los indígenas de
Chiapas, y del pueblo mexicano en general, tiene como requisito
primero e indispensable la democratización de su vida política, la
apertura de su sociedad, el refuerzo de sus instituciones, y el
establecimiento de una legalidad que proteja a todos los ciudadanos
contra los abusos de todos los poderes, sin excepción. A ese proceso
de democratización de México, el subcomandante Marcos no lo ha
ayudado en lo más mínimo; lo ha entorpecido y confundido, restándole
legitimidad a la oposición democrática y ofreciendo coartadas de
supervivencia al poder que dice combatir. Desde luego, no es imposible
que el héroe virtual que es él hoy día sea asesinado el día de mañana,
por sus adversarios o por algún aliado envidioso, y pase entonces a
engrosar el panteón de los héroes y de los libertadores: la Historia
está trufada de esas prestidigitaciones. Pero, como este libro prueba
hasta la saciedad, no es ése el destino que su trayectoria merece.
Sino, más bien, el que preludian las ofertas que le han hecho llegar
dos de sus más entusiastas admiradores: el cineasta Oliver Stone,
para que encarne a su propio personaje en la película que piensa
dedicarle, o como modelo de Benetton, en una campaña publicitaria de
los alegres colores diseñada por Olivero Toscani, el creativo del
modisto, cuyo botón de oro sería la imagen del subcomandante,
antifaz en la cara, metralleta al hombro, cachimba en la boca, en el
centro de una ronda de indígenas armados y uniformados mirando
confiados un horizonte de radiante sol.
© Mario Vargas Llosa
N° 1508
(19/03/98)
|