Tiene la edad de la
Julieta de Shakespeare -catorce años- y, como ésta, una historia romántica
y trágica. Es bellísima, principalmente vista de perfil. Su rostro
exótico, alargado, de pómulos altos y sus ojos grandes y algo
sesgados, sugieren una remota estirpe oriental. Tiene la boca abierta,
como desafiando al mundo con la blancura de sus dientes perfectos,
levemente salidos, que fruncen su labio superior en coqueto mohín. Su
larguísima cabellera negra, recogida en dos bandas, enmarca su rostro
como la toca de una novicia y se repliega luego en una trenza que baja
hasta su cintura y la circunda. Se mantiene silente e inmóvil, como
un personaje de teatro japonés, en sus vestiduras de finísima
alpaca. Se llama Juanita. Nació hace más de quinientos años en algún
lugar de los Andes y ahora vive en una urna de cristal (que, en
verdad, es una computadora disimulada), en un ámbito glacial de
19°ree bajo cero, a salvo del tacto humano y de la corrosión.
Detesto las momias y todas las que he visto, en museos, tumbas o
colecciones particulares, me han producido siempre infinita
repugnancia. Jamás he sentido la emoción que inspiran a tantos seres
humanos -no sólo a los arqueólogos- esas calaveras agujereadas y
trepanadas, de cuencas vacías y huesos calcinados, que testimonian
sobre las civilizaciones extinguidas. A mí, me recuerdan sobre todo
nuestra perecible condición y la horrenda materia en que quedaremos
convertidos, si no elegimos la incineración.
Me resigné a visitar a
Juanita, en el pequeño museo especialmente construido para ella por
la Universidad Católica de Arequipa, porque a mi amigo, el pintor
Fernando de Szyszlo, que tiene la pasión precolombina, le hacía
ilusión. Pero fui convencido de que el espectáculo de la calavera
pueril y centenaria, me revolvería las tripas. No ha sido así. Nada
más verla, quedé conmovido, prendado de la belleza de Juanita, y, si
no fuera por el qué dirán, me la robaría e instalaría en mi casa
como dueña y señora de mi vida.
Su historia es tan exótica
como sus delicados rasgos y su ambigua postura, que podría ser de
esclava sumisa o despótica emperatriz. El antropólogo Johan Reinhard,
acompañado por el guía andinista Miguel Zárate, se hallaba, el 18
de setiembre de 1995, escalando la cumbre del volcán Ampato (6,380
metros de altura), en el sur del Perú. No buscaban restos prehistóricos,
sino una visión próxima de un volcán vecino, el nevado Sabancaya,
que se encontraba en plena erupción. Nubes de ceniza blancuzca y
ardiente llovían sobre el Ampato y habían derretido la coraza de
nieve eterna de la cumbre, de la que Reinhard y Zárate se encontraban
a poca distancia. De pronto, Zárate divisó entre las rocas,
sobresaliendo de la nieve, una llamarada de colores: las plumas de una
cofia o tocado inca. A poco de rastrear el contorno, encontraron el
resto: un fardo funerario, que, por efecto de la desintegración del
hielo de la cumbre, había salido a la superficie y rodado sesenta
metros desde el lugar donde, cinco siglos atrás, fue enterrado. La caída
no había hecho daño a Juanita (bautizada así por el nombre de pila
de Reinhard, Johan); apenas, desgarrada la primera manta en que estaba
envuelta. En los veintitrés años que lleva escalando montañas -ocho
en el Himalaya, quince en los Andes- en pos de huellas del pasado,
Johan Reinhard no había sentido nada parecido a lo que sintió
aquella mañana, a seis mil metros de altura, bajo un sol ígneo
cuando tuvo a aquella jovencita inca en sus brazos. Johan es un gringo
simpático, que me explicó toda aquella aventura con una
sobreexcitación arqueológica que (por primera vez en mi vida)
encontré totalmente justificada.
Convencidos de que si dejaban a Juanita a la intemperie en aquellas
alturas hasta regresar a buscarla con una expedición, se corría el
riesgo de que fuera robada por los saqueadores de tumbas, o quedara
sepultada bajo un aluvión, decidieron llevársela consigo. La relación
detallada de los tres días que les tomó bajar con Juanita a cuestas
las faldas del Ampato -el fardo funerario de ochenta libras de peso
bien amarrado a la mochila del antropólogo- tiene todo el color y los
sobresaltos de una buena película, que, sin duda, más pronto o más
tarde, se hará.
En los dos años y pico que
han corrido desde entonces, la bella Juanita se ha convertido en una
celebridad internacional. Con los auspicios de la National Geographic
viajó a Estados Unidos, donde fue visitada por un cuarto de millón
de personas, entre ellas el presidente Clinton. Un célebre odontólogo
escribió: ojalá las muchachas norteamericanas tuvieran dentaduras
tan blancas, sanas y completas como la de esta jovencita peruana.
Pasada por toda clase de máquinas de altísima tecnología en la John
Hopkins University; examinada, hurgada y adivinada por ejércitos de
sabios y técnicos, y, finalmente, regresada a Arequipa en esa
urna-computadora especialmente construida para ella ha sido posible
reconstruir, con una precisión de detalles que linda con la
ciencia-ficción, casi toda la historia de Juanita.
Esta niña fue sacrificada
al Apu (dios) Ampato, en la misma cumbre del volcán, para apaciguar
su virulencia y a fin de que trajera bonanza a los asentamientos incas
de la comarca. Exactamente seis horas antes de su ejecución por el
sacrificador, se le dio de comer un guiso de verduras. La receta de
ese menú está siendo revivida por un equipo de biólogos. No fue
degollada ni asfixiada. Su muerte ocurrió gracias a un certero golpe
de garrote en la sien derecha. Tan perfectamente ejecutado que no debió
sentir el menor dolor, me aseguró el doctor José Antonio Chávez,
que co-dirigió con Reinhard una nueva expedición a los volcanes de
la zona, donde encontraron las tumbas de otros dos niños, también
sacrificados a la voracidad de los Apus andinos.
Es probable que, luego de
ser elegida como víctima propiciatoria, Juanita fuera reverenciada y
paseada por los Andes -tal vez llevada hasta el Cusco y presentada al
Inca-, antes de subir en procesión ritual, desde el valle del Colca y
seguida por llamas alhajadas, músicos y danzantes y centenares de
devotos, por las empinadas faldas del Ampato, hasta las orillas del cráter,
donde estaba la plataforma de los sacrificios. ¿Tuvo miedo, pánico,
Juanita, en aquellos momentos finales? A juzgar por la absoluta
serenidad estampada en su delicada calavera, por la tranquila
arrogancia con que recibe las miradas de sus innumerables visitantes,
se diría que no. Que, tal vez, aceptó con resignación y acaso
regocijo, aquel trámite brutal, de pocos segundos, que la trasladaría
al mundo de los dioses andinos, convertida ella misma en una diosa.
Fue enterrada con una
vestimenta suntuosa, la cabeza tocada con un arco iris de plumas
trenzadas, el cuerpo envuelto en tres capas de vestidos finísimamente
tejidos en lana de alpaca, los pies enfundados en unas ligeras
sandalias de cuero. Prendedores de plata, vasos burilados, un
recipiente de chicha, un plato de maíz, una llamita de metal y otros
objetos de culto o domésticos -rescatados intactos todos ellos- la
acompañaron en su reposo de siglos, junto a la boca de aquel volcán,
hasta que el accidental calentamiento del casquete glacial del Ampato,
derritió las paredes que protegían su descanso y la lanzó, o poco
menos, en los brazos de Johan Reinhard y Miguel Zárate.
Ahí está ahora, en una
casita de clase media de la recoleta ciudad donde nací, iniciando una
nueva etapa de su vida, que durará tal vez otros quinientos años, en
una urna computadorizada, preservada de la extinción por un frío
polar, y testimoniando -depende del cristal con que se la mire- sobre
la riqueza ceremonial y las misteriosas creencias de una civilización
ida, o sobre la infinita crueldad con que solía (y suele todavía)
conjurar sus miedos la estupidez humana.
© Mario Vargas Llosa
N° 1494
(04/12/97)
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