Johanna en Superlativo
¿Cómo definir la femineidad en materia de arte?
Luis E. Lama

 
 
 

Son tiempos en los cuales no puedo evitar preguntarme si es que en el país existe en realidad un arte exclusivamente de mujeres. Y no es que crea que el arte pueda tener características esencialmente femeninas, lo que considero un disparate, porque al fin y al cabo, ¿cómo definir la femineidad en materia de arte? Tampoco creo que haya un arte exclusivamente de o para mujeres, porque la sexualidad en la plástica no se manifiesta a través de factores genéticos u hormonales. Lo que sí hay en el Perú es un arte de altísimo nivel hecho por mujeres y son ellas las que hoy, prácticamente, realizan la actividad plástica de mayor interés en el país. Esto se comprueba en los eventos más recientes, que demuestran fehacientemente que ellas están a la cabeza del arte en el país. Así, si tomamos en cuenta la Bienal de Trujillo, a la que consideramos la actividad que ha permitido congregar al grupo más significante de la plástica nacional, allí, nítidamente, fueron las mujeres las que sobresalieron. No hubo en Trujillo un solo pintor o dibujante que alcanzara el estupendo grafismo de Julia Navarrete, la sutileza de su color en una abstracción apegada a nuestra más respetable tradición, que se va renovando a sí misma dentro de su perfecto refinamiento. Y si bien la Bienal no fue una confrontación, las comparaciones fueron inevitables. Y Navarrete se apoderó de la Bienal, formando con Susana Rosselló, con su incomparable nivel escultórico, el dúo de más alta calidad que hayamos podido ver juntos en el Perú. Otras mujeres lograron, por cierto, como las obras de Martha Vértiz y la instalación de Esther Vainstein sobre el desierto de Paracas. Fueron cuatro mujeres, con cuatro puntos de vista distintos y una posición similar frente al arte: una entrega total, cuya madurez alcanza la plenitud en Navarrete y Rosselló. Y hago esta larga reflexión sobre la Bienal, momentos antes de abordar el avión que me llevará a un simposio internacional de esculturas, porque me he dado el tiempo necesario para visitar la muestra de Johanna Hamann en Camino Brent, que no hace más que confirmar mi concepto sobre el alto nivel artístico logrado por las mujeres en el Perú.

    En esta segunda individual, Hamann complementa el aquelarre iniciado dos años atrás, para llegar a niveles insospechados en una retórica expresionista en la cual el cuerpo humano se va desmoronando para mostrar a través de concavidades y desgarramientos.

    Salvo Cristina Gálvez, nunca antes en el Perú una escultora había partido del cuerpo para llegar a la síntesis que Hamann propone en el metálico totem atravesado por varillas de diferentes pulidos que acentúa con la iluminación. Esta pieza más que ser armazón o estructura, es el esqueleto de esos seres imaginarios que ella ha sintetizado con talento extraordinario.

    Que una escultora con sólo dos exposiciones haya llegado a este nivel, nos demuestra que nos encontramos ante una mujer que realiza un lento proceso interno que va evolucionando hasta lograr este producto final que tiene la capacidad de conmover al espectador, objetivo que logra aún en aquellas formas menos relacionadas con nuestra anatomía. Y este poder escaso y privilegiado, ha sido característico desde que viéramos su primera muestra, aquella de los vientres desgarrados y del niño transformado en un objeto tribal, porque Hamann se ha preocupado, como en su momento lo hiciera Gálvez, de desmembrar el cuerpo, para analizar, en términos escultóricos, cada una de las complejidades de nuestra humanidad.

    Ciertamente la muestra de Hamann merece un análisis más profundo que estas líneas, pero como crítico considero indispensable que el público sepa que el de ella es uno de los eventos artísticos de mayor importancia del año. No se lo pierdan.


(De Caretas, diciembre de 1985)

 

 
 
  
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