3. AMAYA
MÚSICA: Obertura (Acto 1º, Escena 1ª) de "Tanhausser", de Richard Wagner (14´14")
Diciembre de 742
El sol comenzaba a declinar. El frío era intenso. Era la primera
vez que aquel joven contemplaba la formidable roca de Amaya. La mole pétrea
se recortaba en el intenso cielo azul. Un agudo escalofrío de emoción
recorrió su espalda. Por fin estaba ante lo que durante muchos años
de su vida supuso una obsesión. Había pasado noches enteras
soñando en poder subir algún día hasta la cumbre de
aquella meseta. Entonces no sabía que en aquella ocasión
tampoco lo lograría. Pero en aquellos momentos Lebato era feliz.
Estaba ante la orgullosa Amaya, la ciudad de sus antepasados que se atrevió
a resistir el asalto del ejército de los herejes caldeos, peña
vigilante de los verdes valles cántabros que se vio obligada a
ceder sus riquezas ante la devastación a la que le sometieron sus
nuevos dueños. Habían pasado treinta años desde que
fuera destruida; Lebato no había nacido cuando la paz se turbó
en las tierras del Norte. Fue concebido entre el fragor de la pelea en un
momento de desesperada pasión previo al asalto final. Lebato soñaba
con que algún día las míseras ruinas de aquella
ciudad volverían a oir el murmullo de la gente pisando las losas de
las calles. ¡Allí llevaría a su querida Goda, donde
gozarían mutuamente de su amor! Así mismo, esperaba poner
una lápida a la memoria de su padre Gonzalo, muerto valientemente
el día de la toma de la ciudad al frente de sus deudos y
campesinos.
Tan ensimismado estaba en estos pensamientos que no se percató
del avance de la tormenta. A media ascensión los negros nubarrones
le hicieron prestar atención al camino. El intenso frio se mantenía.
La vista de los primeros copos le sugirió buscar refugio en algún
recodo de los alrededores. Nada visible a su alrededor sugería tal
fin. Debía regresar al campamento. Con rapidez la nieve se convirtió
en una auténtica cortina blanca. El frio pereció aumentar.
Su caballo tropezaba de vez en cuando con piedras ocultas por la blanca
manta que cubria el campo. La visibilidad era escasa. El caminar de su
caballo era cansino. Lebato procuraba no aguijonear su montura para no
perderse dentro de aquella extraña luminosidad. Pronto anochecería
y no podría orientarse. La tormenta de nieve parecía
advertirle de la profanación que había estado a punto de
realizar en aquellos sagrados parajes. La otrora orgullosa Amaya se resistía
a aparecer inválida y desamparada ante los ojos de un curioso
viajero, aunque fuese hijo de uno de sus últimos defensores.
Conforme caía la nieve, Lebato pensaba en su padre Gonzalo. Pero el
espíritu de éste se negaba a que su hijo reconociera el
lugar donde fracasó su misión vigilante y su impotencia ante
la invasión sarracena que finalizó con la toma de las
antiguas y ricas ciudades de Astorga, Lugo y Braga.
Lebato dirigió una última mirada hacia arriba. Frente a la
imponente peña, creyó escuchar el agudo entrechocar de los
aceros de combates pasados, los quejidos de moribundos heridos y los
amargos llantos de las viudas y madres. Le pareció vislumbrar a lo
lejos una leve columna de humo elevándose hacia el cielo, y el
crepitar de las vigas de madera quemadas ardiendo en el suelo.
Inexpresivos rostros de los muertos se le aparecieron vívidamente;
sus velados ojos sin luz dirigidos hacia él, parecían
acusarle sin mirale. Lebato palideció. Sabía que no
encontraría nada allá arriba.
Una extraña luminosidad se filtraba tras la espesa cortina de
nieve, procedente de un tenue sol que se ocultaba en un invisible
horizonte. En el silencio de la tarde se oía caer con fuerza a los
gruesos copos de nieve seca en el suelo. El único sonido que rompía
la paz circundante lo producía el mullido golpeteo de los cascos de
su caballo contra las rocas del camino, almohadilladas por la nieve
acumulada sobre ellas. El viento soplaba con suavidad, aumentando la
sensación de frío en el cuerpo de Lebato.
De pronto, las sombras de su alrededor, producidas por los pelados árboles
del páramo y desnudas rocas amontonadas al azar, parecieron cobrar
vida. Un profundo escalofrio recorrió la espalda de Lebato al
contemplar cómo una sobrenatural niebla avanzaba hacia él.
Ante su vista aparecieron oscuras sombras tendidas en el suelo que, al
avanzar por el camino hacia ellas, resultaron ser los cuerpos de soldados
ensangrentados, torpemente tumbados en la campiña. Todos ellos
llevaban vestimentas godas y campesinas, sin que ninguno de ellos diera señales
de pertenecer a una fuerza sarracena. Por su aspecto parecían haber
sido heridos recientemente. Aquellos cuerpos, aparentemente sin vida, le
observaban en silencio, fijando sus vidriosos ojos sin luz en el joven
Lebato. Heridas horribles marcaban sus cuerpos, dando testimonio de fieros
combates. Cortes profundos mutilaban torsos y miembros. Sus armas, rotas y
melladas, descansaban bien asidas por manos sin pulso, bien tiradas junto
a ellos desordenadamente. Alguno de los caídos aparecía
recostado sobre el costado de caballos deformes con enormes vientres
hinchados. Un olor acre penetró en la nariz de Lebato, que se llevó
la mano izquierda a la misma para filtrar aquella horrible sensación.
Lebato se percató de que no oía nada. El viento había
cesado y no caía ningún copo de nieve. Un silencio tenebroso
acompañaba el avance cansino del joven, mientras las hirientes
miradas de aquellos soldados muertos penetraban en su interior. Inquieto
por la escena que presenciaba, Lebato espoleó su caballo.
Paulatinamente, el silencio se vio roto por un tenue rumor que procedía
de su espalda. Atemorizado por las miradas acusatorias que le dirigían
los muertos, no lo percibió hasta que el rumor creció y se
convirtió en una hiriente mezcla de llantos, gemidos y gritos de
histeria y dolor. Volvió la vista hacia atrás, y lo que vio
le erizó sus cabellos. Un grupo de mujeres vociferantes le seguía
a distancia, entre la niebla. Las más jóvenes, sollozaban
gesticulando de dolor y se inclinaban con agudos gritos ante los espectros
de los que otrora fueron sus maridos y padres. Las más ancianas,
envueltas en paños negros para resguardarse del intenso frío,
avanzaban tras el joven intentando darle alcance. Lebato sintió cómo
un miedo irracional se apoderaba de él. Aquellas mujeres le
alcanzarían y le torturarían por haber turbado la paz de sus
muertos. Le jalearían, culpándole de la pérdida de
sus seres queridos, convertidos en tétricos espectros en busca de
algún tipo de descanso. Lebato espoleó de nuevo su caballo,
pero éste no pareció acusar la orden de su dueño y
siguió su ritmo cansino al paso. Era como si una mano invisible
refrenada la montura. Lebato intentó tranquilizarse. Hizo la señal
de la cruz en su frente y, murmurando una oración que le protegiera
de aquellos fantasmas, echó mano a la empuñadura de su
espada dispuesto a defender cara su alma del previsible ataque de las
vociferantes ancianas.
De repente, su caballo frenó en seco. Lebato, visiblemente
sobresaltado por lo imprevisible de la parada, miró hacia delante.
Tumbado en mitad del camino se hallaba un hombre reclinado sobre un
costado. Su mano derecha pretendía detener la sangre que brotaba de
una fea herida producida por un corte de espada. Lebato miró con
fijeza al herido. Su pelo cano le reveló una edad madura. Su rostro
sucio, sin rasurar, mostraba señales de fatiga. Sus ojos, negros
como tizones, brillaban con fiereza y reflejaban una gran firmeza de ánimo.
Enseguida supo quien era. Nunca había conocido a su padre. Sin
embargo, Lebato reconoció a aquel hombre. Una intensa emoción
le recorrió. Todo su miedo desapareció de golpe. Descabalgó
de un salto y corrió a socorrer al herido. Sin embargo, la nieve caída
por la tormenta producía un falso y uniforme relieve que ocultaba
las piedras y socavones del camino. Lebato tropezó y cayó
estrepitosamente al suelo. Cuando el joven se levantó, la visión
había desaparecido. Sorprendido, miró a su alrededor. La
niebla había desaparecido. Tampoco había soldados
ensangrentados a su alrededor, ni le seguía mujer alguna.
La nieve volvía a caer y el viento comenzó a soplar. La
luz mortecina del anochecer desaparecía paulatinamente. Lebato cayó
de rodillas, juntó sus manos y se recogió temblando ... ¡Había
visto los fantasmas de los defensores de Amaya...! ¡Había
visto el fantasma de su padre...!
...
Mientras el joven Lebato montaba de nuevo su caballo y se dirigía
montaña abajo hacia el seguro campamento del pie de la peña,
un anciano caballero se reclinaba fatigosamente sobre una peña,
ajeno al frio y a la nieve, tratando de restañar con una mano la
sangre que brotaba desde una fea herida abierta en el costado derecho.
Tras él, torpes y vacilantes cuerpos trataban de poner en pie sus
mutilados miembros ayudados por silenciosas y enlutadas mujeres. El
anciano dirigió una última mirada hacia la sombra que bajaba
al valle. No abandonó su forzado descanso hasta que no quedó
nada por mirar, excepto la grisácea cortina de nieve que le envolvía.
Una lágrima asomó en su rostro. Decidido, se apoyó en
la pierna izquierda y se levantó. Dio la vuelta y, cojeando, comenzó
la ascensión hacia las ruinas de la ciudad cuyo asalto no supo
impedir.
FIN.