12. EL CAMPO DE AMAPOLAS

MÚSICA: Obertura solemne "1812" opus 49, de Piort I.Tchaikovsky (14´17")

Desde que el anciano tenía uso de razón recordaba aquel campo de amapolas adornando la sequedad circundante. Tenía un tamaño cercano a medio campo de fútbol, y estaba situado junto al cauce seco del río ... Bueno, decir río es decir demasiado... El calificativo que mejor le viene a aquel lecho de piedras es el de arroyo. Sólo en las primaveras con lluvias abundantes podía verse correr el agua y dar alegría a aquellas sedientas tierras, partidas caprichosamente por la línea serpenteante que dibujan en el paisaje los arbustos y árboles nacidos a la vera de la humedad.

En las primaveras, el anciano gustaba de salir a pasear diariamente desde su pueblo para sentarse a la sombra de un solitario sauce y contemplar aquella alfombra roja que destacaba entre el amarillo de los sembrados vecinos. Desde que alcanzaba su memoria, siempre se había respetado la extensión del campo de amapolas... Nunca nadie había osado entrar en su interior para hacer la labor agrícola anual... Nunca se había sembrado... Nada se había recogido en el campo... Y no faltaba año en el que las rojas amapolas creciesen en aquel recóndito lugar. Tan tupido era el campo de flores, y de un rojo tan intenso, que herían a la vista.... especialmente en aquellos días de primavera en los que la brillante luminosidad que ofrece el sol contrasta con el intenso azul del cielo, donde cualquier nube aislada destaca su blancura algodonada. Las jóvenes parejas del pueblo que se alejaban del mismo huyendo del murmullo de vecinos y curiosos en busca de soledad y placer que, obedeciendo a sus cálidos instintos, entraban en aquel atrayente campo de flores (¡quién sino los enamorados se rebozan entre amapolas...!) salían con sus vestidos manchados de color rojo, tal era la intensidad de los pétalos de aquellas amapolas. Pero nadie parecía reparar en aquella circunstancia.

Un día de primavera el anciano iba acompañado de su nieto, un vivaracho niño de unos diez años que disfrutaba de la compañía de su abuelo los fines de semana que sus padres le traían desde la capital para descansar del inhumano modo de vida ciudadano. El niño acompañaba al anciano en silencio, esperando impaciente que su abuelo le contase alguna de las muchas historias que salían de su boca y que ilustraban al pequeño sobre el comportamiento de los animales, las aves, las costumbres que había en el pueblo en su juventud, sobre historias de la familia, los abuelos de los abuelos... y un largo etcétera de un mundo completamente nuevo que descubría ilusionado junto a aquel anciano y muy diferente de aquel lleno de coches, humos, ruidos y prisas al que ya estaba acostumbrado.

Ese día el anciano dirigió a su nieto hacia el campo de amapolas. Quería que el niño descubriese por sí mismo la roja intensidad que desprendían las flores y su contraste con el azul del cielo y el amarillos de los campo de cereales sembrados a su alrededor. Y quería más cosas para su nieto... Iban paseando en silencio por el sendero que discurría junto al arroyo, a la sombra de los árboles que crecían a su vera gracias a la escasa humedad que retenía aquel lecho de piedras. Debido al silencio impuesto por el anciano, el niño adivinaba la importancia de algo que su abuelo quería enseñarle. Una colina se elevaba a su derecha, que el arroyo trataba de atravesar desviando su cauce por terrenos más llanos en su camino hacia el norte en busca de su desagüe aguas abajo.

La pareja dobló uno de los recodos que hacía el cauce del arroyo y el abuelo se detuvo. Allí apareció, ante su vista, la roja intensidad del campo de amapolas. El niño se quedó mirando embobado, atónito e impresionado por el contrate de colores que su abuelo le enseñaba.

- ¡Mirá, abuelo...! ¡Qué bonito...!

El abuelo sonrió complacido. Atrajo hacia sí a su nieto y le abrazó. El niño se dejó querer.

- ¡Deja que te cuente una historia...!

Al niño se le iluminaron los ojos. Buscó una piedra junto a la rama de un árbol caído en la que el anciano se había sentado frente al campo de amapolas... y se sentó dispuesto a escuchar.

- Esto que voy a contarte sucedió hace muchos, muchos años... cuando el abuelo de mi abuelo aún no había nacido... ¿comprendes?.

El niño asintió en silencio. Sus ojos se habían iluminado de emoción.

- En aquella época los árabes dominaban estas tierras e imponían su ley desde la lejana capital, Córdoba. Los cristianos no sometidos vivían en el lejano norte, sin poder ayudar a aquellos que querían recuperar sus viejas formas de vida. Pero a pesar de la lejanía, en Toledo siempre hubo personas que no estaban de acuerdo en la nueva forma de vivir impuesta por los invasores. Por eso de vez en cuando los habitantes de Toledo se rebelaban contra la autoridad del emir. Eran años muy duros... de guerras, saqueos, luchas... ¿comprendes...?

El niño asintió vívamente con la cabeza.

- En una de esas ocasiones, un renegado llamado Amrus pasó a cuchillo a centenares de toledanos que se habían rebelado en contra del emir de Córdoba. Presenció la matanza el hijo de emir, que tenía apenas cuatro años más que tú... Y fue tan horrible el espectáculo, tanta sangre se derramó y tanto le impresionó el espectáculo que el joven sufrió un tic nervioso durante toda su vida...

El abuelo hizo una pausa, mirando hacia el lejano horizonte. El niño se estremeció, pensando en el pobre hijo del emir... El silencio envolvía sus pensamientos.

- Pasó el tiempo. Los toledanos vivían con la amenaza y desconfianza del emir de Córdoba y su gobierno, ya que a la menor posibilidad trataban de unirse o apoyar en la medida de sus posibilidades las rebeliones de ciudades vecinas contra la tiranía cordobesa.

El anciano volvió a pararse. Esta vez volvió sus ojos hacia su nieto, que le miraba con toda su atención.

- Te cuento esto para que no se olvide nunca lo que aquí ocurrió, ¿entiendes...? A mi me lo contó mi padre, a él su padre ... y así ha sido durante muchas generaciones... Yo se lo conté a su vez a tu padre... pero veo que la vida en la ciudad le ha hecho olvidar muchas cosas.

Un deje de amargura salió de sus palabras, que el niño no fue capaz de captar. Se hizo de nuevo el silencio, mientras el niño hacía volar su imaginación hacia campos de batalla repletos de soldados cristianos con espadas rectas y lanzas peleando duramente contra soldados moros tocados con turbantes y espadas curvas... tal y como había visto que hacían los soldados en unos cómics de su infancia que su padre guardaba celosamente en la librería de la salita de estar de su casa.

- Veintitres años pasaron desde la matanza que hizo el traidor Amrus. Reinaba como emir el niño que había presenciado la tragedia. Y los toledanos volvieron a sublevarse... Por siete años trajeron en jaque al emir... por siete años atacaron a los árabes en las comarcas vecinas... por siete años Toledo volvió a ser la orgullosa ciudad que fue antes de la invasión...Pero finalmente otro traidor entregó la ciudad a los ejércitos cordobeses. Sus habitantes se vistieron de luto de nuevo y, para más infamia, se vieron obligados a llevar rehenes a la capital andaluza.

El rostro del anciano se endureció. El niño, sobresaltado, miró a su abuelo, y sorprendió cierta expresión de emoción en su cara. Su abuelo quería homenajear a aquellos luchadores de la libertad... Finalizada la pausa, más larga que las anteriores, el anciano continuó su historia.

- Un nuevo abatimiento y sensación de frustración se cernió sobre Toledo. Los invasores cordobeses reedificaron el castillo de la ciudad, situado en los cimientos del actual Alcázar. Durante trece años la calzada romana que unía la ciudad con la capital del emirato se llenó de caravanas con familiares que bajaban al sur a ver sus padres, hijos y hermanos en poder de los omeyas. Por trece años más se alimentó el sentimiento de odio en los corazones de los toledanos, y las ansias de revancha avivaron secretos sueños de libertad...

Pausa...

- La ocasión se dio a la muerte del emir, aquel niño de catorce años que había sido testigo de la crueldad de Amrus. Prendieron al gobernador de la ciudad y le canjearon por sus rehenes. Animados por el éxito inicial, conquistaron el castillo de Calatrava, situado en la frontera, atravesaron Sierra Morena y derrotaron al ejercito cordobés en Andújar, a dos dias de la capital, causando una enorme mortandad... La hora de la venganza había sonado... En Toledo sonaron las campanas de las iglesias cristianas en honor a los vengadores de tanta ignominia...

Los ojillos del niños brillaban de emoción... Se imaginaba galopando por las llanuras de La Mancha al mando de un escuadrón de jinetes ... escalando los muros del castillo de Calatrava hasta alcanzar sus sólidas almenas... o entrando en el campamento andujeño tomando guiones, armas, caballos, prisioneros... Ya oía el fragor del choque de las espadas, los gritos victoriosos de los caballeros de Toledo, los ayes de los heridos... El anciano hizo otra pausa. Consciente de la excitación de su nieto, le dejó volar su imaginación... tal y como él había hecho cuando su padre le contó la misma historia delante de aquel campo de amapolas... ¡¡hacía ya tanto tiempo...!! Y decidió que por ahora era ya suficiente...

- ¡Regresamos...!

Fueron inútiles los ruegos del niño para que su abuelo siguiese con la historia. No entendía porqué el anciano interrumpía el relato en ese punto en el que los caballeros de Toledo, la ciudad imperial, vencían a los generales del emir... Durante todo el trayecto de regreso al pueblo en niño saltaba alrededor de su abuelo blandiendo un palo en la mano a modo de espada, corriendo de un lado a otro como si a caballo viajase... Al llegar a la casa, el niño preguntó por su padre. Quería contarle la historia que el abuelo le había contado... quería preguntarle si la conocía... ¡claro que sí...! Se la había contado el abuelo.... Entonces... ¿porqué no se la había contado a él...? Pero el padre no estaba. Había vuelto a la capital por motivos de trabajo. Su madre se había ido con él. El niño quedaba solo con los abuelos. Desilusionado, subió a su habitación a ensimismarse en sus aventuras mientras la abuela acababa de hacer la comida.

...

Por la tarde el calor arreció. Después de comer la gente del pueblo se encerraba en sus casas a descansar y a esperar que aflojara algo la temperatura. Pero el anciano decidió salir. Llamó al niño. Este no se hizo esperar. El anciano se dirigió hacia el arroyo, y el niño supo que volvían al campo de amapolas. Caminaron todo el trayecto el silencio. El niño estaba excitado, imaginando batallas victoriosas en las que los cristianos de Toledo arrebataban banderas a moribundos soldados enemigos, tomaban el Gran Alcázar del emir y desfilaban entre vítores por las calles de un Toledo volcado literalmente a dar la bienvenida a los héroes libertadores. Tan metido en sus pensamientos estaba que no se percató de que habían llegado de nuevo ante al campo de amapolas hasta que su abuelo se sentó en el tronco de árbol caído. Las amapolas seguían ofreciendo su rojo espectáculo...

- Como te dije esta mañana, todo indicaba que Toledo iba a liberarse del yugo de los invasores después de ciento cuarenta años de opresión y persecuciones. Para ello les hacía falta un ejército más poderoso ... y un jefe. Los notables de la ciudad acudieron al rey cristiano del norte asturiano. Este les envió un fuerte contingente de tropas desde Astorga al mando de su hermano Gatón, conde del Bierzo. ¡Imagínate la entrada de aquellos soldados en Toledo...! Vítores, música, abrazos, besos... Hubo banquetes de celebraciones y fiesta en las calles durante tres días, mientras una guardia apostada en las alturas de la orilla sur del Tajo vigilaba atentamente cualquier posible incidente. Al amanecer del cuarto día se enviaron patrullas en busca del enemigo... Pero éste no daba señales de vida. Ningún indicio sobre su situación se recibía en Toledo... Se pensó en repetir el ataque al sur de Sierra Morena, pero voces prudentes aconsejaron desestimar la aventura. La situación no cambió durante días. Aparecieron los primeros síntomas de desunión... ¿Qué hacía un ejército acuartelado en la ciudad, sin salir a combatir...? El ánimo inicial de Gatón comenzó a flaquear a medida que iba dándose cuenta de la mala influencia que su inacción provocaba en la confianza de los toledanos. Por eso, cuando al cabo de varias semanas se le informó que se habían visto unas escasas fuerzas del emir cerca de la ciudad, tomó su decisión.

El anciano se sumió en otro de sus silencios. Se diría que estaba esperando aquella ligera brisa que comenzó a soplar procedente de las lejanas tierras altas situadas a su espalda. Lo inesperado de su aparición provocó un leve escalofrío en el pequeño, que observó cómo los tallos de las rojas amapolas se inclinaban suavemente al compás de un viento surgido de improviso y que provocaba un atrayente vaivén en aquella alfombra roja que parecía cobrar vida propia.

- El conde Gatón aprestó sus huestes para perseguir las fuerzas avistadas. Estas huyeron nada más ver al ejército cristiano subir los cerros que rodean la ciudad. Seguro de su fácil victoria, Gatón avivó el paso de la persecución... No se percató de la trampa.

El niño observó la aparición de una leve lágrima en un ojo de su abuelo, al tiempo que notó una alteración en el tono de voz del anciano. Y empezó a comprender..., sin percatarse de que el viento arreciaba a su alrededor.

- La muerte se cebó sin piedad alguna sobre los cristianos. Cuando la columna de Gatón rebasaba estas alturas que nos rodean, fuertes contingentes de caballería mora aparecieron por sus flancos ... Unidades de soldados de a pie abandonaron ordenadamente sus ocultos escondites tras aquellos espesos olivares que ves al fondo... del talud de este río aparecieron grupos hostigadores... todo el infierno se desató sobre los sorprendidos perseguidores a la altura de la explanada que ves frente a ti. Incapaces de resistir la embestida, los jefes cristianos pretendieron organizar sus fuerzas, pero el desorden ya había cundido entre sus filas... Espadas sarracenas rebanaban cuellos, cortaban miembros... lanzas afiladas se clavaban sin piedad en los pechos cristianos...cuerpos de caballería galopaban sobre heridos y moribundos... combates cuerpo a cuerpo en los que el valor de los cristianos no pudo vencer el número de sus enemigos...gritos, rezos, ayes y maldiciones se oían por doquier... La furia de la acometida y el salvajismo del ataque fue de tal intensidad que al amparo de la orgía de sangre sólo unos cuantos consiguieron refugiarse al abrigo de los muros de Toledo. Al finalizar la jornada, el cauce del río se había tornado rojo las tierras circundantes se veían alfombradas de cuerpos inertes... Los soldados del emir se dedicaron entonces a contar los muertos enemigos... para ello cortaron las cabezas de los caídos, heridos y moribundos... hasta ocho mil cabezas reunieron, que apilaron en siniestra pirámide en ese campo que ves enfrente tuya...

El niño quedó mirando fijamente el campo de amapolas, mecido bajo el soplo del viento. Estaba sobrecogido por la historia que acababa de escuchar. El anciano cogió a su nieto de la mano, salió del camino y se adentró en el campo de amapolas... Su semblante se mostraba serio y sombrío, mientras que el niño temblaba de emoción...

- ...Y allí estuvieron las cabezas, pudriéndose, despidiendo un hedor insoportable, durante los tres años que tardó el emir en volver a domeñar Toledo. Establecida de nuevo la paz, una comitiva de ciudadanos llegó hasta este lugar, recogió piadosamente los restos que quedaban y los enterró en este mismo lugar... el emir, que no quería que se repitieran en Toledo actos de rebeldía, impidió que se edificara ningún monumento en honor a los caídos en el lugar de su enterramiento. Desde entonces, todas las primaveras surge espontáneamente este campo de amapolas, como homenaje a nuestros desdichados antepasados...

El abuelo agarraba la mano de su nieto con fuerza mientras recorrían el campo rodeados de rojas amapolas mecidas por el viento. El anciano se detuvo. Miró emocionado al niño. Tras una breve pausa que al niño pareció interminable, el anciano dirigió la cabeza al cielo, cerró los ojos, y con voz alta y recia comenzó a recitar de memoria los nombres de algunos de los caídos, mientras el viento, antes suave y susurrante, arreciaba poco a poco, avivando el oleaje de las amapolas:

- Gatón, conde del Bierzo, hermano del rey Ordoño... Adalberto, conde en Francia, amigo del rey... Hermenegildo González, caballero de Lugo... Pero Sánchez, principal de Astorga... Iñigo y García Jiménez, hermanos y notables de Pamplona...

Cada vez que el anciano invocaba un nombre, el niño sentía una extraña presencia a su lado transmitiendo su esencia vital a través del oleaje de las flores provocado por el intenso viento que se había levantado... sin duda se trataba del personaje invocado en voz alta por el anciano. El niño tembló y agarró con fuerza la mano de su abuelo. A su alrededor el límpido cielo azul había dado paso a una espesa barrera de nubes de color gris oscuro, que avanzaban sin rumbo fijo empujadas por la fuerza irresistible de un viento que deseaba hacerse notar y convertirse en un protagonista más de la historia vivida en el pasado...

- ... Eulogio Alfónsez y Gonzalo Dieguez, caballeros de Toledo ... Pero Gómez, conde de Mijancos... Jaunti ... Azano... Munio... Armando... Hudeligio... Ervigio... todos ellos de Toledo... Emeterio... Juan, presbítero...

Y así siguió la interminable relación de nombres que el anciano invocaba con gravedad, mientras el niño contemplaba la vívida transformación que se había efectuado en el campo de amapolas. Sin duda, aquellas flores brotaban todos los años regadas por los espíritus de los caídos en aquella desgraciada jornada, cuya tragedia había pasado de generación en generación durante mil ciento cuarenta y dos años y que los vivos de aquel cercano pueblecito se encargaba de mantener en su memoria.

...

Mientras regresaban a casa en silencio por el camino, agarrados de la mano, el niño se percató que cierta humedad en sus ropas le molestaba al caminar. Se miró hacia abajo y pudo ver manchas rojas dispersas por sus pantalones... A su lado, el anciano le observaba complacido...

FIN.


Este relato se ha escrito en homenaje a los numerosos cristianos caídos en el río Guadazelete, junto a la Sierra de Nambroca, a una docena de kilómetros al sur de Toledo, en dirección a Sonseca y Orgaz, y que fueron emboscados hasta morir por el emir Muhammad en el verano del año 854 (240 de la héjira).